¿Es sostenible nuestra democracia?

Cuando el Conde Duque de Olivares ascendió al poder en 1622 como valido de Felipe IV la Monarquía española afrontaba una doble crisis de carácter fiscal y territorial. Las arcas de la Hacienda Real estaban exhaustas y el crédito exterior hundido. Ni las cuentas cuadraban ni los reinos históricos unidos a la corona de Castilla se avenían a integrarse en un esfuerzo solidario común. La corrupción y el despilfarro estaban, además, a la orden del día.

Pero don Gaspar de Guzmán era un hombre cabal, cargado de sentido común. Llegaba al puesto pletórico de vigor e ilusiones, determinado, como escribió su biógrafo John Elliott, «a salvar a Castilla aun a pesar suyo». Su bálsamo mágico eran las reformas que debían afectar prácticamente a todos los ámbitos de la gestión pública y la vida cortesana. Y sabía que tenía que actuar deprisa.

Así quedó plasmado en sus Artículos de Reformación de febrero de 1623 y en una serie de decretos complementarios en los que se afrontaba desde la creación de un sistema bancario nacional hasta la eliminación de dos tercios de los escribanos, recaudadores y alguaciles y la reducción de la cantidad máxima de platos -seis en el almuerzo, cuatro en la cena- que podían servirse a las damas de honor de Palacio.

Aunque se rodeó de un equipo de colaboradores leales y avezados, Olivares era, a ojos de un observador extranjero, «el solo maestro que guía todas las ruedas deste gran relox». Más tarde llegarían las frustraciones, la autoflagelación y los lamentos conmiserativos, pero pocas iniciativas reflejaron mejor ese gran impulso reformista de su primera etapa de gobierno como la edición de un libro llamado El Fernando o Sevilla restaurada, escrito por el Conde de la Roca.

Su planteamiento se basaba en establecer un paralelismo entre las glorias de Fernando III el Santo, conquistador de la ciudad del Guadalquivir, ocupada hasta el siglo XIII por los árabes, y las de un Felipe IV a quien la acción de Olivares debía legar para la posteridad el epíteto de el Grande. De ahí que el frontispicio que servía de portada a la obra representara por dos veces al Conde Duque echándose encima, cual nuevo Atlas, toda la carga de un globo terráqueo que incluía las vastas posesiones de un Imperio en el que aún podía decirse que no se ponía el sol.

La primera viñeta representaba a Olivares desnudo, como símbolo del «desinterés» que regía sus actos. En la segunda, se le veía vestido con el manto de piel de Hércules -que según la mitología había relevado a Atlas en la tarea de soportar el peso del mundo- para dejar constancia del «valor» con que afrontaba su cometido. ¿Sería capaz tan empeñado y esclarecido paladín de invertir la tendencia aparentemente inexorable que marcaba el declive del poderío español? A responder esa pregunta dedicó Elliott su monumental biografía, no por casualidad subtitulada El político en una época de decadencia.

Nadie discute, hoy como entonces, ni la limpieza ni la energía de los propósitos de Mariano Rajoy. Respecto a lo primero ya se encarga él mismo de subrayar que ha llegado al poder sin «depender» de nadie y sólo cabe objetar que si bien esa desnudez garantiza la ausencia de intereses ocultos a su alrededor, también implica una gran desprotección ante las inclemencias atmosféricas. Y en cuanto a lo del valor, no es ya que se le supone -pues hay que tener muchos redaños para afrontar un desafío de este calibre-, sino que lo ha demostrado al tomar decisiones arriesgadas, contrarias incluso al interés inmediato de sus votantes.

La cuestión, hoy como entonces, es si el designado por el destino podrá con la carga que le ha tocado soportar o acabará flexionando las rodillas como terminó haciendo Olivares, abrumado por el peso de los acontecimientos y sin otro consuelo que la alegación de que «en otras manos hubiéramos perecido más presto». Por eso ahora que en menos de una semana, coincidiendo con el balance de los primeros 100 días de Rajoy, se han acumulado el contratiempo andaluz, la crónica del fracaso de una huelga anunciada y la presentación de los presupuestos más temidos y esperados de nuestra historia democrática, conviene desempolvar el concepto de «sostenibilidad», tan en boga durante la pasada legislatura, para auditar algo más que la armonía entre desarrollo económico y protección del medio ambiente.

