Es mejor reformar la Constitución que seguir falseándola

Hemos dejado atrás en España la política ordinaria para entrar de lleno en lo que se conoce como "momento constitucional". Se trata de aquel periodo en el que la vida pública ya no gira fundamentalmente en torno a políticas sustantivas (cómo mejorar la educación, salud y la vivienda), sino sobre cuestiones que afectan al cambio del propio orden constitucional.

Las reformas de la anterior legislatura (indultos, sedición, corrupción), el revisitado procés catalán, la aprobación de la contestada ley de amnistía, el nuevo modelo de gestión de los impuestos en Cataluña y lo que falta por ejecutar del pacto del PSOE con Junts y demás minorías son un buen indicio de que vivimos en uno de esos momentos constitucionales de los que habla Bruce Ackerman y cuyo desenlace desconocemos.

No se trata en este caso de que unos partidos hayan planteado reformar la Constitución por las vías previstas en el Título X de la misma. Si lo hicieran, estarían en su derecho. Pero, conscientes de sus escasas fuerzas y razones, eluden el camino franco y directo de la reforma.

En su lugar, aprovechándose de la menesterosidad parlamentaria del Gobierno (pero con su decisiva colaboración), lo que buscan no es reformar la letra de la Constitución, sino modificar el significado de sus normas mediante ingenierías interpretativas y hechos consumados que un Tribunal Constitucional debilitado no pueda dejar de avalar.

Es decir, esquivando la reforma, apuestan por alcanzar una fraudulenta mutación constitucional.

El eventual éxito de esta operación no proviene de que haya crecido el número de partidos políticos contrarios a la Constitución, ni del protagonismo adquirido en la vida parlamentaria por los legatarios de quienes la combatieron mediante la violencia o de quienes hace bien poco desencadenaron el proceso de sedición más grave sufrido en España.

Estos 45 últimos años han demostrado que estas fuerzas políticas no serían capaces, ni individual ni colegiadamente, de condicionar este momento constitucional si se hubieran mantenido los consensos básicos entre los dos partidos, PSOE y PP.

Ese es el gran problema.

Porque un orden constitucional no puede quebrarse mientras las fuerzas sistémicas mantengan el pacto constituyente más allá del momento fundacional. Esto es, si viven la política ordinaria con la convicción de la legitimidad y justicia de las vigentes reglas del juego y siguen dispuestas a asegurar, con los sacrificios que ello suponga, el mantenimiento, ajuste y en su caso la reforma de la maquinaria constitucional.

Pero si aquellas fuerzas, PSOE y PP, rechazan cumplir ese constituent role que les corresponde, esta Constitución no tiene futuro y más pronto que tarde colapsará. Porque esta forma de hacer política es incompatible con esta Constitución.

Y ello es así porque nuestra Constitución está diseñada, precisamente, para que las grandes decisiones cuenten necesariamente con el concurso de las más amplias mayorías.

La exigencia de mayorías absolutas (leyes orgánicas), de procedimientos reforzados (Estatutos de Autonomía), de supermayorías (elección y renovación del defensor del Pueblo, Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Constitucional o Tribunal de Cuentas) y de reforma de la Constitución son improbables, si no literalmente imposibles, sin el concurso de aquellos dos partidos.

Así lo quiso el constituyente. Y es lo que parecen haber olvidado los partidos sistémicos.

Más allá de la retórica apelación diaria al respeto a la Constitución ("todo se hará en el marco de la Constitución", se nos dice) ha sido el abandono de ese constituent role lo que nos ha llevado al presente momento constitucional.

El PP no ha cumplido con su función constituyente al negarse a negociar la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Ha practicado un juego constitucional duro que ha paralizado durante cinco años el funcionamiento de un órgano capital. Podrá explicar, pero no podrá justificar lo que en este punto ha hecho.

Pero el PSOE, con sus alianzas, ha abandonado su función constituyente al pactar con minorías deconstituyentes la famosa ley de amnistía, que los independentistas han calificado ya como "el fin del régimen del 78", y al firmar un documento en el que se exige la celebración de un referéndum de autodeterminación, el reconocimiento de la nación catalana y vasca, la cesión del 100% de todos los tributos que se pagan en Cataluña, el ataque a la independencia del Poder Judicial a través de comisiones de investigación sobre la práctica judicial del lawfare, la participación directa de Cataluña en las instituciones europeas y entidades internacionales, la condonación a una comunidad autónoma del 20% de la deuda o el pase foral de las leyes en el País Vasco.

