Es enero y quizás piensas que debes ejercitarte. Pero a veces necesitamos un descanso

Es enero y quizás piensas que debes ejercitarte. Pero a veces necesitamos un descanso
James Estrin/The New York Times

Enero llegó de nuevo y, una vez terminadas las fiestas, es posible que escuches en tu cabeza la voz de un entrenador invisible que te dice que vayas al gimnasio, a la piscina, a la pista o a la ruta de senderismo, y que lo hagas pronto. Pero la culpa que podemos sentir por posponerlo suele ser una pérdida de tiempo. También necesitamos descansar.

A veces es bueno tomarse un respiro del ejercicio: darles un descanso a las articulaciones, los tendones y los ligamentos, y también a la mente, pero en ocasiones un descanso dura mucho más de lo que habías planeado o imaginado. Esta fue mi realidad durante un tiempo y cuando digo que me tomé un descanso, no hablo de unas semanas. Fueron unos tres años.

Las lesiones tuvieron que ver con esa pausa. Tuve una fascitis plantar (inflamación del tejido del talón, consecuencia del envejecimiento y del uso excesivo) que me impedía hacer cardio. Ya había tenido muchas lesiones relacionadas con el ejercicio (un desgarre del manguito rotador, hernias discales, “hombro del nadador”), pero había sido un entusiasta de gimnasio desde la adolescencia, y en el pasado solía resistir.

A los 54 años, dejé de preocuparme por resistir, el ejercicio dejó de importarme por completo. Este era un problema más allá del efecto potencial en mi salud; había pasado años investigando y escribiendo un libro sobre la historia del ejercicio, rastreando su evolución desde la antigüedad hasta el presente, y todavía estaba lejos de la línea de meta.

Sin embargo, el dolor en los pies no era más que una expresión somática de lo que sucedía en realidad. Verás, toda esta fase, esta ruptura que tuvimos el ejercicio y yo, comenzó no mucho tiempo después de que perdí a mi pareja, Oliver Sacks, quien murió a los 82 años en 2015.

Oliver y yo solíamos nadar juntos dos o tres veces a la semana (por lo general, un kilómetro y medio en una piscina cercana), compartiendo un carril y a menudo dividiéndonos una sesión semanal con un entrenador de natación. Nadábamos donde podíamos: en lagos fríos de montaña, en mares salados, en hoteles elegantes de Londres e Islandia, Jerusalén y San Francisco.

Uno de los recuerdos más divertidos que tengo es nadar con Oliver en la enorme piscina pública de Central Park en una calurosa noche de verano. La piscina estaba atestada de nadadores, niños, familias, neoyorquinos. Los pocos salvavidas de turno se desvivían para tratar de imponer un poco de orden y evitar que los chicos se echaran clavados en la piscina, y sonaban sus silbatos por encima del estruendo. Era como nadar en Times Square, y allí, en medio de todo, estaba Oliver, entonces medio ciego pero indomable, intentando completar vueltas mientras yo, su estresado guardaespaldas, nadaba a su lado.

Oliver siguió ejercitándose hasta casi el final de su vida: seguía nadando, aunque con más lentitud y recorriendo distancias más cortas. Cuando ya no podía ir al gimnasio caminando, su entrenador venía al departamento y lo guiaba por un ciclo de ejercicios sencillos con mancuernas ligeras, ligas de estiramiento y una pelota de equilibrio. Para hacer algo de cardio, iba y venía por el pasillo a zancadas. Incluso cuando estaba postrado en cama, se esforzaba por mover sus extremidades de un lado a otro con todo el vigor posible. “Ejercicio para moribundos”, lo llamaba Oliver con sorna, pero lo hacía porque el ejercicio lo hacía sentirse bien, lo hacía sentirse vivo.

Pero, cuando Oliver murió, todo se apagó y mi interés por el ejercicio también. De repente, la historia del ejercicio me pareció poco importante. Dejé de lado mi libro a medio escribir y ni siquiera abrí el archivo en mi computadora durante años.

Soltero, solo, aburrido y deprimido, también empecé a frecuentar un bar del barrio, a beber más de lo debido y, los fines de semana, a fumar más hierba de la que podía justificar. Todavía hacía algo de ejercicio de manera desordenada, pero había perdido la pasión por él. El gimnasio, la piscina o una clase de yoga parecían actividades cada vez más lejanas. Entonces, a principios de 2018, me diagnosticaron hipertensión. No fue algo inesperado, pues tres de mis cinco hermanas también la padecían, al igual que mi madre, y mis lecturas siempre habían sido un poco altas. Mi médico me recetó medicamentos, pero también me dijo lo siguiente: “Tienes que intensificar tu actividad cardiovascular”.