¿Es sostenible nuestra democracia? La mera formulación de esta pregunta puede parecer una provocación capciosa, y no faltará quien le atribuya propósitos desestabilizadores. Pero no es casualidad que, zancadillas de Almunia y Monti al margen, la hipótesis de que España tenga que quedar bajo la tutela de algún tipo de mecanismo de rescate internacional se baraje con insistencia en círculos comunitarios; o que Le Monde nos haya caracterizado en su principal titular de portada como «la gran preocupación de Europa».

Desde un punto de vista estrictamente financiero la duda es si la política de disciplina asumida por Rajoy no llega demasiado tarde y no es insuficientemente enérgica, habida cuenta de la magnitud de la brecha fiscal abierta durante la segunda legislatura de Zapatero. Es decir, si cuando han aparecido los bomberos el edificio en llamas aún conserva la suficiente solidez estructural como para resistir sin derrumbarse el tratamiento de choque -las mangueras de agua a presión- que la voracidad del incendio obliga a utilizar.

La fuerte caída de los ingresos por IVA, e incluso por IRPF, a pesar de la subida de tipos decretada en diciembre, son inquietantes síntomas que indican que puede haber ya vigas maestras tan gravemente dañadas como para que secciones enteras de la casa común se desmoronen cual meros decorados teatrales. Ese es el riesgo del solvente ajuste presupuestario adoptado anteayer: que el enfermo esté demasiado débil para aguantar una terapia tan agresiva.

Aun con todo y con eso nadie puede discutir que Rajoy y sus ministros tienen una hoja de ruta bien definida para intentar sacar a España de la ruina en la que la han encontrado. La ortodoxia de su plan de ajuste está fuera de duda y lo único en cuestión es el ritmo con que lo están afrontando: demasiado suave desde la perspectiva de Bruselas, temerariamente duro para la oposición y algunos expertos. La clave va a estar en su habilidad a la hora de manejar el acelerador o el freno según las incidencias que vayan surgiendo en la ruta, pues de la misma manera que al encontrarse la caja mucho más vacía de lo esperado tuvieron que recurrir a la imprevista y traumática subida del IRPF, antes o después tendrán que complementar todos los ahorros de este Viernes de Dolores con medidas de impulso que nos saquen del hoyo de la recesión.

«Los proyectos necesitaban tiempo y de esto era de lo que menos había», escribe Elliott al referirse a las bien encaminadas reformas económicas de Olivares. He ahí la cuestión crítica: el Gobierno necesita tiempo para que la reforma laboral pase de destruir más empleo a crearlo, tiempo para que el saneamiento bancario impulse la reapertura del grifo del crédito, tiempo para que la reducción del gasto público libere recursos que dinamicen el sector privado, tiempo para que la bajada del precio de la vivienda reactive el mercado inmobiliario y, por ende, el sector de la construcción; tiempo para que el plan de pagos a proveedores dé oxígeno a las Pymes y reviva el consumo…

¿Concederán Europa y los mercados a Rajoy ese margen para que sus medidas maduren y ofrezcan frutos? Todo indica que será así, pues las demás alternativas son peores desde el punto de vista de la estabilidad del euro, siempre y cuando el Gobierno logre dominar a nuestros demonios interiores. Por eso hay que considerar tan positiva la derrota sindical a raíz del rotundo fracaso de su convocatoria de huelga general del jueves.

