Cuando el primer ministro griego Yorgos Papandreu describe los términos del plan de rescate de 145.000 millones de dólares adoptado el domingo, desglosa el caótico estado de cuentas de su nación en un lenguaje que debería tener sentido hasta para el contrariado contribuyente alemán que va a apoquinar el mayor porcentaje de fondos del rescate.
El problema de Grecia, dice Papandreu, es que desarrolló una cultura financiera en la que la corrupción extendida y la evasión fiscal eran toleradas. Sus líderes hicieron promesas que no podían cumplir, y ampliaron el número de funcionarios tanto que nadie tiene claro, con certeza, la cifra de trabajadores públicos actualmente en nómina del Gobierno.
Ahora es momento de afrontar las euroconsecuencias, con uno de los programas de austeridad más rigurosos propuesto nunca, sobre el papel al menos, por un país desarrollado. El paquete legislativo recorta los salarios y las pensiones de los empleados del sector público durante tres años y rebaja de manera drástica el déficit presupuestario heleno del 13,6% del producto interior bruto hasta menos del 3% antes de acabar el año 2014. Por cada cinco funcionarios que se jubilen, se contratará uno.
«Esto creará una Grecia diferente», decía Papandreu en una entrevista el pasado fin de semana. «Nuestra apuesta básica es atajar el caos, combatir el tráfico de influencias y la evasión fiscal». Explicó que dentro de la antigua cultura «reinaba la impresión de que las personas que tenían el poder y los medios podrían irse de rositas y hacer lo que les diera la gana. Preguntaban: '¿por qué voy a pagar impuestos cuando otros no los pagan?'».
Ese país de nunca jamás financiero era la Grecia de los viejos tiempos. Según Papandreu, esos días acabaron el domingo. Logró convencer a los ministros de Economía de la Unión Europea y a los funcionarios del Fondo Monetario Internacional de avanzar el paquete de rescate a cambio de concesiones griegas. Veremos ahora si los mercados financieros están convencidos de que Papandreu es capaz de cumplir estas promesas.
«Austeridad» y «Grecia» no son palabras fáciles de maridar en la misma oración. Ése es mi principal motivo de escepticismo con el paquete de rescate y austeridad. Atenta contra el espíritu nacional independiente y ajeno a la disciplina que hace de Grecia un lugar tan delicioso de visitar -y un quebradero de cabeza tan importante para los ministros de Economía de los países más disciplinados y reacios al derroche del norte de Europa-. Pero son precisamente estas cuestiones culturales lo que Papandreu se mostraba dispuesto a combatir.
El presidente heleno hablaba telefónicamente desde su residencia de Atenas la noche del domingo. Las negociaciones con los ministros de finanzas de la UE, que se han prolongado durante días, habían terminado; los indignados manifestantes griegos que habían ocupado las calles este fin de semana, protestando contra lo que un sindicalista consideraba recortes «salvajes», habían vuelto a casa a pasar la noche.
El primer ministro se empleaba a fondo para poner la nota positiva en los acontecimientos. Argumentaba que la caída de la vieja cultura de corrupción abre «una nueva oportunidad a Grecia y sus inversores» de fundar la economía sobre cimientos más sólidos. Tiene planes de llevar a cabo un censo para contabilizar la plantilla del sector público -sí, las cosas están así de mal- y reemplazar un sistema peligroso dentro del que algunas nóminas están informatizadas y otras se pagan en negro.
La presencia de la corrupción en la economía de Grecia es enorme, según Papandreu. Citó un estudio de la Brookings Institution que estima su coste total en 20.000 millones de dólares y un estudio griego que sitúa el coste en 30.000 millones. El tráfico de influencias supone del 8 al 10% del PIB heleno, según Papandreu.
¿Qué va a pasar con Europa, ahora que el paquete de rescate griego ha sido negociado? El primer interrogante al que se enfrenta la Eurozona desde esta semana es si las restantes economías débiles asfixiadas por las deudas -Portugal, Irlanda y España- también van a necesitar rescates para evitar la quiebra. Los rescates financieros tienden a ser como fichas de dominó: una vez que cae la primera, las demás acostumbran a seguir la tónica.
Pero el mayor desafío es corregir el sistema fiscal europeo -o, siendo más precisos, la ausencia de uno- que dio lugar a la crisis desde el principio. Esta Eurozona ha consistido en una extraña amalgama de una divisa única, 16 ministros de Economía y ninguna transparencia final. Eso tiene que cambiar.
Papandreu citaba el paquete de estímulo que Grecia y los demás países de la UE adoptaron en 2008 en el encuentro de Bruselas. Las normas eran demasiado flexibles, dijo, y en Grecia el dinero del estímulo simplemente «disparó la deuda y el déficit».
Los griegos tienen que cambiar su cultura financiera para salir de esta crisis, exactamente como dice Papandreu. Pero lo que hace falta con igual urgencia es una cultura de cambio en Bruselas y las capitales de la Eurozona, para que Europa sea una unión por algo más que su nombre.
David Ignatius, escritor y periodista del diario The Washington Post.