El ecosistema de asesoramiento científico a las instituciones que se está construyendo en España nos invita a preguntarnos hasta qué punto es necesaria una intermediación entre política y ciencia. ¿No es suficiente con que los decisores levanten el teléfono para solicitar evidencia directamente a un científico sobre, por ejemplo, cómo reducir el fracaso escolar, combatir la desinformación, avanzar hacia la neutralidad de las emisiones contaminantes o solucionar asuntos de extrema complejidad, como la pobreza, a los que los expertos llaman problemas endemoniados? La respuesta es que no es suficiente. Existen muchas razones para sostener que es fundamental contar con intermediarios entre políticos y científicos. Entre ellas, me referiré especialmente al tipo peculiar de información que necesitan los responsables públicos, diferente a la que se produce habitualmente en el mundo científico.
Disponemos de numerosos análisis que explican los puntos de fricción entre políticos y científicos y las diferencias en la actividad de ambos colectivos. Hay distintos factores que aconsejan la existencia de mediadores que comprendan las peculiaridades de cada ámbito: el lenguaje especializado que usan los científicos, los tiempos distintos de la ciencia (a fuego lento y que espera resultados a medio o a largo plazo) y la política (la preferencia por los asuntos del presente) o los objetivos de los científicos (extender el conocimiento humano) y de los políticos (gestionar problemas concretos, adoptando decisiones acerca de las que casi nunca existe consenso social, con recursos finitos y sin descuidar sus perspectivas de reelección).
Es especialmente relevante entender bien que el tipo de información que necesita la persona que toma las decisiones tiene poco que ver con el tipo de productos que elaboran los científicos habitualmente. Casi en todas las disciplinas, se trata principalmente de artículos o documentos científicos muy sofisticados que se publican en revistas muy especializadas de acceso restringido. Hasta la fecha, estas publicaciones son uno de los principales ítems utilizados para evaluar a los científicos en todo el mundo y, por tanto, su elaboración es el objetivo prioritario de su desempeño cotidiano. Este tipo de productos científicos necesita ser traducido con el fin de que realmente sea útil para los cargos públicos que toman las decisiones.
Por tanto, estos intermediarios deben identificar quiénes son los científicos más experimentados en un tema (muchas veces los políticos no están seguros sobre a qué científico recurrir) y dónde buscar la evidencia empírica (organismos de investigación, como el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, las universidades, think tanks o agencias públicas como la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal, o en qué tipo de publicaciones). Al mismo tiempo, deben entender e interpretar tanto los resultados científicos como las necesidades de los decisores públicos y, muy en particular, atender a los argumentos de los llamados expertos en la sombra, funcionarios que gestionan las políticas y cuentan con una experiencia imprescindible para aterrizar con éxito el conocimiento procedente de la ciencia.
Una de las cuestiones más básicas que los intermediarios saben bien es que el tipo de información que un decisor requiere depende del momento en que se encuentra la política pública. Antes de poner en marcha una nueva actuación pública con el fin de solucionar un problema social sobrevenido, o de diseñar un nuevo programa con el que quizá un político se comprometió durante la campaña electoral o al que la administración se ve obligada por imperativo de la Unión Europea, es necesario contar con la ciencia de diversas formas. Lo primero que necesita un decisor es entender en qué consiste el asunto que tiene entre manos (por ejemplo, la pobreza infantil). Ello implica comprender cuáles son sus causas y consecuencias, determinar claramente cuál es su alcance y dimensión (si es mayor o menor que en otros países o regiones) y cómo evolucionará el problema si no se trata. Es clave establecer un objetivo razonable al que aspirar tras una actuación gubernamental, lo que denomina “el estado ideal del problema público” (qué cifras resultaría razonable ambicionar en relación con la disminución de la pobreza infantil). Asimismo, es esencial entender por qué otros actores políticos y sociales no están tan preocupados por ese tema que al decisor le inquieta tanto o por qué lo ven de diferente forma. ¿Qué datos sólidos tienen para verlo así? ¿Cómo los interpretan?
En una segunda fase, que consiste en determinar que para resolver un problema social concreto es necesaria una intervención pública, un decisor también requiere acudir a la ciencia para saber hasta qué punto el problema al que se enfrenta tiene soluciones y cuáles pueden ser. ¿Permite la tecnología actual alcanzar la neutralidad de emisiones de CO₂ en 2050? En un ejemplo como este sobre la necesidad de reducir los gases de efecto invernadero, habrá que revisar numerosísimos trabajos científicos utilizando criterios técnicos, financieros, legales, éticos, de capacidad administrativa para poner una o varias soluciones en marcha.
Una vez decidido que determinada actuación se va a implementar, un momento clave es elegir bien los instrumentos para hacerla realidad. Si los políticos se han convencido de que es necesario proveer de atención sanitaria a la ciudadanía, ¿es mejor mediante un sistema público o recurrir a la iniciativa privada? ¿Cuál es más eficiente? ¿Cuál más equitativa? El político decidirá después si le importa más la eficiencia o la equidad, o ambas. También puede ser necesario hacer acopio de lo que nos dicen las ciencias sociales y los estudios de salud pública cuando, por ejemplo, el decisor quiere combatir la obesidad infantil o las enfermedades venéreas. Utilizando la tipología de instrumentos de política pública propuesta por el profesor Evert Vedung: ¿es más eficaz el sermón (por ejemplo, una campaña de sensibilización), el palo (en forma de subida de los impuestos al azúcar) o la zanahoria (instalar máquinas accesibles con productos saludables o preservativos)?
En muchos casos, los responsables públicos no tendrán que decidir la puesta en marcha de nuevos programas. Les corresponderá más bien decidir sobre programas públicos ya implementados para mejorarlos o eliminarlos. Deben evaluarse ex post. ¿Qué impacto han tenido las terapias celulares CAR-T desde su inclusión en la cartera del Sistema Nacional de Salud? ¿Las cuotas pesqueras están siendo eficaces para salvaguardar la biodiversidad marina? ¿Por qué las iniciativas para combatir la Xylella fastidiosa no son del todo eficaces? ¿Podría mejorarse la protección del Mar Menor o de los acuíferos de Doñana?
La puesta en marcha de un programa público o su evaluación implica la adopción de decenas de decisiones. Muchas veces los decisores disponen de intuiciones que pueden ser valiosas, pero deben ser contrastadas con la evidencia empírica. De hecho, si tras recibir asesoramiento científico el responsable público no ha cambiado en nada las ideas preconcebidas que tenía antes de recibirlo, es muy probable que algo no haya ido bien. Si las decisiones pueden planificarse con tiempo, las administraciones deben encargar la producción de evidencia específica sobre las políticas que tendrán que implementar. En muchos casos es imposible. Entonces es necesario recurrir a investigaciones ya realizadas en cualquier lugar del mundo, que deben ser valoradas, discutidas, contrastadas y traducidas por expertos que dispongan de tiempo, formación y rigurosos protocolos que garanticen un asesoramiento competente, objetivo, independiente, transparente y que respete el pluralismo científico.
Eloísa del Pino es la presidenta del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).