Es la hora de la democracia deliberativa

Manifestantes participan en la inauguración de un monumento a la resistencia de las protestas contra el Gobierno de Iván Duque, el Cali, el pasado junio.LUIS ROBAYO / AFP
Manifestantes participan en la inauguración de un monumento a la resistencia de las protestas contra el Gobierno de Iván Duque, el Cali, el pasado junio.LUIS ROBAYO / AFP

El estallido social que ha golpeado a varios países de América Latina en los últimos meses ha agudizado los problemas estructurales de la región y evidenciado, aún más, las agudas debilidades de la democracia y el modelo social y económico, asfixiados por la desigualdad, la polarización, la corrupción, la violencia, y la exclusión. PRISA Medios inició en Colombia una serie de foros nacionales y regionales al convocar recientemente a más de 90 líderes empresariales, políticos, sociales, religiosos, académicos y culturales a un gran diálogo sobre los desafíos de la democracia en tiempos de pandemia. Un debate que dejó claras lecciones para el país y la región.

La situación política que atraviesa Colombia —que puede fácilmente predicarse de varios países de la región—, ad-portas de una dura campaña electoral, ha visibilizado una profunda crisis de la política, de los liderazgos y los partidos políticos; un sector privado que no puede estar ausente del fortalecimiento democrático y la responsabilidad social; y una ciudadanía que reclama nuevos espacios de deliberación y respuestas institucionales que no llegan en momentos de grandes transformaciones. La pandemia ha servido en algunos casos de pretexto para conculcar derechos fundamentales y reconcentrar el poder en manos del gobierno central.

Una desconfianza generalizada en medio de estados débiles, gobiernos desconectados, partidos políticos colapsados y congresos ausentes a la hora de ofrecer resultados sociales, limitan las posibilidades de reconciliar a la política con la ciudadanía. Las instituciones políticas por cuenta de un ejercicio clientelar de la política muestran hoy una gran incapacidad de representación, de mediación entre la sociedad y el Estado, de ofrecer soluciones y generar consensos que permitan tramitar por la vía del diálogo social, las demandas de bienestar, seguridad y paz social de la ciudadanía. En varios países de la región, el poder se gana en elecciones libres, pero se gobierna en contravía de los propios principios democráticos.

Los últimos estudios de opinión en Colombia (Cifras y conceptos, 2021) revelan el profundo declive de los partidos políticos: el 64% de los colombianos no tiene partido y solo el 36% se reconoce de alguna colectividad. Los seguidores de los partidos otrora históricos, como el liberalismo y el conservatismo están en mínimos porcentajes: el primero con el 4% y el segundo con el 2%. Es decir, perdieron sus bases y hoy solo son cascarones vacíos y fantasmas que como zombis aparecen en las elecciones. Este mapa muestra el enorme desencanto ciudadano con los partidos, corrobora que la política hoy por hoy es “una mala palabra” como lo ha dicho el Papa Francisco, porque goza de gran desprestigio dados los altos índices de deterioro de su percepción ante los graves casos de corrupción, abuso de poder, asociación con actores armados ilegales, financiación ilegal de las campañas electorales, perpetuación en el poder, despojo de tierras y muchos más comportamientos por fuera de la ley.

La poca aceptación de los partidos explica, asimismo, por qué existen hoy más de medio centenar de precandidatos presidenciales para 2022, en una explosión nunca vista de ambiciones electorales, falta de liderazgo y desconexión entre el electorado y los candidatos. El país no está escuchando las propuestas programáticas en medio de tanta vocinglería electorera, y fraccionamiento interno de los ya vergonzantes partidos existentes. Al punto que la mayoría de los candidatos busca, además, llegar por firmas a la tarjeta electoral, haciéndole el quite a los avales de los partidos, ahora convertidos en una pesada carga. Según el citado estudio de opinión, a la fecha el 77% de los colombianos aún no ha decidido por quién votar en los próximos comicios.

De otra parte, la ética pública ha sido gran ausente en el debate político incluso a la hora de evaluar el papel de la empresa privada frente a los déficits democráticos. La vigencia del Estado de derecho y la seguridad jurídica son reclamos que vienen del sector privado, pero muchos exigen más compromiso, esfuerzo fiscal e inversión social en un país con un 42.5% de pobreza. La ética construye reputación, impregna no solo el interés público en el sector privado sino la convicción de que esos valores de ética cívica, empresarial y ciudadana venden y generan valor en la cadena de producción. La cuadratura del círculo es por supuesto el debate sobre la responsabilidad del sector privado a la hora de financiar la política y las campañas, cuando el intercambio de pesos por votos y contratos, hacen de este tema el pozo séptico de la política.

En el nivel global, la corrupción pública está documentada, analizada y diagnosticada, mientras que la corrupción privada está ignorada y subvalorada. Hoy la ética corporativa abre su alcance a la sostenibilidad, los derechos humanos y una revolución digital que bascula en una gran brecha, carece de algoritmos éticos o brújulas morales, marcando un gran desafío que no se soluciona tampoco cercenando la libertad de expresión. El derrumbe ético carcome las bases de la legitimidad del Estado, fragiliza el desarrollo y debería ser prioridad en la agenda del debate electoral.

¿Cuál es el peligro de este momento? Sin duda, que en medio de esta crisis global devastadora —descrita esta semana por el secretario general de la ONU— que tiene al mundo al borde del abismo, tome más fuerza el viento huracanado del populismo y el autoritarismo personificado en el caudillismo, que viene erosionando progresivamente los frágiles cimientos democráticos, sofocando derechos para restringir libertades básicas. Porque ante la falta de soluciones a las demandas ciudadanas de bienestar, equidad y seguridad, la democracia ha perdido adeptos, y los discursos salvadores de mesías con pies de barro se abren paso. Por ello, hay que salir de la falacia que sostiene que la seguridad es monopolio de la extrema derecha y el autoritarismo en tanto que la reforma social es patrimonio de la extrema izquierda y el populismo.

La gran conclusión es que todavía es posible salvar la democracia impidiendo su desmantelamiento; rehabilitando la buena política; impregnando de ética pública los liderazgos políticos y la acción del sector privado; demostrando que es posible hacer política con las manos limpias; resucitando los partidos políticos mediante la recuperación de su relevancia; concertando un pacto fiscal hacia un sistema tributario para reducir la desigualdad; invirtiendo desde la empresa en la promoción de valores democráticos; evitando el descuartizamiento de la independencia de poderes y órganos de control; fortaleciendo la ciudadanía mediante las nuevas herramientas de la deliberación democrática; empoderando a los jóvenes, las mujeres, las organizaciones sociales y las minorías étnicas.

En fin, encaminando el descontento y la protesta social por la vía del diálogo, hacia grandes acuerdos sociales que se concreten en reformas, en un proceso de construcción colectiva con la ciudadanía. Una agenda pactada de transformaciones sociales y políticas que reclama tanto Colombia como Latinoamérica, en el marco de un nuevo consenso que toca comenzar a construir ya. Es ahora, antes de que el tsunami del populismo o el autoritarismo se lleve todo.

Fernando Carrillo Flórez

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