¿Es la reforma laboral la solución?

Una vez más, cuando la crisis aprieta y se ceba en los puestos de trabajo, los focos se dirigen a la reforma laboral como si de un bálsamo se tratara. Desde su aprobación en 1980, el Estatuto de los Trabajadores ha tenido siete reformas de calado. Todas con el objetivo declarado de generar empleo y, después, reducir la segmentación entre temporales y fijos.

La historia se repite, pero hoy disponemos de la experiencia acumulada en 30 años. En este periodo, se ha consolidado un modelo de relaciones laborales en el que la adaptación a los cambios, cada vez más intensos y rápidos, no se hace usando la flexibilidad organizativa (movilidad interna, polivalencia, formación, distribución irregular de la jornada, suspensión de contratos, flexibilidad participada), sino con ajustes externos. Con la contratación temporal, pero no solo. También con externalización de trabajo y riesgos, los autónomos, o con formas de trabajo atípicas, empresas de trabajo temporal (ETT) y empresas de servicios prestamistas de trabajadores. Y utilizando el despido disciplinario improcedente como principal mecanismo de ajuste del empleo indefinido. (Los despidos disciplinarios en masa de Seat lo confirman).

Desde el 2002, con la desaparición de los salarios de tramitación, el despido disciplinario se ha convertido en un desistimiento unilateral del empresario sin control judicial, con indemnización y costes ciertos. Su generalización obedece a un perverso cruce de incentivos. Las empresas prefieren pagar más a cambio de rapidez, certeza y no someterse a ningún control externo. Y los trabajadores reciben una indemnización mayor a cambio de no poder acceder al control judicial.
Este modelo de relaciones laborales se ha consolidado por causas diversas. Una economía con mucho peso de sectores surfistas, como la construcción, o de alta inestabilidad, como el turismo estacional. Eso explica las diferencias en temporalidad, entre el 10% en el sector financiero y el 45% en la construcción, o el 18% en Catalunya y cerca del 40% en Andalucía. Una estructura empresarial con muchas pymes y microempresas, que no controlan productos ni mercados y ocupan una posición subalterna en la organización de la producción. Eso dificulta el uso de la flexibilidad, como saben las empresas de componentes del automóvil, sometidas a las grandes empresas del sector. No ayuda la baja intensidad tecnológica de las empresas españolas que, según Cotec, amplían el diferencial tecnológico y de productividad con la UE y EEUU. También ha contribuido negativamente, por inactividad, la negociación colectiva.
Desde 1994, se dispone de márgenes importantes para pactar la flexibilidad organizativa, que en general la negociación colectiva no ha utilizado. Muchos convenios con mentalidad de ordenanzas laborales del siglo pasado y mucha regulación normativa con vocación indefinida, cuando los cambios son rápidos y continuos y lo que se necesita son convenios con mecanismos ágiles para el ajuste pactado y rápido. La jurisprudencia de los tribunales contribuyó, a partir de la reforma de 1984, a la extensión de la contratación temporal sin causa y fraudulenta y hoy a la aceptación de los despidos improcedentes sin causa como forma de ajuste de las plantillas. Sin olvidar los titubeos doctrinales al analizar la frontera entre trabajo asalariado y autónomo. Aunque el ineficiente enjambre de autónomos que es hoy el transporte sea responsabilidad de la reforma de 1994, que convirtió a los transportistas en autónomos.
En resumen, este modelo de relaciones laborales ha contado con complicidades, conscientes o inconscientes, de todo tipo. Ahora, disponemos de una nueva oportunidad y la propuesta del Gobierno español ofrece márgenes para ello. Hay que invertir los incentivos imperantes – económicos y legales– a favor de la flexibilidad interna y en contra del ajuste externo. No es fácil, porque este modelo ha calado hasta el tuétano y la operación tiene riesgos, pero lo conocido tiene más. Hay que ampliar la capacidad empresarial para adoptar cambios rápidos en la organización y en algunas de las condiciones de trabajo, evitando que ello tenga impactos negativos en las políticas de conciliación entre vida personal y laboral. Pero ningún incentivo a la flexibilidad interna o a la contratación indefinida tendrá éxito si no se desincentiva el despido sin causa y sin control judicial.

¿Por qué no se recupera la causalidad en la contratación y el control judicial? Una posibilidad es la nulidad del despido con readmisión obligatoria para determinados supuestos, entre ellos los casos de fraude de ley. Tiene sus riesgos, pero estos 30 años demuestran que, mientras se disponga de tantos incentivos al ajuste en forma de destrucción de empleo, la flexibilidad organizativa no avanzará. Pero que nadie espere que la reforma laboral nos saque de la crisis. Una economía, con familias y empresas endeudadas, un sistema financiero colapsado por el atracón inmobiliario y un Estado débil fiscalmente y sin competencias monetarias necesitan algo más.

Joan Coscubiela, profesor asociado. Facultad de Derecho de Esade.