Es preciso un pacto campo-ciudad

No hace tantos años que las realidades rural y urbana eran dos mundos separados. Tras las murallas intangibles de la metrópolis industrial existía otro mundo poco conocido, percibido en blanco y negro, vinculado a una agricultura empobrecida capaz de enviar miles de emigrantes a la ciudad. Sin embargo, en las últimas décadas todo ello ha cambiado. Las comunicaciones han mejorado, facilitando la deslocalización industrial, la doble residencia y el turismo rural. A su vez, la telemática ha abierto las puertas a la deslocalización de los servicios. Así los dos mundos han pasado a solaparse: el mundo urbano ha pasado a ocupar el mismo territorio que el rural.

La realidad agraria también ha cambiado. La emigración rural a la ciudad no ha sido más que la expresión, socialmente costosa, de la profunda modernización del campo. Hoy, la industria agroalimentaria catalana ocupa el primer lugar entre las regiones europeas, una industria que ha nacido de un sector agrario emergente y competitivo. A pesar de ello, la realidad rural se sigue percibiendo en blanco y negro.

El solapamiento ha aportado notables efectos positivos, tales como la recuperación demográfica, la aportación de nuevas rentas, impulso a nuevas dinámicas culturales, recuperación urbanística de entornos rurales, valoración de los activos patrimoniales y paisajísticos, etc. Pero en sentido negativo se ha planteado el uso del territorio en términos competitivos y a menudo contrapuestos. La división ha quedado establecida entre los residentes que viven de los recursos del territorio, implicados en el desarrollo de las actividades agrarias, industriales y servicios locales, y los residentes de fin de semana o que desarrollan una actividad de servicios deslocalizada. En este último caso se valoran más, legítimamente, los aspectos estéticos que los funcionales.

Pero la atención exclusiva sobre el valor residencial puede conllevar el menosprecio a la actividad local y, a veces, directamente al enfrentamiento en lo que ha pasado a llamarse mobbing rural. Solo es aceptado como legítimo el turismo, como actividad paralela a la función residencial. Molesta la minería, la industria y, sobretodo, la agricultura que por su necesario despliegue territorial pasa a ser la culpable de un sinfín de inconvenientes desde el punto de vista del óptimo residencial. La agricultura como principal diseñadora de los paisajes que se pretenden valorar, es puesta en cuestión por aspectos concomitantes con la propia actividad (olores, instalaciones). Como arma de presión se usan, a veces, argumentos desproporcionados y descontextualizados de pretendida base medioambiental o se reivindica una agricultura tradicional (vuelve el blanco y negro) poniendo dificultades al desarrollo de una agricultura moderna. Cualquier transformación es repudiada (riego, concentración parcelaria, nuevas instalaciones) en tanto que modifica la postal que se considera formaba parte del precio de la nueva residencia. La contradicción es flagrante, puesto que la desaparición de la agricultura supondría también la degradación de los paisajes idealizados. Por el contrario, si esta no debe desaparecer, tendremos que poner las granjas en el paisaje y dar valor a los agricultores

La tecnología ha permitido saltos espectaculares en productividad; un numero menor de agricultores producen muchos más alimentos que antaño. Los progresos en competitividad han reducido extraordinariamente nuestro déficit alimentario. La agroalimentación sigue siendo un puntal estratégico de nuestra economía, y en una situación de crisis como la actual ha demostrado –tal como siempre se ha afirmado– que es un sector anticíclico capaz de resistir donde los demás sectores flaquean. La alimentación acapara casi una cuarta parte de nuestros gastos. Para responder a esta demanda podemos producir alimentos o importarlos. Teóricamente es posible abandonar la agricultura y comprar todos los alimentos en el exterior. Pero, sin duda, es el mejor y más absurdo camino hacia la pobreza, al despreciar los potenciales de los recursos propios, algo de lo que no vamos precisamente sobrados.

El mundo fantástico, con animales que ni ensucian ni huelen, donde la comida llega a la mesa por caminos esotéricos o milagrosos, no existe. Un mundo más confortable y más sostenible es posible, pero los progresos necesarios para avanzar en esta dirección tienen que desarrollarse a través de hitos sucesivos atendiendo a la complejidad de objetivos y los recursos en juego.

Es preciso, por tanto, desde posiciones realistas y abiertas, establecer relaciones positivadoras, en términos de pacto, entre las distintas sensibilidades y los diferentes intereses. Las sinergias son posibles y los objetivos a largo plazo pueden ser altamente coincidentes. Este pacto abre las puertas a la integración de todos los residentes en el territorio. La integración no es un problema de tiempo de residencia, simplemente es un tema de voluntad de escuchar, comprender y respetar la nueva realidad de acogida.

Francesc Reguant, economista.