Es Navidad

Hace muchos años, ya no recuerdo cuántos, en la Misa de Nochebuena el cura de mi pueblo contó el siguiente sucedido: En la madrugada del día 6 de Junio de 1944, se encontraba el General Eisenhower presenciando el comienzo de las operaciones militares frente a Normandía, en la Segunda Guerra Mundial, cuando al contemplar el movimiento de los 5.000 barcos de guerra y los muchos miles de aviones que preparaban el desembarco de un millón de soldados, uno de los ayudantes del Comandante supremo aliado le dijo, «Mi General, estamos presenciando el acontecimiento más importante de la Historia», a lo que el popular IKE –años después presidente de los Estados Unidos de América– respondió: «No, el acontecimiento más importante de la Historia fue el día en que nació Jesucristo». No puedo asegurar que el relato respondiera a la verdad histórica, pero mereció ser así, porque aquel día, aquella noche en la posada de Belén, se reclinó en las pajas de un pesebre un niño que partió el tiempo en dos y del que no se puede prescindir para entender la vida de los hombres en este planeta.

Los cristianos, que creemos que aquél niño era el Hijo de Dios, tenemos la suerte de no necesitar más para aceptar el triple misterio que desafía a la razón: La Encarnación que nos hace a todos hermanos, el sacrificio salvador de la Cruz y la Resurrección que anticipa el Reino de los Cielos. Jesús vino al mundo a proponer, no a imponer y por eso hasta los que no creen, pero están llenos de la buena fe que salva, reconocen que la noche del 24 al 25 de diciembre de todos los años tiene un significado de hermandad, de feliz encuentro y de paz. Así también lo he experimentado en mi propia vida, como cuando una musulmana, que trabajaba en casa, ayudaba a mi mujer a instalar el Belén, o cuando un joven me confesaba que no era creyente pero que le entusiasmaban los ritos del cristianismo, o como cuando el buen amigo agnóstico me contaba que no podía pasar sin visitar a la Virgen de su ciudad como hacia en sus años juveniles acompañando a su madre.

Y es que el espíritu que irradia de aquel niño de Belén y que, a pesar de todo, ilumina la vida de los hombres desde aquella fecha, puede no ser más que un acontecimiento histórico para muchos y ello es respetable, pero ignorar su transcendencia y su repercusión social, es tanto como ignorar la realidad de un fenómeno universal. El día de Navidad lo celebran en todo el globo terráqueo, aunque algunos no sepan bien lo que festejan. Así sucede en países de Extremo Oriente y en otros lejanos rincones, en que se adornan las calles de las ciudades y las gentes se felicitan. Bien recientemente fui a visitar a unos amigos musulmanes y me encontré su casa engalanada con adornos navideños, para festejar el nacimiento del profeta Hijo de la Virgen María, como me explicaron.

En todos los idiomas en que se quiera escribir, que seguramente son todos los que existen en el mundo, Navidad significa nacimiento y es lo que se canta en nuestros villancicos populares, lo que representan las mejores muestras de nuestro arte y lo que está enraizado en la cultura hispana, trasplantada al continente americano. Tanto las canciones como las pinturas y todas las manifestaciones artísticas de la Navidad se orientan a un niño desnudo en una cuna improvisada que mira con dulzura infinita y sonríe misteriosamente desde el comienzo de su vida. En todas esas manifestaciones no hay la más mínima agresión, ni un solo gesto desagradable, no puede percibirse ninguna amenaza, solo hay ternura. La imagen de ese niño inocente e indefenso, cualquiera que sea el significado que quiera dársele, ya sea religioso, cultural o simplemente una tradición para que la familia se reúna y se predique la paz, resulta inexplicable que pueda despertar animosidad y sin embargo cada vez más parece como si molestara e incluso hasta fuera una perturbación para la convivencia con los no cristianos.

Se empezó tratando de desvirtuar el origen de la fiesta, mutilándola de adjetivos y se está llegando a hablar de la celebración del solsticio de invierno; podría resultar grotesco si no fuera porque es mucho peor. Lo cierto es que entremedias se han ido sustituyendo los tradicionales adornos y luces de Navidad por otros que, a veces, causan perplejidad, pues parecen más bien los anuncios de una exposición cubista o de un concurso literario, pero en todo caso arrancando cualquier referencia a los orígenes de lo que se conmemora y hasta la cabalgata de los Reyes Magos, dedicada a los niños, en algunas ciudades se ha ido convirtiendo en mezcla de exhibición circense y desfile cívico, en el que los protagonistas naturales quedan diluidos sin referencia a lo que supuso la adoración al niño Jesús de los sabios príncipes que venían de Oriente y en los que se representa la proclamación a todos los pueblos de la buena nueva. Al final hasta la tradición artística de los belenes parece estarse poniendo en entredicho, como si no fuera, cuando menos, una manifestación cultural digna de protección.

Con todo, lo peor es que también parece como si los que decimos defender los principios y valores de la civilización cristiana hayamos aceptado que sus símbolos pueden ofender a los que no la comparten. No tengamos miedo –como nos dijera el Papa S. Juan Pablo II– porque, con fe o sin ella la celebración de la Pascua de Navidad abre el corazón a los afectos, fortalece los vínculos familiares y de amistad y hasta permite alguna reconciliación, aunque solo sea por una noche, como sucedió en aquella famosa tregua espontánea entre los ejércitos alemán y británico en la Navidad de 1914.

Abandonado el miedo, digamos a todos en el nuevo aniversario del nacimiento de Jesús de Nazaret ¡Feliz Navidad!

Ramón Rodríguez Arribas fue vicepresidente del Tribunal Constitucional.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *