¿Es Escocia un anuncio?

Como considero a los escoceses gente sensata, creo que esta semana votarán “no” en el plebiscito por la independencia. Pero cualquiera sea el resultado, el espectacular ascenso de los nacionalismos en Escocia y otras partes de Europa es síntoma de que algo anda mal en la política tradicional.

Mucha gente se ha convencido de que el modo de organización actual ya no es digno de confianza; que el sistema político impide un debate serio de alternativas económicas y sociales; que el poder está en manos de bancos y oligarcas; y que la democracia es una impostura. El nacionalismo promete un modo de escapar del dominio de alternativas “sensatas” que en realidad no son ninguna alternativa.

Los nacionalistas pueden dividirse en dos grandes grupos: aquellos que sinceramente creen que la independencia permite una salida del bloqueo de un sistema político y aquellos que usan la amenaza de la independencia para forzar al establishment político a hacer concesiones. En cualquiera de los casos, los políticos nacionalistas tienen la inmensa ventaja de no necesitar un programa práctico: para ellos, basta tener la soberanía, el resto vendrá por añadidura.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el nacionalismo como opción política desapareció de Europa, barrido por la prosperidad económica y los recuerdos de los horrores prebélicos; pero el continente es terreno fértil para su resurgimiento. No sólo por su prolongado malestar económico, sino porque prácticamente todas sus naciones‑Estado actuales contienen minorías étnicas, religiosas o lingüísticas geográficamente concentradas. Además, la incorporación de estos estados a la Unión Europea (una suerte de imperio voluntario) pone en cuestión las lealtades de sus ciudadanos: tanto pueden los nacionalistas acudir a Europa para que los proteja de sus propios estados, como acudir a sus propios estados para que los protejan del imperio europeo.

Por eso en Gran Bretaña pudieron surgir dos nacionalismos a la vez. El Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP), conducido por el populista Nigel Farage, quiere que Londres proteja la independencia británica contra la burocracia de la Unión Europea. En tanto, el Partido Nacional Escocés (SNP), conducido por el astuto Alex Salmond, quiere que Bruselas proteja a Escocia del parlamento “imperial” sito en Westminster. Basta que se den ciertas condiciones, y el nacionalismo siempre encontrará un “otro” contra el cual definirse a sí mismo.

En el caso de Escocia, el nacionalismo no es producto de la reciente crisis económica, pero el referendo sí. Con la reinstauración del parlamento escocés en 1999, el SNP consiguió en Edimburgo una plataforma política desde donde lanzar su campaña proindependentista. En 2010, el voto castigo de los británicos al Partido Laborista por el colapso económico de 2008 y 2009 provocó la asunción de un gobierno conservador en Londres; pero en Edimburgo, el castigo al laborismo dio en 2011 la victoria por mayoría al SNP. Para mantener la gobernabilidad en Escocia, el primer ministro británico David Cameron tuvo que permitir que se celebrara el referendo por la independencia.

Un gobierno escocés independiente se enfrentaría a enormes costos económicos. Heredaría una parte de la deuda pública del Reino Unido y de sus pasivos futuros, pero sin el beneficio de los importantes subsidios que actualmente recibe del tesoro británico. El SNP asegura que esta pérdida se compensaría con los ingresos adicionales por el petróleo del Mar del Norte. Pero estos ingresos no durarán para siempre, y el SNP omite mencionar los grandes costos que supondrá el cierre de las operaciones petroleras una vez agotado el recurso. De modo que casi con certeza, Escocia debería cobrar impuestos más altos que el Reino Unido. Además, los principales bancos y muchas grandes empresas con sede en Escocia anunciaron que reubicarán algunas de sus actividades a Londres, y Escocia también enfrenta la amenaza de perder los contratos de defensa británicos.

Según el SNP, la independencia de Escocia no fragmentará el mercado interno del Reino Unido, porque se mantendrá la unión monetaria con Gran Bretaña. Pero los tres principales partidos políticos británicos y el Banco de Inglaterra ya se pronunciaron en contra. Si los escoceses quieren soberanía, necesitarán moneda propia y banco central propio, y los bancos escoceses no tendrán prestamista de última instancia en Gran Bretaña.

Un banco central escocés que tratara de mantener la paridad entre la moneda escocesa y la libra esterlina necesitaría más reservas que las que podría tener a su disposición, al menos al principio. Y si la dejara flotar, aumentarían los costos de transacción y se reduciría el comercio entre ambos países.

Tampoco existiría, al menos en lo inmediato, la solución fácil de unirse a la Unión Europea, que en caso de independencia podría poner a Escocia condiciones de ingreso como a cualquier otro país.

En síntesis, el sueño socialdemócrata que alienta el SNP para Escocia choca contra las interdependencias más fuertes que vinculan las partes del Reino Unido entre sí, el Reino Unido con la Unión Europea y la Unión Europea con el resto del mundo globalizado. Pero nada de esto parece preocupar a los nacionalistas escoceses.

Los portaestandartes de la avanzada nacionalista en la Europa post-crisis suelen usar la inmigración para explotar el resentimiento precrisis contra la globalización, especialmente por la erosión de culturas e identidades, la pérdida del sentido comunitario, el estancamiento de los salarios, el aumento de la desigualdad, el descontrol de los bancos y el alto desempleo. Cuestionan la posibilidad de que la gente disfrute los beneficios de la globalización sin padecer sus costos, y preguntan por las alternativas al “fundamentalismo de mercado” que definió al capitalismo desde finales del siglo XX.

En semejante contexto, es más fácil que la gente no preste atención a los costos del nacionalismo, porque los beneficios de su rival, el capitalismo liberal, están en duda. Es lo que sucede en Rusia, donde el hombre de la calle no ve los costos de la política de su gobierno para Ucrania, no sólo porque los subestima, sino porque de algún modo parecen poca cosa comparados con el inmenso aliciente psicológico de esa política.

El nacionalismo de hoy no es ni por asomo tan virulento como el de los años treinta, porque el malestar económico es mucho menos marcado. Pero su resurgimiento es un presagio de lo que puede suceder cuando una forma de política asegura ser capaz de satisfacer todas las necesidades humanas (excepto la cálida sensación de pertenencia a una comunidad) y luego defrauda las expectativas de la gente.

Robert Skidelsky, Professor Emeritus of Political Economy at Warwick University and a fellow of the British Academy in history and economics, is a member of the British House of Lords. The author of a three-volume biography of John Maynard Keynes, he began his political career in the Labour party, became the Conservative Party’s spokesman for Treasury affairs in the House of Lords, and was eventually forced out of the Conservative Party for his opposition to NATO’s intervention in Kosovo in 1999. Traducción: Esteban Flamini.

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