En junio, el grupo Wagner (la compañía de mercenarios rusos controlada por el "cocinero" Yevgeny Prigozhin) desafió a Vladímir Putin y al Gobierno ruso. En una feroz confrontación con otros influyentes políticos, en particular con el ministro de Defensa, Sergei Shoigu, Prigozhin amenazó abiertamente con una desobediencia violenta. No sólo rechazó coordinar sus acciones con el ejército regular ruso en el frente ucraniano, sino que incautó armamento y equipo, tomó prisioneros y torturó a oficiales rusos.
El 23 de junio, el conflicto escaló a un enfrentamiento armado con el comando general y Prigozhin anunció que marcharía hacia Moscú. Sus mercenarios tomaron la ciudad de Rostov del Don y derribaron varios helicópteros y aviones militares que, supuestamente, habían atacado su convoy.
La marcha se detuvo a 200 kilómetros de la capital rusa, que ya había sido preparada para el asedio. Según un acuerdo que el autoproclamado presidente de Bielorrusia, Alexander Lukashenko, ayudó a cerrar, ninguno de los participantes en la rebelión sería sancionado. Según el acuerdo, Prigozhin debía también partir hacia Bielorrusia, actualmente controlada por Rusia.
Las promesas de Putin, que había acusado a los mercenarios de traición y anunciado que el castigo sería inevitable, quedaron incumplidas.
El mundo estaba acostumbrado a ver a Putin como un dictador despiadado que manejaba Rusia con puño firme. La rebelión de Prigozhin y una serie de eventos que han ocurrido durante los meses recientes, sin embargo, han puesto en duda esa imagen.
La brecha entre el régimen y la atomizada sociedad rusa está creciendo, al igual que la insatisfacción con el curso de la guerra. Como resultado, están emergiendo cada vez más grupos armados que no acallan sus demandas y que no obedecen las órdenes de Putin. Por el momento, el motín parece haberse extinguido. Pero ¿cuán probables son nuevas manifestaciones contra el régimen de Putin?
En los últimos días de la primavera de 2023, los miembros del Cuerpo de Voluntarios Rusos y la Legión Rusia Libre (que al comienzo de la guerra apoyaron a las Fuerzas de Defensa de Ucrania), tomaron y mantuvieron durante un día un puesto de control fronterizo en la región rusa de Bélgorod. Para obligar a 120 combatientes a replegarse al territorio de Ucrania, las autoridades rusas tuvieron que utilizar artillería pesada, helicópteros de asalto y 3.000 soldados.
A los pocos días, el grupo regresó y atacó la ciudad fronteriza de Nova Tavolzhanka. Esa vez, los combates en territorio ruso duraron más de una semana. El comando ucraniano se distanció enfáticamente de la operación, destacando que en esta "liberación de Rusia" sólo habían participado los ciudadanos rusos. La propaganda del Kremlin, por el contrario, silenció este hecho y dijo que eran "saboteadores ucranianos".
Las razones de este comportamiento del Kremlin son claras. Por primera vez desde abril de 2009, cuando Putin anunció oficialmente el fin de la guerra en Chechenia, ciudadanos rusos con armas en la mano se oponen a las autoridades dentro del territorio de Rusia.
Las autoridades rusas no han enfrentado amenazas internas evidentes desde hace mucho tiempo. La última manifestación armada de la oposición tuvo lugar hace 30 años, en octubre de 1993, en Moscú. Y no fue un levantamiento, sino una lucha entre los poderes del Estado: el Parlamento intentó derrocar al entonces presidente Boris Yeltsin.
Las protestas pacíficas relativamente masivas de finales de 2011 y principios de 2012 no tuvieron resultados, y durante los últimos doce años la oposición política en Rusia ni siquiera ha logrado realizar una manifestación significativa. Después de que cientos de miles de rusos huyeran de la movilización hasta el extranjero el año pasado, las posibilidades de una protesta masiva que pueda convertirse en resistencia violenta han disminuido aún más.
Esta calma ha tenido un alto costo para el Kremlin. El régimen de Putin pasó décadas gastando recursos astronómicos para controlar a los ciudadanos rusos. Una de las herramientas importantes de este control son las organizaciones radicales que simulan luchar contra el régimen.
El Servicio de Seguridad Federal de Rusia, sucesor del KGB, neutralizó la oposición legal. En cambio, surgieron falsas organizaciones racistas, neonazis y nacionalistas que tenían permiso para ejecutar acciones radicales y críticas aparentemente duras al Gobierno.
De esta manera, el FSB podía identificar a los ciudadanos propensos al extremismo político y manejarlos según sus intereses. Su energía se dirigía contra los inmigrantes del Cáucaso y el Asia Central. Algunos de ellos, en particular, militantes neonazis de la organización Rusych, exbolcheviques nacionalistas y marginales con opiniones xenófobas participaron en la agresión híbrida rusa en el este de Ucrania, que comenzó en 2014.
