¿Se puede hablar de religión sin ser teólogo? Nadie lo duda. ¿Se puede hablar de gastronomía sin ser cocinero? Por supuesto. ¿Se puede hablar de derecho sin ser abogado? La sola pregunta ofende. ¿Se puede hablar de economía sin ser economista, empresario o financiero? Parece que sí, pero no tanto. ¿Qué lo impide? El temor a irrumpir en el terreno acotado por una ciencia que ha tenido en las últimas décadas una deriva esotérica, con una terminología disuasoria y un método matemático sofisticado, que ha puesto a esta disciplina fuera del alcance del ciudadano medio y a disposición del núcleo de académicos –no todos– que se han erigido, queriendo o no, en la intendencia ideológica de la corriente de poder que –tras los pasos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan– ha marcado la pauta de la política mundial en los últimos 30 años y, especialmente, desde el desplome del sistema soviético.
Pero la vida té cops amagats –o no tan amagats– y el año 2008 llegó no el fin de la historia anunciado por Fukuyama, sino el fin de la escapada marcada por la entronización del dogma de la eficiencia de un mercado que se autorregula. No la toquéis, que así es la rosa, dijo el poeta. No lo toquéis, que así es el mercado, ha dicho cierto tipo de economista, que comparte con el poeta, si nos atenemos a los resultados de su desahogo, idéntica adicción a la lírica, por lo que tiene esta de ajena a la realidad prosaica. ¿Puede la matemática ser un cauce de expresión lírica? Parece que, en economía, sí. A tanto llegó esta convicción, que –en la campaña electoral de 1992– se generó en el entorno de Bill Clinton una frase que lo dice todo: «Es la economía, estúpidos».
No se cuestiona que la ciencia económica sea una de las grandes construcciones intelectuales de Occidente posteriores a la Ilustración, ni que su aportación a la mejora de las condiciones de vida de la humanidad haya sido decisiva. Sin ir más lejos, sus enseñanzas han marcado la pauta para afrontar la última crisis con mayor conocimiento de causa y eficacia. Pero tampoco puede eludirse que, aun cuando parezca paradójico, la misma crisis es, en buena medida, obra suya. En efecto, desde su comienzo quedó claro que no se trataba de una crisis del mercado, sino de una crisis de mercaderes, por ser evidente que, durante los últimos lustros, buena parte de los agentes económicos habían partido de una idea central equivocada suministrada desde la academia –la capacidad autorreguladora del mercado–, y habían actuado negando los valores que dieron vida al capitalismo –utilización racional y metódica de los bienes de producción, exaltación del trabajo, de la austeridad y del ahorro, y constancia en los objetivos y el esfuerzo–, y habían puesto el acento en la obtención de un beneficio rápido, con independencia de los medios utilizados.
Respecto a lo primero, es evidente que ha habido un fallo radical en el terreno de las ideas: se vio al Gobierno como causa del problema y no de la solución; se acusó a las políticas gubernamentales expansivas de alimentar la inflación y excluir la inversión privada; los mercados fueron desregulados; y se bajaron los impuestos. Y, por otra parte, financieros y empresarios no han buscado el desarrollo y el crecimiento gracias al trabajo y al ahorro, sino mediante la especulación y el crédito. En este festival participaron todos: los políticos en connivencia con los grandes grupos económicos; los organismos reguladores, puestos por los políticos en manos de gente suya; las auditoras y las agencias de clasificación, presas de la contradicción de tener que valorar a sus clientes; y –last but not least– los directivos de tantas empresas sin dueño –es decir, sin un grupo accionarial dominante con un proyecto–, que tienen con ellas una relación similar a la de los cracks con sus clubs y que solo buscan crear valor para el accionista con un festival de fusiones, adquisiciones, escisiones y transmisiones, sobre la base de que la caridad bien entendida comienza por uno mismo en forma de bonos y de stock options.
A consecuencia de la revolución conservadora desencadenada desde comienzos de los 80, las desigualdades sociales han crecido de un modo extraordinario. Al mismo tiempo, la política de bajos impuestos para los ricos –renta y sucesiones–, la erosión de los programas sociales y el sistema de retribuciones han tenido efectos demoledores. En realidad, la causa de esta creciente desigualdad no está en el juego de fuerzas impersonales del mercado tales como el cambio tecnológico y la globalización. El origen es político. A partir de los años 70 se lanzó un ataque en toda regla contra todo tipo de regulación, al mismo tiempo que se liberaba a los directivos de las empresas de los controles sociales y políticos que anteriormente habían puesto límites a los galopantes emolumentos de los ejecutivos, así como se reducían considerablemente los impuestos sobre los ingresos más elevados. Lo que nos lleva a concluir que, en contra de lo que se ha venido afirmando como dogma, no es solo la economía lo que importa. O, dicho de otra forma: Nulla economia sine etica.
Juan-José López Burniol, notario.