La precipitación de esa convocatoria, la ansiedad con que han comenzado el acoso al Gobierno, sin concederle ni los 100 días de rigor, como si temieran precisamente que el paso del tiempo pueda demostrar que las reformas son adecuadas y dejarles a ellos en evidencia, se ha vuelto como un bumerán contra los sindicatos. No ya porque sólo una cuarta parte como mucho de los asalariados haya secundado el paro, sino porque ese fiasco les ha obligado a mentir con descaro y la luz de los focos ha mostrado a unos líderes vociferantes y faltones, dispuestos a empujar al país hacia la bancarrota con tal de defender los privilegios de sus decenas de miles de funcionarios y liberados. Aunque no le guste el aceite de ricino que se le ha prescrito, la mayoría de la sociedad española sigue respaldando sin fisuras al Gobierno en el frente de la política económica.

Mucho más preocupante en orden a garantizar la sostenibilidad del actual modelo de democracia es la cuestión territorial. Todas la cábalas sobre las causas del fracaso del PP en Andalucía tienen sentido. No retiro ni uno solo de los elogios a la ejemplar trayectoria política de Javier Arenas, pero ahora resulta obvio que se equivocó planteando una campaña de perfil bajo y no acudiendo al debate de Canal Sur. También es cierto que el Gobierno no fue consciente, y la impericia del CIS y los sondeos privados contribuyeron a cegarle, de la decepción desmovilizadora que la subida de impuestos había producido en su electorado. Pero por encima de todas esas consideraciones la clave de lo que ha ocurrido es que los andaluces han votado con la conciencia de que en tanto en cuanto la Junta siga manteniendo el gasto público que determina su modus vivendi, el Estado seguirá pagando la factura.

Las autonomías han sido hasta ahora un centro de gasto y una plataforma de poder sin responsabilidad. Y está por ver que los mecanismos de la Ley de Estabilidad vayan a funcionar. Una cosa es decir que se impondrán multas e incluso se intervendrá a las comunidades que incumplan el déficit y otra cosa es ver entrar a los hombres de Montoro en un palacio de San Telmo ocupado a medias por Griñan y Valderas.

Insisto en que el proyecto político de Rajoy estará cojo mientras no incluya una reforma del Estado que, modificando la Constitución o utilizando la vía de las leyes de bases, recorte competencias a la mayoría de las comunidades y adelgace drásticamente su despliegue administrativo. No sólo para mejorar así nuestros ratios de eficiencia, sino para salir al encuentro del gran problema político que se está gestando y desactivar la bomba de relojería que le estallará al Gobierno entre las manos si sigue empeñado en no hacer nada.

El vencedor moral de las elecciones andaluzas no ha sido ni el líder del PSOE ni el de IU, sino Durán Lleida. O para ser más exactos, su discurso de que la solidaridad acaba allí donde empieza la cultura del subsidio. Así como la retórica independentista sólo cala en una minoría, será difícil encontrar un ciudadano que no se oponga a que Cataluña tenga que asumir recortes aún más duros que los emprendidos por la Generalitat para que Andalucia no los haga.

A menos que Rajoy desmonte antes la barra libre del café para todos, será por esta vía por la que la exigencia de Mas de un pacto fiscal aparecerá cargada de razón a los ojos de muchos observadores neutrales. Y si combinamos el subsiguiente dilema con los previsibles escenarios en el Pais Vasco, tanto decirle «sí» como decirle «no» puede equivaler a patalear sobre el abismo.

Todo el andamiaje reformista de Olivares se vino abajo por la cuestión territorial. Esa crisis fue la que demostró que el valido del Rey estaba políticamente desnudo. Y, curiosamente, el episodio que psicológicamente dio la puntilla a sus esperanzas no fue ni la sublevación de Portugal, ni la sangrienta rebelión de Cataluña, ni el atrincheramiento vasco contra su Unión de Armas, sino la abortada conspiración de su pariente el Duque de Medina-Sidonia para separar Andalucía de Castilla. Aunque detuvo y castigó a los culpables, la mera hipótesis de que en lugar de la «Sevilla restaurada» le tocara tener que legar al Rey una «Sevilla rebelada» le sumió en la más profunda de las depresiones. Sólo le quedaba pedir a Dios que le liberara de su pesada carga porque él ya no podía «hacer de las piedras pan».

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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