¿Es necesario subir los impuestos?

En los últimos años la vuelta al trabajo tras las vacaciones veraniegas no se ha caracterizado por buenas noticias para los ciudadanos. El estallido de la crisis de la subprime en 2007, la quiebra de Lehman Brothers en 2008 y, ahora, el anuncio por parte del Gobierno de que se van a subir los impuestos. Esto ha sido una sorpresa mayúscula, pues no hace muchos meses que andábamos discutiendo, en España y en el mundo entero, qué medidas de estímulo fiscal deberían adoptar los gobiernos para luchar contra la recesión, entre ellas, la bajada de los impuestos. En todo caso, el Gobierno español ya empezó a enseñar su patita en junio llevando a cabo una subida del gravamen del tabaco y los hidrocarburos. ¿A qué obedece este brusco cambio de dirección? Una primera y fácil respuesta a esta pregunta es que, como el Gobierno se ha embarcado en una serie de gastos y otras facilidades fiscales, el déficit se ha disparado a niveles insostenibles e incompatibles con nuestra pertenencia a la Unión Monetaria. Esto último es verdad, de un superávit del 2,2% del PIB en 2007 se va a pasar a un déficit de más del 10% este año, lo cual es insostenible. También es verdad que los gobiernos (en plural, pues la responsabilidad del gasto está muy repartida en España entre el gobierno central, las comunidades autónomas y los municipios) no han ahorrado esfuerzos en esto de luchar contra la crisis o de seguir gastando como cuando las arcas públicas estaban llenas a rebosar. Pero todo esto no explica más que una parte del problema.

Si analizamos la evolución de los ingresos y gastos del conjunto de las administraciones públicas, podemos estimar que entre 2007 y 2009 los primeros han descendido algo más de 5 puntos porcentuales del PIB (diríamos que la presión fiscal ha bajado cinco puntos del PIB) y los segundos han aumentado algo más de 7 puntos. Para valorar la naturaleza de estos cambios, los economistas solemos dividir el nivel de los ingresos y gastos en dos componentes: el estructural, o ajustado del ciclo, que es aquel que existiría cuando la economía se encuentra en equilibrio, es decir, cuando el nivel del PIB coincide con el potencial sostenible a largo plazo; y el cíclico, que varía en función de si el PIB se encuentra por encima (fases de expansión) o por debajo (fases de recesión) de dicho potencial. Estas variaciones cíclicas es lo que se denomina estabilizadores automáticos. Aunque es algo complejo calcular cada uno de estos componentes, de forma aproximada podemos decir que dos tercios de la caída de los ingresos se deben al componente cíclico, sobre el que nada tiene que ver la actuación de las autoridades fiscales. Aquí debe de anotarse la pérdida de ingresos por el aumento de la ocultación fiscal, difícil también de calcular con precisión, pero que puede rondar los 10.000 millones de euros. En cuanto a los gastos, el 40% de su aumento obedecería al efecto cíclico (el capítulo más importante de este efecto sería la subida de las prestaciones por desempleo) y el resto sería estructural, debido en parte, pero no totalmente, a la actuación discrecional de los distintos gobiernos. A su vez, este aumento estructural habría que dividirlo en dos partes: el de carácter permanente y el de carácter transitorio, este último debido a actuaciones que se agotan en el tiempo (por ejemplo, el fondo de inversiones locales de 8.000 millones de euros). En resumen, y tomando en conjunto la evolución de los ingresos y gastos, la mitad de los 12,5 puntos porcentuales en que ha podido deteriorarse el déficit entre 2007 y 2009 se debe a la variación del componente estructural y la otra mitad al cíclico. Este último no es preocupante, pues por sí mismo desaparecería cuando la economía vuelva a alinearse con su potencial. Tampoco es preocupante aquella parte del aumento del déficit estructural de carácter transitorio, que podría valorarse en unos dos puntos porcentuales del PIB (20.000 millones de euros).

