Poco después de la desaparición de la URSS, en 1991, el profesor Pedro Schwartz, paladín del liberalismo en la era postfranquista, se dirigió públicamente a Manuel Vázquez Montalbán, escritor gallego afincado en Barcelona, conspicuo defensor del comunismo ruso (y del nacionalismo catalán), animándole a admitir su error político. Vázquez Montalbán no se dio por aludido y alguno recriminó a Schwartz por su propuesta. El asunto se olvidó pronto sin que nadie, que yo sepa, de los muchos comunistas que entonces había, y hoy hay, se hayan dignado a explicar cómo casan sus convicciones con el fracaso tremendo de lo que se suponía ser modelo de una nueva sociedad. Quizá convenga recordar que el derrumbamiento del comunismo ruso vino precedido del de los países de Europa Oriental y del abandono por la otra gran potencia comunista, China, de la economía marxista y la adopción del sistema de mercado, lo que, por cierto, convirtió en pocas décadas al gigante asiático en el segundo gigante económico mundial. Y conviene recordar, igualmente, que los países donde subsiste o subsistió un comunismo residual, como Etiopía, Cuba o Venezuela, son otros tantos ejemplos de opresión y miseria.
De modo que la pregunta de Schwartz subsiste: ¿cómo se explica la supervivencia de la ideología comunista ante un fracaso tan evidente y generalizado? Aquellos comunistas que intentan justificarse salen con evasivas inverosímiles. En mi modesta opinión, la única explicación plausible es que la mentalidad comunista constituye en realidad una ideología puramente negativa. Todo el imponente edificio teórico del marxismo-leninismo (por el que, debo admitirlo, siento aún cierto respeto intelectual) no era sino una fachada que escondía un sentimiento de puro rechazo a la sociedad capitalista. Esta fachada se ha venido abajo y lo único que queda en pie es lo único verdadero y auténtico de la extrema izquierda: un repudio instintivo, atávico, total y totalitario, de la sociedad desarrollada en que vive una parte grande y creciente de la humanidad. La extrema izquierda hoy no pretende, como pretendía el socialismo democrático en el siglo XX, reformar el capitalismo humanizándolo y socializándolo: la extrema izquierda de hoy sólo quiere destruir lo existente (como Pablo Iglesias II pretende destruir el Hospital Isabel Zendal) sencillamente porque lo odia visceral e irracionalmente; porque el progreso, el bienestar, la ley, el Estado de derecho, la convivencia pacífica y la democracia le irritan profundamente. No trata esta facción de asumir la tarea racional y poco romántica de corregir los serios problemas que aún subsisten en las sociedades desarrolladas en que habitamos y en que esa izquierda rabiosa también habita. Ellos intentan, por el contrario, arrasar y destruir los complejos sistemas en que se basa la convivencia civilizada y próspera que disfrutamos para regresar a las toscas y míseras dictaduras de Cuba o Venezuela o, quizá mejor, al caos absoluto de Somalia o Mali. El destino final no está muy claro, pero sin duda es caótico: la extrema izquierda sabe mucho mejor lo que rechaza que lo que propone.
Este negativismo irreflexivo (antisistema, anticapitalismo, y demás fantasías utópicas) está apoyado por aquéllos que se sienten víctimas de la sociedad, cuyo número aumenta en los momentos de crisis, y por los intelectuales e ideólogos que ven en víctimas y excluidos una base social que, en circunstancias propicias, puede llevarles al poder («asaltar los cielos», como dijo el opulento profeta del caos). La única manera de mantener a raya a estos enragés es llevar a cabo una política de mejora e igualdad social, de lucha contra el paro y la exclusión social, una política de izquierda moderada y racional, es decir, socialdemócrata.
