Es más peligroso un avión que una vacuna

Hace casi treinta años, un avión en el que iba de Santiago de Chile a Buenos Aires empezó a agitarse violentamente cuando sobrevolábamos los Andes.

Era un día luminoso, sin una sola nube, y por las ventanillas se veía tan nítidamente la cordillera que casi parecía al alcance de la mano.

Yo iba ensimismado leyendo un libro y el primer bote me cogió, como a la tripulación y al resto del pasaje, por sorpresa.

Durante varios segundos tuve la sensación de caer al vacío hasta que algo me frenó. Tras el susto, levanté la vista y vi a los asistentes de cabina, sonrientes y sin perder la compostura, tranquilizando a los pasajeros.

Sé detectar una sonrisa forzada (cuando es auténtica, los músculos orbiculares se contraen involuntariamente), y aquellas no lo eran.

Alguien me dijo después que, debido a los cambios de presión, las turbulencias en este trayecto son habituales y no revisten ningún peligro. Aunque en ocasiones son tan repentinas y de tal brusquedad que algunos pasajeros han resultado heridos.

No fue el caso, así que tras advertir que el personal reanudaba sus quehaceres con absoluta calma y sin ninguna muestra visible de nerviosismo, aunque el avión seguía brincando, volví a concentrarme en el libro.

Si no se inmutan ni se preocupan, pensé, yo tampoco.

Con el personal sanitario me ocurre algo parecido que con el aéreo. Siempre tiendo a pensar que estoy en buenas manos, y lo hago, claro, por pura necesidad. O sea, porque no tengo otro remedio.

En un avión o en un hospital mi vida depende de los pilotos y los médicos.

Yo poco puedo hacer en una situación complicada. Así que me entrego a ellos mansamente, doy por bueno y acato todo lo que me dicen y ni siquiera rechisto cuando las enfermeras me obligan a poner esas ridículas batas que dejan el culo al aire.

Si me dicen que debo vacunarme contra la Covid-19, voy corriendo al vacunódromo. Y eso hice, no fuese a ser que perdiese la vez.

Estuve más de una hora haciendo cola pacientemente hasta que llegó mi turno. Una hora que, en mi caso y en el de muchos con los que compartí espera, quizá suponga una prórroga de veinte o treinta años, algo nada desdeñable para nadie, creo yo.

Me inyectaron la vacuna de AstraZeneca, que tantos temores despierta. A mí, como queda claro, no me provoca ninguno.

Creo que los beneficios de la vacuna son infinitos frente a los riesgos o las reacciones adversas que puede conllevar, que, en cualquier caso, resarcen el peligro de no ponerla.

Hace unos meses me prescribieron un medicamento que tomo tres veces al día. Es un producto de uso común recomendado para el síndrome de piernas inquietas.

Entre los efectos adversos probados, es muy frecuente que más de una de cada diez personas que lo toman sufra infecciones por virus, mareos, cansancio y fiebre. Y que una de cada diez padezca neumonía, anorexia, convulsiones, visión borrosa, diarrea, vértigo, aumento de la presión arterial, disminución de leucocitos, náuseas o impotencia, entre otras cosas. Bastante aterrador.

No quiero decir que, en comparación con este medicamento, la vacuna de AstraZeneca sea inocua. No lo es, y, de hecho, en el prospecto se incluyen como efectos secundarios “poco frecuentes” problemas de coagulación.

Según la Agencia Europea del Medicamento (EMA, por sus siglas en inglés), el riesgo de trombosis, a veces potencialmente mortal, es de uno por cada 100.000 vacunaciones.

No uno de cada diez ni de cada cien o de cada mil, ¡cada 100.000! O sea, riesgos “muy raros”, según la catalogación de los especialistas.

La EMA es una agencia prestigiosa y muy respetada por los especialistas de todo el mundo. Adopta sus decisiones sobre bases científicas y son muchos los medicamentos que rechaza cada año, bastantes de ellos porque sus riesgos no compensan los beneficios.

Y sobre la vacuna de AstraZeneca ha sido muy clara: los beneficios superan ampliamente los riesgos de los efectos secundarios nocivos.

Además, es más económica y más fácil de almacenar que las otras, lo que hace que también sea insustituible, de momento, para frenar la pandemia.

A mí, el aval de la EMA me vale. Si un equipo de expertos compuesto por virólogos, hematólogos y epidemiólogos me dice que corro escasísimos riesgos si me inyectan la vacuna de AstraZeneca (o, llegado el caso, la de Johnson & Johnson, desarrollada con la misma tecnología), me vacuno.

Y lo hice sin vacilar. En ningún momento pensé que elegía entre lo malo y lo peor, como sostienen los antivacunas, sino entre susto o muerte, y que una hora de espera bien valía por veinte o treinta años más de vida.

Al fin y al cabo, la probabilidad de morir en un avión es de una entre 10.000.

José Ramón Patterson es periodista y excorresponsal de TVE en Bruselas.

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