“Claro”, respondí. “Imaginé que me lo diría”.

A los 57 años, el ejercicio pasó de ser algo que quería hacer —para verme y sentirme bien— a algo que tenía que hacer para estar sano. Sin pretextos.

Llevó tiempo, pero podría decirse que el ejercicio y yo nos reencontramos, aunque de forma diferente. Desde la muerte de Oliver, yo había cambiado. Me sentía una persona diferente y el ejercicio también había cambiado para mí. Mi relación con él carecía de la obsesión de la juventud y se parecía más a un acuerdo civilizado entre antiguos amantes que ya habían alcanzado la mediana edad. Volví a hacer ejercicio y a nadar con regularidad, y mi presión arterial volvió a la normalidad, bajé de peso. Para cuando cumplí 59 años, en enero de 2020, me sentía mejor de lo que me había sentido en mucho tiempo, en el aspecto físico y mental.

Entonces llegó la pandemia. No tuve más remedio que adaptarme cuando mi gimnasio cerró.

Me sentí cómodo haciendo ejercicio en casa durante un tiempo, pero cuando quedó claro que los gimnasios no iban a volver a abrir pronto, me di cuenta de que extrañaba la palpitación que sientes al levantar pesas o hacer superseries y repeticiones hasta el agotamiento, e incluso el dolor de los músculos al día siguiente. Extrañaba la natación y quizás, sobre todo, extrañaba la sensación de comunidad que siempre había encontrado en los gimnasios.

Pero todo este tiempo que tuve para mí, en casa y a solas, conllevó una gran ventaja: reanudé el trabajo de mi libro sobre la historia del ejercicio, Sweat, con una perspectiva renovada. Ahora también tenía mi propia historia del ejercicio.

Esperé a que se permitiera la reapertura de las piscinas, seis meses después del confinamiento, antes de reactivar mi suscripción al gimnasio, y luego fui el primer día. Solo vi a otros dos hombres en los vestidores, igualados en número por los conserjes con cubrebocas ocupados en desinfectar las superficies. El sauna y la espaciosa sala de vapor estaban cerradas de manera indefinida, tal vez para siempre, lo que me hizo pensar en las antiguas termas romanas, ruinas de otro tiempo, de otra cultura. Todo era muy deprimente, pero me dije a mí mismo que no debía atormentarme. Me puse el traje de baño rápido y me dirigí a la piscina. Mi reservación para nadar (con una duración máxima de 30 minutos) era para las 2:10 p. m. Me sentí como si fuera a una cita con el médico.

El salvavidas confirmó la reservación y me explicó las normas: usar el cubrebocas en todo momento y retirarlo justo antes de meterme a la piscina. Me entregó una bolsa de plástico para sándwiches para que lo guardara junto a la piscina. A diferencia de lo que ocurría antes, los nadadores tendrían un carril para ellos solos; no se permitía compartir carriles ni nadar en círculo. Me dijo que el carril uno estaba vacío y podía meterme a nadar.

“El carril de Oliver”, pensé: siempre nadaba en el carril uno. El salvavidas incluso cambiaba a los nadadores de ese carril a otro solo para él, porque ahí había una escalera. Siempre se agarraba con fuerza a mi brazo mientras lo guiaba hacia la escalera, con sus enormes pies planos pataleando en las aletas.

Me quité el cubrebocas, me puse las gafas de natación y me sumergí.

El agua estaba fría, ¡fría! Seguramente habían vaciado la piscina, la habían limpiado y vuelto a llenar. ¡Uf! Me impulsé, con los brazos extendidos en V y dando patadas de tijera, hasta que salí a la superficie a un tercio del recorrido y me lancé en estilo libre. Mi brazada apareció de inmediato, como si no hubiera pasado un día desde marzo. Me había preguntado si me tomaría tiempo: tiempo de encontrar mi ritmo, sincronizar la respiración bilateral con los brazos y las piernas torpes. Pero no, mi cuerpo sabía exactamente lo que tenía que hacer: empujar, tirar, patear, girar… nadar. Tocaba la pared, daba la vuelta y me impulsaba.

Vuelta tras vuelta, solo nadé, agradecido por olvidarme de la pandemia, agradecido por mi salud, agradecido simplemente por estar vivo. Mi corazón latía acelerado, mi cuerpo salía disparado por el agua como un delfín liberado de su cautiverio.

Bill Hayes es fotógrafo y autor de varios libros, entre ellos How We Live Now: Scenes From the Pandemic, y el título de próxima publicación Sweat: A History of Exercise.

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