Es hora de reformar la ONU

La pandemia de la COVID-19 expuso muchas debilidades institucionales, pero sobre todo, mostró que las Naciones Unidas necesitan urgentemente una reforma. En especial, la respuesta de la Organización Mundial de la Salud —la agencia mundial de salud de la ONU— frente al virus reveló obvias falencias, que reflejan la falta de consenso y cooperación internacional, así como un generalizado proteccionismo por parte de las partes interesadas.

La crítica contra la OMS fue más enérgica y marcada en Estados Unidos, donde la reciente decisión del presidente Donald Trump de congelar el financiamiento de ese país para la organización significó un golpe devastador en un momento en que esta necesitaba desesperadamente apoyo. Las próximas acciones de la ONU y su recuperación de la incapacidad que mostró para coordinar con eficacia durante la crisis de la COVID-19 determinarán su papel en el mundo pospandemia.

Me considero un hijo de la ONU y defensor incondicional de sus valores y principios. Durante más de cuatro décadas ocupé varios puestos dentro de su mastodóntica burocracia: empecé en 1974 cuando fui nombrado delegado de Catar en la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), para terminar en 2017, cuando por un único voto no logré convertirme en Director General de la UNESCO.

Durante gran parte de ese tiempo, la ONU constantemente fue motivo de esperanza para un futuro mejor. Sus agencias y organismos especializados tuvieron un papel fundamental para mantener la paz mundial, evitar conflictos internacionales, eliminar el colonialismo y proteger los derechos humanos.

Últimamente, sin embargo, el rol de la ONU se ha deteriorado continuamente y su influencia en los eventos globales y sobre los gobiernos ha decaído. Una organización que alguna vez fue moderadora y árbitro preeminente del mundo ha quedado demasiado limitada por conceptos y doctrinas antiguos que le impiden ser el organismo de gobierno mundial verdaderamente eficaz y de colaboración que imaginaron sus fundadores. Ya no consigue inspirar respeto entre los gobiernos en cuestiones de legitimidad internacional, derecho internacional y la protección de la paz y la seguridad mundial, como ocurrió, por ejemplo, tanto después de la Segunda Guerra Mundial como del colapso de la Unión Soviética.

Sencillamente, el mundo cambió y la ONU no le siguió el ritmo. La acelerada fluidez política, económica y cultural del siglo XXI dejó a esta —alguna vez poderosa— organización, expuesta y con pocos amigos para defenderla.

Pero este deterioro no significa que la ONU esté destinada a caer en el olvido. Si podemos guiarnos por el pasado, es probable que la respuesta a la pandemia de la COVID-19 —un catastrófico fracaso de la política mundial— marque el inicio de un período de cambios significativos en el mundo. Creo que avanzamos hacia un orden mundial nuevo y más diverso, en el cual la gobernanza internacional no estará ya en manos de un único país o conjunto de valores políticos.

Durante la crisis de la COVID-19, la solidaridad internacional fracasó mientras cada país procuró proteger sus propios intereses. Cuando el mundo resurja de la pandemia, habrá indagaciones, se buscarán culpables e incluso chivos expiatorios. La ONU tendrá que capear esta tormenta, pero creo que al final se verá favorecida por un renovado aprecio de la comunidad colectiva que tan duramente forjamos en el pasado.

De todas formas, esta hora de la verdad será dura para la ONU, porque habrá que tomar decisiones difíciles. La organización tendrá que abandonar su antigua mentalidad y hacer cambios que pueden resultarle incómodos.

Por ejemplo, los organismos como la UNESCO tendrán que demostrar más claramente su contribución al mundo. Debido a que la educación, la ciencia y la cultura serán fundamentales para la recuperación pospandemia, los líderes de la UNESCO deben indagar y preguntarse a sí mismos: ¿Qué estamos haciendo para proteger los valores culturales? ¿Cómo podemos proteger los derechos humanos, incluido el derecho a la educación? ¿Cómo podemos liderar a la comunidad científica y evitar otra pandemia? ¿Debiera haber una mayor diversificación regional para garantizar que todos los estados miembros se beneficien?, ¿se refleja esto en la conducción del organismo? Solo si atienden satisfactoriamente estos desafíos la UNESCO y otras agencias de la ONU seguirán siendo relevantes en un mundo pos-COVID-19.

La reforma de la ONU debe comenzar en la cima, con el Consejo de Seguridad, cuyos cinco miembros permanentes —China, Francia, Rusia, el Reino Unido y EE. UU.— continúan ejerciendo un poder de veto que corresponde al pasado. Ampliar la membresía permanente del Consejo para incluir a otros países —de Asia, Latinoamérica y Medio Oriente— permitiría un equilibrio más justo en las decisiones mundiales.

Y ese cambio está justificado, por ejemplo, la India se convertirá en esta década en el país con más población del mundo, Japón es la tercera mayor economía del mundo y Sudáfrica y Nigeria cuentan, por lejos, con las economías más importantes y la población con crecimiento más rápido en su continente.

De igual manera, las agencias de la ONU deben asegurar que los ciudadanos de los países en los que residen sus sedes no ocupen los puestos de mayor jerarquía. Ocurre con demasiada frecuencia que las decisiones de liderazgo de una organización llevan a cuestionar su legitimidad e independencia. No hace falta ir más allá de mi propia región —Medio Oriente— para ver los efectos perjudiciales que pueden tener esas decisiones.

Por ejemplo, la Liga Árabe, con sede en el Cairo, alguna vez fue considerada como una plataforma para la cooperación árabe, pero la reiterada designación de un miembro del gobierno egipcio para el cargo de secretario general marcó su desaparición. Al procurar que la Liga se convirtiera en una extensión del estado egipcio, los líderes del país llevaron a que ese organismo se tornara políticamente obsoleto y lo redujeron a un foro de discusión vacío.

La pandemia de la COVID-19 debiera ser el necesario punto de partida para la reforma de la ONU. Caso contrario, temo que la organización a la cual dediqué gran parte de mi carrera profesional —y por cuyos valores tengo la mayor estima— será incapaz de encontrar un lugar seguro en el mundo actual, ni que hablar de recuperar su antigua gloria.

Hamad bin Abdulaziz Al-Kawari is a Minister of State of Qatar with the rank of Deputy Prime Minister, President of the Qatar National Library, and a former Qatari ambassador to the United Nations.

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