Es la libertad, presidente

Por José Antonio Zarazalejos. Director de ABC (ABC, 07/05/06):

Las viudas no han vengado el asesinato de sus maridos; ni los hijos los de sus padres; ni los padres los de sus hijos. No ha habido esa simetría tan del gusto buenista que permita sostener que estamos ante el impulso, el inicio o el propósito de un proceso de paz. La paz concierne a los contendientes en una pelea en la que unos y otros están dispuestos a matar y a morir y que, llegado el momento, alcanzan un armisticio o un pacto. Nada de eso ha ocurrido ni ocurre ni en el País Vasco ni en Navarra. Tras los féretros de las víctimas siempre ha habido un testimonio de resignación, un llanto contenido y una ira inocua. Es indecente, en términos éticos y políticos, mimetizarse con la semántica de los verdugos y de sus beneficiarios -que han sido legión- para, mediante eufemismos, paliar la gravedad del muy delicado paso que el presidente del Gobierno, con más precipitación de la debida, parece estar dispuesto a dar: entablar de inmediato un diálogo con la banda terrorista ETA al que seguiría un nuevo proceso político con propósitos todavía ignotos pero no imprevisibles. Si José Luis Rodríguez Zapatero auguró un proceso «largo y difícil», su predicción, o no era sincera, o el control de lo que ocurre se le escapa de las manos. Porque una iniciativa como la que se está viviendo -un supuesto «principio del fin de ETA»- requiere de una teorización previa que sirva de guía a ese proceso de liquidación del terrorismo. Si no hay diagnóstico acertado, la terapia será irremisiblemente confundida.

Lo que hay que lograr en el País Vasco y en Navarra, y por extensión en toda España, es la instalación de la libertad, lo que requiere la erradicación de cualquier forma de violencia, sea ejercida ésta de manera directa o indirecta. La banda terrorista ETA ha sido la encargada de la acción directa y el régimen autonómico, dominado por los nacionalistas moderados, ha desarrollado la coacción indirecta al establecer cánones según los cuales se discernía entre los ciudadanos afectos y los desafectos. La permanente presencia de ETA en la política vasca ha sido el referente del propio nacionalismo que ha ido recogiendo durante más de dos décadas la cosecha de concesiones cuya consecución -decían los nacionalistas- iría horadando a la banda criminal. La conclusión inicial para la mitad de los vascos -los no nacionalistas, incluidos los socialistas que tan solícitos se muestran ahora- es que la paz, como realidad formal, es posible, pero, compatible y simultánea con un estado de coacción en latencia. Porque, a la postre, en los pilares que sostienen a la banda terrorista se encuentra, enquistado, el nacionalismo sabiniano, es decir, una militancia idolátrica en la etnia, en la diferencia que proporcionan algunos rasgos culturales y en una leyenda rural alzada a la categoría histórica por el totalitario procedimiento de reiterar la mentira hasta convertirla en una verdad para gente tan crédula como ignorante. ETA como expresión radical de ese nacionalismo y las formaciones hegemónicas -el PNV y EA- en ese movimiento ideológico-idolátrico como su manifestación institucionalizada, se han comportado con la ciudadanía vasca como una tenaza paralizadora. Liberarse de ella ha implicado el extrañamiento o la docilidad, porque el enfrentamiento directo a esa sutil dictadura regimental ha sido -y lo sigue siendo- la amenaza, la coacción o el riesgo de la propia vida.

Ese proceso que ahora se inicia -que inicia el presidente del Gobierno- no es de paz, que sólo sería una de sus consecuencias, sino que debe ser un proceso de libertad y que exige, para que sea cierto y catártico, el desmantelamiento del régimen nacionalista, tutelado por ETA, en la medida en la que lo deseen los electores vascos cuando puedan constituirse en tales con plena autonomía, con sufragio soberano, sin señalamientos, sin represalias, sin discriminaciones y sin silencios. Hasta tanto esa realidad vasca en libertad no se alcance, el proceso ahora en curso no será auténtico sino, acaso, la enésima estratagema del nacionalismo en su conjunto y de ETA en particular -después de tantos años aquél y ésta han registrado una suerte de vinculación hipostática de tal manera que el nacionalismo sin ETA se sumía en el desconcierto y ETA sin el nacionalismo se sentía deslegitimada- para perpetuarse mediante una metamorfosis lampedusiana intentando que cambie todo para que, en realidad, nada se altere.

La reclamación de anexión de Navarra -la territorialidad-, la del llamado derecho a decidir -la autodeterminación- y la relegalización ipso facto de Batasuna, formuladas por Ibarretxe y Otegi, son los síntomas más explícitos, aunque no los únicos, que advierten al Gobierno de la necesidad de andarse con pies de plomo. El nacionalismo es una patología ideológica -les guste o no a los nacionalismos que tal afirmación se formule en términos tan descarnados- con manifestaciones de gama muy variada. Desde las extravagancias de ERC a la criminalidad de ETA, pueden catalogarse muchas formas de desvarío político y social que es asumido en España con cierta normalidad en función de la extrema benevolencia -¿complejo?- con la que la ciudadanía en general se siente constreñida a pagar deudas históricas siempre pendientes con el País Vasco y Cataluña.

ETA en primera instancia a través de Batasuna y los partidos nacionalistas, en una segunda etapa, pretenden que lo que ahora se inicie sea una nueva transacción en la que ellos pondrán la paz y los demás -nosotros- les acercaremos a una especie de soberanía compartida subsiguiente a un compromiso de ETA para no asesinar y, seguramente, no delinquir de manera estentórea aunque manteniendo las reservas de coacción precisas para tutelar la continuidad del régimen. Éste es el planteamiento del nacionalismo etarra y, subsidiariamente, del llamado moderado. No niego que el actual presidente del PNV esté intentando la racionalización del movimiento que su partido representa, pero tampoco sería el primero que quedase absorbido por la espiral fanática que generan en su organización de manera cíclica determinados planteamientos de civilidad ideológica.

La paz formal, insisto, es posible pero, con tres años sin asesinatos gracias a la presión del Estado y a la determinación de la sociedad española y de una buena parte de la vasca, es insuficiente. Es la hora de la libertad si lo que se pretende conseguir es un resultado digno. Y la libertad ni se compra ni se vende; se obtiene, se gana; tampoco se disfruta más o menos, sino en plenitud. La libertad no es la paz, sino ésta consecuencia de aquélla y de la justicia. La libertad es nuestra y no hay que sentarse para recuperarla. Se arrebata al ladrón que la hurta. La libertad es -como bien hizo decir a su célebre personaje Calderón de la Barca-, a semejanza del honor, un patrimonio del alma y el alma, la individual y la colectiva de una sociedad, no es materia para el regateo. Que el presidente tenga en cuenta -y muchos les conocemos por haberlos padecido- que tratarán de que se conforme con la paz. Y no es eso, no es eso. Es la libertad, presidente.