De esta hoja de ruta, que permitió abrir la legislatura, hemos pagado ya la primera letra con la ley de amnistía. Ahora nos anuncia el Gobierno un segundo pago con la "financiación singular" para Cataluña.

El resto de aquel programa se irá cumpliendo por partes, según recomiende la necesidad de votos que precise el Gobierno para su mantenimiento. Y al final de esta legislatura, si esta llega a su término, esta Constitución será irreconocible.

Llevar a cabo este programa, respetando a los ciudadanos y el sentido de lo que entraña la soberanía nacional, hubiera exigido una previa reforma de la Constitución. Especialmente cuando esa hoja de ruta se nos ocultó en el programa electoral del PSOE y en las palabras del candidato a presidente.

Excluida la reforma de la Constitución, en este caso por impotencia, en tiempos de polarización extremada siempre aparece en los partidos, decía Konrad Hesse, la tentación de la mutación constitucional. En nuestro caso, se cree poder alcanzarla dando a las normas constitucionales un significado radicalmente contrario al sentido que se deduce del conjunto normativo de la Carta Magna y que pacíficamente compartía hasta ahora la inmensa mayoría de los ciudadanos.

Pero por muy "adaptativa" que pretenda ser cualquier interpretación, por flexible y elástico que pueda ser el texto constitucional, aquella y este tienen que tener algunos límites si se quiere mantener la fuerza normativa de la Constitución.

Es difícil, por ejemplo, asumir que el poder constituido (el Legislativo y en su caso el Tribunal Constitucional) puedan constitucionalizar lo que expresamente rechazó hacer el poder constituyente. Esto es, la amnistía.

Un instrumento, por cierto, que ahora podrán utilizar, tan arbitrariamente como en el caso del secesionismo, futuras mayorías de signo ideológico diferente. No recalcaremos suficientemente que todas las prácticas de esta legislatura constituyen ya un precedente para el futuro.

No parece tampoco asumible como legítima una interpretación de la Constitución que supusiera el tránsito de hecho del Estado autonómico a un Estado confederal. Y en el documento firmado por PSOE, Junts, ERC y PNV al que nos referíamos se contienen suficientes piezas cuyo resultado final, de ser aprobadas, mutaría nuestro sistema de hecho en un Estado confederal.

Asimismo sería difícil asumir como legítima una interpretación del texto constitucional que supusiera la habilitación para convocar un referéndum de autodeterminación. Tal decisión supondría expropiar al pueblo español de la soberanía.

Y aunque se tratara de un referéndum consultivo y limitado a los ciudadanos de una región, tendría de hecho un efecto desencadenante de un proceso imparable y fraudulento de independencia. Es lo que Jellinek llamaba "la fuerza normativa de lo fáctico".

Esta hoja de ruta, en suma, no nos traerá la reforma de la Constitución que se necesita sino su falseamiento. Lo que se ha hecho con la amnistía, lo que pudiera pretenderse con la "financiación singular" de Cataluña y lo que se ha firmado con los partidos que integran la mayoría afecta al núcleo duro de la Constitución. Y por ello no está a disposición del Gobierno y de ninguna mayoría. Ni siquiera a disposición del Tribunal Constitucional, salvo que este decida convertirse en poder constituyente permanente. Seguir adelante pagando nuevas letras a quienes se comportan como auténticos zapadores de nuestra Constitución es una temeridad.

Hay situaciones, decía el profesor y amigo Pedro de Vega, en las que o se reforma la Constitución o se la falsea. En este momento constitucional hay una tercera y mejor opción previa: dar la palabra a los ciudadanos para saber si queremos seguir pagando las facturas pactadas y todavía pendientes.

Si los ciudadanos confirmaran estas políticas, el PSOE tendría la legitimación para apelar al Título X y plantear a los ciudadanos una reforma constitucional. No lo deseo. Pero mejor la reforma de la Constitución que seguir con su falseamiento, que es adonde nos conduce el programa de la actual mayoría.

Virgilio Zapatero es rector emérito de la Universidad de Alcalá.

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