Veamos entonces qué ocurre con la opción de centro-izquierda. Por desgracia, el socialismo democrático, después de una gloriosa historia de lucha y de triunfo, coronada por la revolución democrática del siglo XX, se encuentra hoy amenazado de muerte en su propia cuna, la Europa Occidental. Ha ganado todas las batallas, ha logrado todos sus objetivos y parece haber quedado redundante. La derecha hace tiempo que aceptó su programa. Hoy ya tiene poco sentido profundo la dicotomía derecha-izquierda. Vivimos en sociedades socialdemócráticas respaldadas por un amplio consenso social. Pero la falta de objetivos claros parece haber desorientado a los socialistas actuales, cuyos errores y falta de líderes carismáticos los ha colocado en minoría en el Reino Unido y Alemania y los ha hecho desaparecer en Italia y Francia. Curiosamente, subsisten, y en la actualidad gobiernan, en la Península Ibérica, aunque en condiciones muy diferentes. En Portugal, los socialistas hacen una sensata política de centro izquierda. En España, donde el centro está tradicionalmente escorado a la izquierda, los socialistas carecen de verdadero programa y adolecen, por el contrario, de un exceso de retórica vacua que en ocasiones les proporciona triunfos exiguos y les permite gobernar como equilibristas en la cuerda floja. En lugar de analizar seriamente los graves problemas políticos y económicos de la sociedad española, nuestros socialistas prefieren demonizar al centro derecha y aliarse con separatistas y extrema izquierda, lo cual les incapacita para formular un programa serio y más aún para llevarlo a cabo. Dicen querer fomentar el empleo, pero proponen abolir una reforma laboral que se demostró eficaz; unas veces dicen que quieren subir los impuestos, otras dicen que no; se manifiestan fieramente feministas, pero se niegan a investigar casos notorios de violación de menores tuteladas. Su política territorial es estrictamente contradictoria. Lo único que parecen haber tenido claro es que el cadáver de Franco no podía seguir en Cuelgamuros. Execran a la «extrema derecha» y elogian la «política de progreso», pero nunca aclaran qué significan exactamente tales frases.
El electorado socialista es mayoritariamente posicional o ideológico: no vota unas políticas, vota a la izquierda, haga lo que haga. Este voto incondicional tiene indudables ventajas para sus destinatarios, pero presenta el peligro de que un competidor de izquierda pueda robarles votos, como ocurrió en los primeros años de Podemos. También presenta el problema de que los jóvenes son menos gregarios que los mayores y esa base fiel va disminuyendo gradualmente. Además, aun los incondicionales acaban cansándose de vaguedades, contradicciones y promesas incumplidas. Y el peligro de fenómenos como el de Podemos es que el socialismo se divida y segregue una ala izquierda radical que divida también al electorado y repela a los socialistas moderados, algo que ya ocurre. Al cabo, el socialismo español se ha convertido en un partido vacío, una simple máquina de propaganda, políticamente desorientado y sin programa.
Esto no debiera ser así; la sociedad española necesita un verdadero partido de izquierda que afronte honradamente problemas tan importantes como la desigualdad de la renta y otras desigualdades sociales, tema que está siendo objeto de estudio por parte de algunos de nuestros mejores historiadores económicos y del que nuestros cultos políticos no dan muestras de haberse percatado; la reforma de la educación, no en beneficio de sindicatos o de profesores, sino de la sociedad en su conjunto, siendo éste un problema sempiterno sobre el que disputan ferozmente la derecha y la izquierda y sobre el que han fracasado ambas; la lucha contra los monopolios, que son una lacra tradicional de la sociedad española y del sistema de mercado, y que merecería serio estudio por parte de un partido verdaderamente progresista; el problema de la vivienda, sobre el que Podemos, en su supina ignorancia, propone exactamente lo contrario de lo que sería recomendable; el problema del desempleo, cuya serie histórica muestra que aumenta cuando gobierna el PSOE y baja cuando está en la oposición. Hay que aclarar que todos estos problemas están interrelacionados y que por tanto deben ser atacados de manera conjunta, algo que nuestra izquierda también parece desconocer. Lo mismo que ocurre con la educación se da con la corrupción: ambos grandes partidos se acusan y ambos están tiznados como la sartén y el cazo. También se requiere una mejora radical de la ley electoral. Y por último, número uno en la lista de problemas, el del separatismo catalán y sus epígonos, tema sobre el que han fracasado también derechas e izquierdas, pero más gravemente, por su complicidad, las izquierdas.
La sociedad española está necesitada de un verdadero partido socialista que se preocupe de los problemas de la sociedad y no exclusivamente de los de sus dirigentes. ¿Es probable que tal partido aparezca y encuentre apoyo? Me temo que no. ¡Triste España sin ventura…!
Gabriel Tortella, economista e historiador, prepara, con Gloria Quiroga, un libro sobre El nacionalismo en el siglo XXI.