¡Es política, no fútbol!

La crisis del PSOE era inevitable desde la emergencia de Podemos. La socialdemocracia española asistía atónita —simpatizante y recelosa— al 15-M, aquel masivo rechazo a lo más lesivo de la globalización. Su incapacidad para dar respuesta a nuevas realidades permitió un reemplazo generacional. Esa protesta en la calle encontró cauce electoral en Podemos. Desde las europeas de 2014, esa opción ocupó una parcela creciente del electorado de izquierdas.

Por eso la crisis era previsible. Tarde o temprano el PSOE debía enfrentarse a una pregunta inédita: para servir al país, para seguir representando a una parte de la izquierda y para frenar la irrupción de Podemos, ¿debía aliarse con ese nuevo partido o debía dejar que, por pasiva, gobernara la vencedora derecha? La elección sería dramática, porque desataría los demonios internos: acudir a los principios o a la responsabilidad. La disyuntiva era inevitable y crítica, pero el problema era si el PSOE seguía siendo instrumento eficaz para la intervención pública de alguna izquierda o si ya no lo era tanto. Lo coyuntural y endiablado era elegir entre dejar paso al PP o sumar opuestos a ese partido.

Es política, no fútbolPedro Sánchez lo intentó, pero sin suerte. Muchos del PSOE, Podemos y Ciudadanos (y algunos nacionalistas) se estarán lamentando por no haber hecho posible su propuesta de febrero. Visto lo visto, era lo mejor para todos y también para el país. El izquierdismo de Pablo Iglesias lo impidió y Pedro Sánchez siguió con la cantinela tras la repetición electoral. En junio, la posibilidad política era más débil y la aritmética reducía casi a la nada la oportunidad. Pero Sánchez siguió y siguió, aun a riesgo de acaparar a ojos de la opinión pública las responsabilidades por la parálisis institucional y por una posible repetición electoral. El tesón era encomiable y el resultado, letal. Y cada día lo era más. Lejos de tragarse de una vez el sapo de la perversa elección, la estrategia dilataba el momento, haciéndola más visible. Una crisis retransmitida a cámara lenta.

Cuando la convocatoria de un congreso exprés indicó que el viaje de Sánchez era de no retorno, un sector del partido se revolvió contra él y su estrategia. Las formas han sido horribles. Los líos internos de los partidos espantan al ciudadano tanto como excitan al militante. Parte de la afiliación y de los entornos, repitiendo los rituales podemitas, han hecho ver que Pedro era arrollado por los lobos del sempiterno aparato, los barones. Pedro Sánchez es la izquierda soñadora del partido y los demás, con Susana Díaz al frente, el posibilismo que conduce al fracaso. Tengo amigos repitiendo ese análisis futbolístico y me niego a darlo por bueno con mi silencio.

No se trata de elegir o de culpar a Pedro o a Susana. Todos, desde los autoritarismos de González a las insensateces de Zapatero, desde el empeño suicida de Sánchez a la zafiedad de los barones, son culpables de lo ocurrido. No se trata de salvar a unos frente a otros porque alguien consiga reconvertir esto en un tablero de buenos y malos. Es lo más fácil y lo más falso.

Sánchez se ha ahorcado con su propia corbata. Su estimulante propuesta de Gobierno alternativo al PP era cada día más irreal. Incluso, de ser posible, resulta más dañino que Podemos te deje colgado de la brocha estando en el Gobierno que desde la mayoría parlamentaria de la oposición. Las patitas desestabilizadoras que están sacando en municipios y autonomías en los últimos días es solo una muestra. A la primera era difícil, a la segunda, casi imposible, y a la tercera habría sido su final, el suyo y el de su partido.

Si esto ha sido una victoria del aparato sobre las bases es que existe uno de cuya existencia no sabíamos nada. Porque, ¿no había barones con Sánchez?; ¿todos los aparatos regionales iban en su contra?; ¿hay un aparato transversal escondido y conspirador que se impone a todos los demás?

Pero se recurre a la dicotomía fácil. Sabemos que es falsa, pero así entendemos sin incertidumbres. Las cartas están cruzadas y por eso todo es tan borroso. Allí donde el PSOE ha sido más desplazado por Podemos (o por los nacionalistas) el partido aparenta más capacidad para acordar con la novedad, pero sin posibilidad ninguna porque no suman. Baleares sería casi la excepción. Al revés, donde menos ha mordido Podemos, el PSOE lo mira displicente, pero tiene que pactar con ese partido para romper el equilibrio de los dos grandes bloques. Los amores y odios con los nuevos se producen en situaciones contradictorias para pactar con ellos. Luego las simplificaciones son, como siempre, falsas. Cada uno ha resuelto conforme a sus posibilidades y, desde ahí, ha construido discurso y tomado posición. No hay ni izquierdas ni derechas ni mayor o menor modernidad en las respuestas tras haber dejado de ser “la casa común de la izquierda”. Solo hay reacciones de supervivencia.

Pero los perdedores momentáneos han popularizado esa imagen del débil derrotado por los fuertes. La víctima es hoy un personaje tan de moda que nos evita interrogarnos por su auténtica condición. Por eso, esa falsa pugna entre idealidad y pragmatismo, entre el deber ser y el ser, deriva a una parte de los socialistas a los territorios ya ocupados por Podemos: los de la afirmación performativa, que pretende crear realidad por sí misma, por su simple invocación, aunque la realidad se empeñe en quitarle la razón. “No es no”, pero ¿dónde lleva eso? ¿Cambia los resultados? ¿Evita ir a una tercera votación? ¿No será esa ya la debacle definitiva? Igual sucede con la reiteración alegre de imágenes tramposas: abajo y arriba, nuevos y viejos, base y aparato, democracia e imposición, ilusión e Ibex 35. Por lo visto, el populismo no deja de atraer.

La profecía autocumplida podría haberse evitado. Solo miramos al ejecutivo, despreciando las posibilidades de control e iniciativa del legislativo. Se podrían haber establecido unos acuerdos para la legislatura en temas como la corrupción, la reforma electoral, la cuestión territorial o la respuesta social a la crisis. No acuerdos concretos sino “líneas rojas”. Tal cual. Marcos de acuerdo pactados entre la mayoría que sumaba y suma la oposición al PP para dejarle claro que no iba a hacer lo que quisiera y que, si no lo quería hacer, él era el responsable. Desde ahí, la mayoría parlamentaria opositora tendría la sartén por el mango. Rajoy no podría gobernar por decreto. Y, de hacerlo, tendría una moción de censura.

Nada de eso se hizo y ahora es tarde. Si dejan gobernar a Rajoy a cambio de nada, la crisis dará otra vuelta de tuerca porque el PSOE no podrá aparecer como el partido referencia de la oposición. Mejor sería que dejaran las descalificaciones a un lado y salvaran algunos muebles, suyos y del país, porque en esa chapuza de estrategia han estado todos. Y Pedro Sánchez el primero.

Antonio Rivera es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco-Euskal Herriko Unibertsitatea.

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