Pero sí es preocupante, e insostenible, el deterioro de más de cuatro puntos porcentuales del PIB del componente estructural no transitorio, sobre todo porque en 2007 dicho componente ya estaba en déficit. Si el saldo total lucía un histórico superávit, se debía a que el nivel del PIB, tras catorce años de expansión, estaba muy por encima del potencial. Cuando la situación cíclica se ha invertido, este déficit estructural ha aflorado y se ha visto la cruda realidad: que, al margen de los avatares cíclicos de la economía, el sistema fiscal español es insuficiente para financiar el nivel de gasto estructural permanente. Ahora lo es mucho más. Puede establecerse, de forma aproximada, en seis o siete puntos porcentuales del PIB el montante del déficit estructural permanente, es decir, entre 60.000 y 70.000 millones de euros. Las leyes de estabilidad presupuestaria vigentes en España obligan a que este déficit sea cero. Es lo que significa eso de que el déficit total debe ser cero a lo largo del ciclo. También nos obliga el cumplimiento del Pacto de Estabilidad de la Unión Europea. Pero, al margen de estas obligaciones legales, este déficit habría que reducirlo porque, desde el punto de vista económico, es simplemente insostenible. Su persistencia a medio y largo plazo puede generar un cáncer que ponga en peligro el potencial de crecimiento y de generación de empleo de la economía española. ¿Qué podría hacerse?

Según la escuela económica o el espectro ideológico al que se pertenezca, unos economistas o dirigentes políticos nos dirán que hay que reducir el gasto público y otros que hay que aumentar los impuestos. En mi opinión, cualquiera de estas dos vías, por sí solas es inviable. Pensemos que el 70% del gasto público permanente se va en pagar la sanidad, la educación, las pensiones y prestaciones por desempleo, la defensa, la seguridad y justicia y los intereses de la deuda pública. Creo que en estos capítulos, esenciales no sólo para mantener el Estado del Bienestar, sino para el propio potencial de crecimiento de la economía, no pueden ni deben hacerse muchos ahorros. Pensar que el resto del gasto, que asciende a unos 145.000 millones de euros, se puede recortar en 60.000 o 70.000 millones es bastante irrealista. Pongamos que estos gastos pudieran reducirse en un 20%, ello reportaría casi 30.000 millones. Para ello, haría falta un pacto o consenso entre las fuerzas políticas, pues la reducción del gasto debería afectar a todos los niveles administrativos. También deberían volver a las arcas públicas los 10.000 millones en que puede cuantificarse el aumento del fraude fiscal.

Pero aún nos faltan otros 20.000 o 30.000 millones, que sólo pueden venir por el aumento de impuestos. Como es una cantidad apreciable, este aumento debería repartirse entre casi todas las figuras tributarias: en el IRPF, eliminación de la deducción de 400 euros, subida de dos puntos del tipo que grava las rentas del capital y subida de unos dos puntos en el tipo efectivo medio del resto de rentas; dos o tres puntos más de IVA, más impuestos sobre los hidrocarburos, alcohol y tabaco; y subidas del IBI y otros impuestos y tasas municipales.

Ahora bien, ¿cuándo deben llevarse a cabo estas subidas y los recortes del gasto? Por supuesto que no todo a la vez, menos ahora que la economía está en recesión. El Gobierno debería establecer un plan a medio plazo, digamos a tres o cuatro años, con cifras detalladas y creíbles en todo lo que se pueda (no basta un plan etéreo como los presentados hasta ahora). Para empezar, y para que el déficit no aumente más allá del 10% del PIB por la actuación de los estabilizadores automáticos, en los presupuestos de todas las administraciones públicas del próximo año podrían incluirse subidas de impuestos por un montante de un punto porcentual del PIB y recortes del gasto en un punto y medio. Así están las cosas.

Ángel Laborda, director de coyuntura. Fundación de las Cajas de Ahorros, FUNCAS.