Es lo normal en Burundi

Hace unos días Fernando Simón afirmaba que los problemas, inconsistencias e incongruencias en los datos que el Ministerio proporcionaba sobre el Covid-19 eran «normales» en situaciones de epidemia. Quizás es a lo que está acostumbrado él por su experiencia en Burundi. Pero esa respuesta es inaceptable en un país desarrollado en el siglo XXI. De hecho, esa respuesta nos permite interpretar cómo se ha tratado la pandemia desde el Gobierno y las catastróficas consecuencias que ha causado ese tratamiento. El Gobierno ha afrontado la pandemia con las mismas estrategias e instrumentos que se utilizaban en el siglo XIX. Debido a su ineficacia y a la lentitud de su reacción la incidencia de la pandemia ha sido brutal, superando con mucho la que han sufrido la mayoría de países.

La pandemia de Covid-19 era similar a otras que ya se habían vivido. La llamada gripe española, de 1918, o la gripe rusa (el trancazo), de 1889, fueron provocadas por virus de transmisión similar. Las estrategias empleadas entonces fueron esencialmente dos: confinamiento y mascarillas. La única gran diferencia del Covid-19 respecto a esas pandemias ha sido la mayor rapidez de su extensión, derivada de la enorme cantidad de traslados en un entorno globalizado. Aun así, el Covid-19 nos dio en torno a dos meses de ventaja con respecto a Wuhan, donde la epidemia explotó durante el mes de enero.

Sin embargo, un siglo o más después de aquellas pandemias, las posibilidades técnicas y sociales eran, en un país avanzado y, particularmente, en España, enormes. Disponíamos de grandes recursos sanitarios, de posibilidades de control de la información insospechadas hasta ahora (especialmente, por medio de dispositivos móviles), de tests de diagnóstico rápidos, de investigación médica de respuesta casi inmediata, de una población con alto nivel educativo. Disponíamos, también, de esos dos meses de ventaja y sabíamos cómo otros países (especialmente, Corea del Sur) habían atajado la epidemia con estrategias nuevas basadas en los tests y en la trazabilidad de los casos. Ninguna de esas posibilidades se ha utilizado de forma rápida ni eficaz. ¿Cuáles se han utilizado? Esencialmente, las mismas que un siglo atrás: confinamiento y mascarillas, aunque estas últimas con muchísimo retraso y mucha confusión sobre su uso.

La gestión de los datos ha sido especialmente llamativa. Podemos distinguir entre los datos micro, referidos a personas, y los datos macro, referidos a territorios. En ambos casos su gestión ha sido deplorable. Los datos micro, imprescindibles para la trazabilidad de los casos y que se pueden canalizar ahora mediante dispositivos móviles, prácticamente no se han utilizado, en buena medida, por la escasez de tests.

Los datos macro se han gestionado por el Ministerio de Sanidad, a partir de informaciones de las comunidades autónomas, alcanzando el nivel del esperpento. El Ministerio no ha tenido suficiente autoridad, ni disponiendo de mando único, para conseguir de las comunidades autónomas una batería compacta de indicadores; a ello se ha sumado la falta de lealtad de algunas de ellas, que no han proporcionado los datos homologables. La fijación de criterios muy estrictos en la contabilización de casos y fallecimientos (test PCR) fue una medida que el Gobierno quiso hacer pasar como una exigencia de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Tal exigencia no existía, como se ha demostrado posteriormente: la OMS recomendó contabilizar también los casos sospechosos para tener una información más amplia y menos dependiente de la disponibilidad de tests. El Gobierno utilizó un criterio estricto con el objetivo inequívoco de reducir la carga política de la pandemia. Sin embargo, la verdadera dimensión de la catástrofe acaba aflorando, por diversos medios. Por ejemplo, por medio de los registros de las funerarias o a través de los cálculos de exceso de mortalidad del Instituto Nacional de Estadística (INE) o del Instituto de Salud Carlos III (sistema MoMo). Éste último, por ejemplo, arroja un exceso de mortalidad de 43.000 fallecidos, desvío muy importante respecto a los 27.000 fallecidos oficiales. Son fallecidos que no pueden seguir ocultándose bajo la alfombra.

No denuncio la gestión desastrosa de los datos únicamente desde el lamento académico. Tiene al menos tres implicaciones muy relevantes actualmente. La primera de ellas es la relativa a la desescalada. El caos en los datos de las comunidades autónomas, la reiterada ruptura de las series y la falta de homogeneidad, abren la puerta a la manipulación política (¿quién y por qué pasa a la siguiente fase?), pero resultan especialmente peligrosas debido a que estamos efectuando la desescalada a ciegas. Confiamos en la tendencia general al descenso de los casos, pero no contamos con información precisa y rápida acerca de posibles incrementos.

La segunda es la relativa a la credibilidad internacional: ¿Qué pueden pensar los turistas potenciales ante series de fallecimientos que suman ceros día tras día para luego incrementarse repentinamente o, todavía peor, ante series de fallecimientos que disminuyen? Pueden sospechar que su posible destino no es seguro, que su gobierno no es suficientemente responsable. Y estarán en lo cierto.

La tercera implicación tiene que ver con la responsabilidad de los ciudadanos. Una información insuficiente, errónea y cambiante («España no va a tener, como mucho, más allá de algún caso», dijo Fernando Simón) y los intentos de ocultar la magnitud real de la pandemia provocan la infantilización de los ciudadanos. Es difícil exigir responsabilidad a los ciudadanos en la desescalada cuando éstos no han recibido una información coherente y realista. Cuando no se les ha tratado como adultos.

Durante la pandemia se han efectuado muchas alusiones empalagosas a «la ciencia» como justificante de decisiones. Suponíamos que el comité de expertos clandestino se basaba en la ciencia para orientar cada paso, para exigir restricciones durísimas para ciudadanos y empresas que están llevando a muchos a la ruina. Pero, en realidad, no hemos hecho lo que dice la ciencia en el siglo XXI. Hemos hecho lo normal… en Burundi.

Jorge Calero es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Barcelona.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *