¿Es Estados Unidos un Estado?

Sabrás tú la respuesta, lector? No pregunto si Estados Unidos es un Estado liberal, federal o bastante democrático, sino un Estado a secas. Pregunto cómo puede siquiera formar una unidad política con capacidad de mantener la paz civil de su territorio si no dispone allí del monopolio en el uso de la violencia legítima.

Es decir, mientras esté privado de esa función sin la cual difícilmente podrá cumplir ninguna otra. La perplejidad rebrota cada vez que tenemos noticia de esas matanzas periódicas que estremecen aquel país, las últimas apenas hace unas semanas. O, antes de que estallen las masacres, en cuantas ocasiones se ha propuesto sin éxito en esa sociedad prohibir la compraventa de armas de fuego. ¿Para cuándo enmendar la Segunda Enmienda?

Sabemos por los clásicos que un Estado nace cuando sus miembros consiguen superar el miedo de todos a todos por preferir el miedo de todos a uno. Tal parece el requisito para lograr nuestro deseo más básico, que es obtener la máxima seguridad en la conservación de la propia vida. Todos, salvo los asesinos natos, hemos firmado una renuncia a defendernos por la fuerza, un acuerdo de confiar las armas al soberano para que éste nos defienda mediante ese poder común. (Un paréntesis nada inútil: esto tan obvio no lo es todavía en el País Vasco. Al cabo de 30 años de poder nacionalista, son bastantes los que aceptan que una banda de fanáticos dispute al poder público lo legítimo de aquel monopolio. Y son aún más los que, al reprobar por igual la violencia privada y la pública, vienen a ofrecer un respaldo indirecto a la primera).

También en Estados Unidos se encomienda esa protección individual al poder soberano, aun cuando la ley no obliga a ceder el derecho de defenderse a uno mismo con las armas en la mano y son millones los ciudadanos preparados para ejercerlo. Pero el caso es que las armas adquiridas como medios defensivos -porque las carga el diablo- se vuelven ofensivas a la menor oportunidad. De suerte que ese derecho a la autoprotección ha de provocar un riesgo mucho más general que si fuera denegado. En cuanto un ciudadano sepa o tan sólo sospeche que su vecino dispone de una pistola para prevenir su eventual agresión, ya cuenta con una razón (con tantas razones como vecinos armados) para sentirse amenazado y procurarse la herramienta para repeler su ataque. Aumentarán las medidas de vigilancia, pues ahora cualquiera resulta un criminal en potencia. En definitiva, allí donde cada uno puede portar armas mortíferas hay sobrado fundamento para que todos se teman mortalmente entre sí.

Y no es para menos. Pues aquel derecho incluye también el de discernir quién amenaza mi vida y dictar su condena o tomarme venganza; entraña la prerrogativa de reservarnos a un tiempo el papel de juez y verdugo de los demás. A lo mejor así este o aquel ciudadano consiguen salvar su vida en un momento dado, pero seguro que muchos inocentes caerán víctimas de semejante empeño. El ideal de la National Rifle Association parece el Far West redivivo. El sheriff y los paisanos, todos con el dedo en el gatillo; el uno invocando su deber de preservar la supervivencia colectiva, los otros su derecho a defender la suya propia... aun a costa de poner en graves apuros las ajenas.

Los estadounidenses exigen, desde luego, que su Estado les ampare frente a la agresión de otro Estado. Pero, de puertas adentro, tan fuerte es el miedo recíproco que no consienten abandonar su defensa individual en manos de nadie. Puesto que han de prever que su guardián legal les falte cuando más lo necesiten, cada cual deberá a fin de cuentas ocuparse de sí mismo. A esto conduce inexorablemente la obsesión desorbitada por la seguridad personal.

Lástima que sea una obsesión fallida, pues no hay seguridad absoluta posible ni mediante el sistema público más eficaz. Aunque la salvaguarda de cada uno corriera a cargo de un policía, nada nos asegura contra la eventual tentación de ese policía de agredirnos, lo que forzaría a que nos acompañara otro guardia para vigilar al primero. La cosa no acabaría aquí. Tampoco puede garantizarse -permítanme estirar la hipótesis- que este segundo policía fuera impecable en su cometido o no se volviera loco, y eso nos llevaría a demandar asimismo un psiquiatra dedicado a su examen continuo. Y como ni siquiera los psiquiatras están libres de un ataque de celos o de codicia, se requeriría otro psiquiatra atento a la conducta de aquel primero que -no se olvide- se cuidaba de la salud mental del policía que vigilaba al custodio inicial que protegía los pasos del ciudadano... ¿Dónde terminaría esta cadena?

Verás, pues, lector amigo. Uno cree que vivir en sociedad, por perfeccionado que fuere su aparato protector, estará siempre expuesto a que los conciudadanos nos hagamos algún daño. Reducir ese daño al mínimo debe ser prerrogativa del Estado. Y no conviene cuestionar tan viejo monopolio, pero sí someterlo a las condiciones de una justicia democrática.

Aurelio Arteta, catedrático de Filosofía Moral y Política de la UPV.