¿Es la democracia privilegio de unos pocos?

Pensar que en las relaciones internacionales los valores son buenos solo para los discursos pero no para ayudar a definir la acción de los Estados es un grave error. No solo por el cinismo que esto conlleva, sino porque sistemáticamente toda realpolitik esconde intereses muy precisos desligados del bien común de la ciudadanía.

En tiempos de cambios profundos como los que vivimos es, además, una política completamente inútil por su miopía cortoplacista y su confusión de conceptos. Es plantearse ante todo, cuando no exclusivamente, las posibles amenazas que se ciernen y nunca las oportunidades. Es confundir la equidistancia con el justo medio. No puede haber equidistancia entre el que tiraniza y el oprimido, entre el que aspira a la libertad y la democracia y el que solo aspira al poder. Defender el statu quo, sea cual sea, supone asumir que lo que es bueno para nosotros no lo es para los demás. Que apoyar el surgimiento de una comunidad de democracias más amplia es negativo para nuestros intereses porque en el camino pueden surgir problemas y riesgos. Peor aún, que de manera inexplicable, lo que para nosotros es indispensable en nuestras sociedades, la democracia, en manos de otros supone una especie de retroceso en nuestro bienestar, una amenaza que ineluctablemente se desbordará en nuestro detrimento. En suma, es preferir el miedo a las oportunidades. Es apostar por unos supuestos intereses inmediatos antes que por la estabilidad duradera y sostenible a largo plazo. Es disfrazar de imparcialidad la indiferencia negligente.

Para los acontecimientos de los últimos meses en Libia y en Costa de Marfil, por ejemplo, esta manera realista de entender las relaciones internacionales basada supuestamente en intereses tangibles y en dialogar solo con el que detenta el poder independientemente de cómo lo haya logrado, no tiene respuestas. Solo obtendremos un catálogo de potenciales amenazas y catástrofes por venir. La única acción legítima para los adeptos del realismo político es la inacción, un eterno no tocarlo porque, al final, será peor. La alternativa a esta realpolitik siempre tan a mano, no es un idealismo cándido. Es una forma sostenible de entender las relaciones internacionales que zanje democráticamente la inestabilidad actual causada por regímenes tiránicos y por aquellos que los consideraban interlocutores no solo válidos, sino únicos.

¿Qué lecciones podemos extraer de las revoluciones en el Magreb? Claramente que a fuerza de tratar solo con el que detentaba el poder, obviamos que las sociedades existen. Más aún, que en su seno hay diferentes sensibilidades y que es necesario dialogar con todas ellas. En última instancia, los verdaderos actores de los cambio profundos son las sociedades civiles. Puede ser cómodo pensar que el mundo gira impulsado por un número reducido de líderes. Los últimos meses nos muestran la levedad de esta asunción, especialmente allí donde la legitimidad se asienta exclusivamente sobre la represión y la censura. También hemos visto que aceptando la tiranía como una forma político-cultural natural en África, nos olvidamos que toda persona aspira a su propia dignidad independientemente de su procedencia. España está actuando correctamente al apostar por la libertad y la democracia en África. Desde cualquier punto de vista, por valores o por intereses, es así. Por un lado, apoyamos los valores de nuestra ciudadanía allí donde los propios ciudadanos de esos países lo solicitan. Por otro lado, podemos crear una zona de estabilidad sostenible basada en intereses legítimos comunes.

Nada impide que la democracia pueda enraizar en África. No hay ni maldición ni determinismo. La democracia puede ser una realidad en ese continente y la comunidad internacional, especialmente Europa, debe asumir los riesgos que conlleva el cambio. Debemos hacerlo tanto por los valores que defendemos, como por el interés de nuestros ciudadanos. Al respecto, la realpolitik clásica parte de un doble supuesto profundamente erróneo. Por un lado, que hay valores como la democracia que pueden ser buenos para nosotros pero no para ellos. De algún modo, serían nuestros valores y no los de ellos. Por otro lado, que cualquier cambio externo pone en peligro o daña nuestros intereses estratégicos o, cuando menos, no nos aporta nada. Ambas cosas parten de supuestos falsos. La democracia es un sistema que se ha adaptado históricamente a diferentes realidades culturales y sociales. Es tan compatible con Europa como con Libia y Costa de Marfil, siempre y cuando los ciudadanos de esos países tengan la voluntad de implantarlo. Amplísimos grupos de esas sociedades así lo desean. Que la democracia sea no ya un sistema, sino un valor incompatible con África choca con la realidad. Ese fatalismo afropesimista es la antesala del abandono del continente a su suerte. España no puede permitírselo. Ni por nuestros valores, ni por nuestros intereses.

La segunda objeción del realismo político, la defensa de nuestros intereses defendiendo el statu quo, es una manera más o menos sofisticada de atizar el miedo de nuestros ciudadanos. Para no implicarse en el cambio se anuncian graves amenazas de toda índole dado que en el proceso hacia la democracia todo será caos. Esto es olvidar que la democracia en el mundo occidental no llegó de una. Que el proceso en nuestro propio país también fue largo y costoso y que en ese recorrido vivimos algunos de los peores momentos de nuestra historia. Los realistas de hoy probablemente no daban nada en 1975 por la implantación de la democracia en España y aquí estamos. Supone igualmente situar los intereses de nuestros países y de nuestra ciudadanía solo en el corto plazo. A medio y largo plazo, el mundo es más seguro y más estable si se respetan los deseos de los ciudadanos. Las democracias no se hacen la guerra entre sí y, mejor o peor, tienden a agruparse y a cooperar para resolver los asuntos globales. Esto es algo que no puede decirse de la relación de las democracias con tiranos y dictadores y mucho menos de la relación de estos con sus propios ciudadanos. La inestabilidad actual en países como Libia o Costa de Marfil se da por no querer respetar las aspiraciones y las decisiones de amplias capas de esas sociedades.

Lo que está en juego desde hace meses en Libia y en Costa de Marfil es el futuro de la democracia en África. Solo en 2011 tendrán lugar 11 procesos electorales mayores en el continente. El caso libio subraya claramente que en cualquier país, independientemente de su cultura o religión, no hay Gobierno legítimo sin consentimiento ciudadano. Que un Gobierno, también en África, no puede disponer de su ciudadanía como súbditos. En Costa de Marfil ha estado, y en cierta medida aún está, en liza el respeto a los resultados electorales. Una democracia es mucho más que simplemente elecciones, pero sin estas y sin aceptación de su resultado por todos los contendientes, también en África, no hay democracia creíble.

La democracia en África no vendrá desde fuera por mucho empeño que pongan Europa y Estados Unidos. Serán los africanos los que decidan su propio destino. La democracia solo se implantará en esos países en la forma y en los tiempos que sus ciudadanos decidan. Sin embargo, lo anterior no puede suponer indiferencia o desinterés por nuestra parte. Debemos comprender que cuando se trata de democracia, los demócratas no podemos ser neutrales. Tras la intervención en Irak, la legitimidad de la acción en defensa de los derechos humanos, para la promoción de la democracia y en defensa de la ciudadanía frente al tirano quedó ensuciada y en entredicho. Nada tiene que ver aquello con esto. Nada hay de sorprendente en el hecho de que las democracias apoyen a los demócratas allí donde estén en riesgo y dificultad. Haciéndolo defendemos nuestros valores pero también los suyos y hacemos avanzar intereses compartidos y sostenibles a largo plazo. La democracia no es el privilegio de unos pocos.

Por José Manuel Albares, diplomático.

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