La ecología se reivindica como ciencia. Pero, si leemos a Karl Marx, el socialismo, en su época, también se consideraba «científico»; las ideologías avanzan siempre disfrazadas. Lo que es realmente científico, como bien ilustró el filósofo Karl Popper, es lo que se puede criticar: el conocimiento solo progresa por lo que Popper llama « falsificabilidad ». Lo que es correcto es lo que puede demostrarse que es falso. Pero intenten debatir con un ecologista. Es imposible. Desde el momento en que uno no está de acuerdo con su credo medioambiental, es un hereje. Para los ecologistas, hay que amar a la Tierra antes que a los hombres y la naturaleza prevalece sobre la cultura. El debate sobre el calentamiento climático es un buen ejemplo: según los ecologistas y la ideología que ellos han impuesto al mundo político, es indiscutible que el clima se deteriora, y que el calentamiento se debe a las actividades humanas, en concreto a la emisión de dióxido de carbono. Observaremos, por casualidad, pero es una casualidad, que esta doctrina del calentamiento climático concuerda con los intereses de los estados cuyos poderes salen reforzados, que incrimina al capitalismo y envía a los escépticos a la hoguera. Sostengan, por ejemplo, que el calentamiento climático es real, pero que no es reciente y que quizá intervengan otros factores además del dióxido de carbono, y se les tachará de « negacionistas »; negacionista, conviene recordarlo, es aquel que niega la existencia del Holocausto, y por lo tanto, un nazi.
Resulta que en París, en diciembre, tendrá lugar una conferencia mundial sobre el clima, en la que se espera que cada estado se comprometa a reducir considerablemente sus emisiones de carbono durante los años venideros. Francia es la anfitriona entusiasta de esta conferencia, principalmente porque cualquier reducción de la energía producida por el carbón, el gas o el petróleo beneficia a la energía nuclear que Francia exporta. No es casualidad que Electricité de France, vendedora de energía nuclear, financie indiscriminadamente a los lobbies ecologistas que difunden la creencia en un calentamiento debido exclusivamente al dióxido de carbono. Esta ecología de Estado, como toda ideología, vuelve al simplismo; estos días se puede ver, sobre el recinto del Ministerio de Asuntos Exteriores en París, una banderola que dice: «Todos por el clima». Lo que se traduce fácilmente en todas las lenguas y no tiene sentido en ninguna. ¿Cómo podríamos estar contra el clima? Se alcanza el grado cero de la reflexión política.
Para quienes no se dejan intimidar por este nuevo terrorismo cultural, recomiendo un estudio realmente científico de un experto estadounidense de la clasificación selectiva, John Tierney, The reign of recycling (El reinado del reciclaje), publicado en The New York Times el 4 de octubre. El tema parecerá ingrato o irrisorio, pero es en los cubos de basura de nuestras cocinas donde más cerca de nosotros se ejerce la opresión ecologista. En los llamados países desarrollados, todos estamos obligados a separar los residuos, a repartirlos en cubos distintos, en contenedores separados, etcétera. John Tierney, al término de una evaluación en profundidad, demuestra que la clasificación selectiva cuesta más de lo que aporta y contamina más que purifica nuestro medio ambiente sagrado. Por ejemplo, si se aclara una botella o cualquier otro recipiente de ese tipo como recomiendan, o dictan, antes de tirarla al cubo adecuado, la energía necesaria para el agua del aclarado es superior a la energía ahorrada con el reciclaje. En París, donde vivo, cada día se suceden dos camiones de la basura: uno para recoger el papel para reciclar, el otro para el resto; la multiplicación por dos de estos camiones genera más dióxido de carbono, y eso sin contar el gasto suplementario para el contribuyente, que nunca ahorrará con el reciclaje del papel. Salto las etapas y no multiplico los ejemplos para concluir con John Tierney que nada está tan económicamente fundado ni es tan respetuoso con el medio ambiente como el tradicional vertedero público, cuyo metano es posible recuperar, y que periódicamente se recubre de tierra hasta olvidar que alguna vez existió. Pero he aquí que esta solución tradicional y sencilla no impone al usuario la esclavitud de la clasificación selectiva, no nos obliga a seleccionar nuestros residuos en un homenaje a la Diosa Tierra. Es cierto que el abandono de la clasificación selectiva haría desgraciados a todos los que la practican como un ritual religioso y obtienen de estos gestos humildes la autosatisfacción de servir a la Diosa Naturaleza, al Bien de la Humanidad y a su narcisismo. La clasificación selectiva es ante todo un breviario que hay que desgranar cada día. Y revela la impostura clásica de todas las soluciones ecológicas cuando ponen por delante los beneficios y nunca los costes. Por ejemplo, se supone que los molinos de viento y los paneles solares producen energía gratuita e infinita –un movimiento perpetuo– porque no se descuentan nunca los costes de construcción y mantenimiento del panel o del molino. La ecología es en realidad una religión pagana, más bien occidental, puesto que los asiáticos y los africanos son más partidarios del progreso que de la naturaleza. A los herejes solo les queda resistir en su cocina, negándose a clasificar, para empezar.
Guy Sorman