Al mismo tiempo, el Kremlin alentó el llamado "movimiento cosaco". En la Rusia zarista, los cosacos eran una clase de guerreros terratenientes que se asentaban en las regiones fronterizas y las defendían de las incursiones enemigas. También servían en la caballería durante las campañas militares.
Stalin destruyó este estrato social, que era peligroso para las autoridades soviéticas, mediante la represión, la deportación y el hambre artificial. La ideología de los cosacos actuales es el tradicionalismo, el fundamentalismo ortodoxo y el renacimiento del Imperio, en particular la conquista de Estados vecinos.
De igual manera, bajo el alero de los servicios especiales, se formó un conglomerado de estructuras paramilitares semioficiales. El más famoso es el ya mencionado Grupo Wagner, que incluso antes de la invasión rusa a gran escala a Ucrania mostró su crueldad en Siria, Sudán, Malí y la República Centroafricana. La Unión Europea implementó sanciones contra los miembros de este grupo.
Radicales, nacionalistas y militaristas rusos quedaron, por lo tanto, con pocas opciones: unirse a una formación paramilitar legalizada bajo el control del Kremlin, abandonar el país o pasar a la clandestinidad y convertirse en blanco del FSB. Llegó 2022 y la propaganda se dirigió a este elemento popular contra el "enemigo occidental", apelando a una supuesta amenaza existencial para Rusia. Sin embargo, la guerra en Ucrania mostró claramente la brecha entre los objetivos declarados y la realidad.
La "operación militar especial" prometida a los ciudadanos rusos como rápida y fácil se ha convertido en una guerra larga, agotadora y cruenta. Los logros de Rusia son cuestionables, al igual que las perspectivas. Las altas expectativas y el auge del sentimiento patriótico en la sociedad, cultivados por la propaganda, se están volviendo peligrosos para las autoridades.
Muchos críticos (militares, propagandistas y políticos como Prigozhin) acusan al mando superior de precaria determinación y eficiencia. Una parte de la sociedad se está formando la opinión de que el Ejército ruso habría invadido Ucrania hace mucho tiempo y derrotado a Occidente si el Kremlin y los generales realmente lo hubieran querido.
Al mismo tiempo, las autoridades descuidan sus obligaciones. En lugar de la prometida "protección de la población de habla rusa" ocurren saqueos, actos de represión y asesinatos de civiles. Basta con mencionar la explosión de la central hidroeléctrica de Kajovka, a consecuencia de la cual las personas que Rusia declaró como sus nuevos ciudadanos murieron o perdieron sus hogares.
En lugar de honrar a los soldados, los mandan como carne de cañón a ataques en los que las posiciones están literalmente saturadas con cuerpos de soldados rusos mal armados. En la retaguardia, las tropas de barrera de Ramzán Kadírov (formaciones armadas bajo el mando del presidente checheno) están listas para disparar a cualquiera que retroceda.
Los soldados heridos que regresan del frente no reciben los beneficios prometidos ni tratamientos médicos de calidad. Las quejas contra las autoridades por parte de exreclutas, esposas y madres de los heridos y muertos han llenado las redes sociales y la prensa local del interior de Rusia.
Los rusos pueden ser sumisos y leales al régimen de Putin, pero en su cultura, los conceptos de "verdad" y "justicia" son importantes. Son aquello por lo que se debe luchar, incluso contra las autoridades injustas. El largometraje El hermano, muy popular en Rusia, cuenta la historia de Danila Bagrov, un joven veterano de la guerra de Chechenia que impone a la fuerza su idea del bien y el mal a los demás.
Tanto los opositores rusos como las autoridades apelan a esta imagen. El credo de Bagrov, "la fuerza está en la verdad", fue citado por Putin y el ministro de Relaciones Exteriores de Rusia, Serguéi Lavrov, para demostrar que Rusia tiene el derecho moral de responder con fuerza a la "política agresiva de Occidente". Pero para millones de rusos comunes, este eslogan es el símbolo de desafío a sus autoridades.
Por algo el 30 de mayo, cuando vehículos aéreos no tripulados atacaron suburbios de Moscú donde vive la élite rusa, cientos de miles de rusos no expresaron en las redes sociales ira o preocupación, sino placer malicioso. Y este no es el único síntoma que muestra que el descontento va en aumento.
En los Urales, en la región del Volga, en el lejano Oriente, en las regiones que enviaron la mayor cantidad de reclutas al Ejército ruso, continúa el sabotaje contra las comisarías militares, los ferrocarriles y otras instalaciones importantes.
En este contexto, los éxitos de los voluntarios rusos en las zonas fronterizas, así como la impotencia de las autoridades y los organismos encargados de hacer cumplir la ley, pueden percibirse como una señal para acciones aún más radicales. Es más fácil y seguro tomar el poder en la propia región de Bélgorod que luchar en las trincheras en las ajenas regiones de Donetsk o de Jersón.
El genio del nacionalismo, que Putin desató preparando la conquista de los Estados vecinos, puede llevar a la muerte a su torpe amo.
Petro Burkovskiy es director ejecutivo de la Fundación Iniciativas Democráticas Ilko Kucheriv.