Es urgente renovar el Parlamento británico

El Parlamento más famoso del mundo se viene abajo. El edificio neogótico a orillas del río Támesis necesita una restauración de varios años y muchos millones de libras. Pero el edificio no es lo único que está en mal estado de conservación: la propia institución está pidiendo a gritos un repaso exhaustivo. El jueves pasado, día en el que los parlamentarios se despidieron de Westminster para preparar la campaña de las elecciones generales del 7 de mayo, el presidente de la Cámara de los Comunes, John Bercow, sobrevivió a una repugnante maniobra del Gobierno que pretendía disminuir sus probabilidades de ser reelegido. Bercow puede no caerle bien a todo el mundo pero, como presidente, ha mostrado un espíritu genuinamente reformista. Durante la próxima legislatura, debería encabezar una renovación que afecte no solo a las piedras del edificio sino a su funcionamiento democrático.

Si me preguntaran cuál es el símbolo de la identidad nacional alemana, sin pensarlo, seguramente me vendría a la cabeza la Puerta de Brandenburgo; de Polonia, quizá el Castillo Real de Cracovia; de China, la puerta de Tiananmen que da paso a la Ciudad Prohibida, aún adornada con un retrato gigantesco del tirano Mao. En el caso de Reino Unido, son las Casas del Parlamento. Incluso si eliminamos todas las capas de mitología y autobombo, la existencia continuada desde tiempos inmemoriales de un Gobierno parlamentario que desembocó en la democracia representativa es un fenómeno peculiar de Inglaterra y, posteriormente, Gran Bretaña. El historiador John Madicott remonta las primeras menciones de un Parlamento [SIC]inglés al siglo XII. Afirma que ya en el siglo XIV había en el Gobierno monárquico un grado de participación deliberativa único en Europa. En el siglo XVII, ese Parlamento hizo valer su poder ante la monarquía en dos revoluciones muy inglesas.

Desde luego, nunca hubo una edad de oro. Nunca la hay. Nos cuentan que, cuando el viejo edificio del Parlamento se incendió, en 1834, la muchedumbre aplaudió al ver hundirse el tejado. Cuando el político liberal John Brught habló en 1865 de “la madre de los Parlamentos”, se refería a Inglaterra, no a la Cámara legislativa, y estaba lamentándose de que todavía se les negara el voto a tantas personas.

Sin embargo, no cabe duda de que hoy la valoración pública del Parlamento de Westminster atraviesa horas bajas. Cuando se dijo que tal vez los parlamentarios tengan que mudar provisionalmente sus despachos a algún lugar fuera de Londres durante las obras, los programas de radio se llenaron de llamadas en las que se sugería a los señores diputados que se vayan y, a ser posible, no vuelvan.

Existen buenos motivos —y otros no tan buenos— para este desprecio, y es necesario estudiarlos. He aquí unos cuantos. La sesión semanal de preguntas al primer ministro, PMQ (Primer Minister's Questions), es una institución magnífica. Alemania, Estados Unidos y Francia no tienen nada parecido. Pero todo el mundo está de acuerdo en que se ha convertido en una pelea a gritos, propia de un patio de colegio. El miércoles, David Cameron llevó a sus hijos a ver la que tal vez sea su última PMQ, y después contó que le habían dicho: “Si nosotros nos comportáramos así en el colegio...”.

Hace unas semanas, el primer ministro dijo sobre el líder laborista, Ed Miliband: “La verdad es que es débil y despreciable, y quiere encaramarse al poder con la ayuda de [el dirigente nacionalista escocés] Alex Salmon”. A lo que Miliband respondió: “Aquí no hay más que una sola persona que constituye un peligro para la integridad de Reino Unido, y es este inútil de primer ministro”. Eso, hala, sácale la lengua y dale una patada en la espinilla. Mientras tanto, los parlamentarios de los bancos situados detrás de él aullaban como energúmenos en un partido de fútbol. El presidente de la Cámara calificó la escena de “vergüenza”, y la mayoría de la gente coincide con él.

Lo que es aún peor es que ni siquiera se trata de un vigoroso debate sobre cuestiones verdaderamente importantes. Todas las frases ingeniosas las preparan con antelación los asesores de comunicación. Como dijo hace poco el antiguo fiscal general conservador Dominic Grieve, son “sesiones llenas de indignación pero con muy escaso contenido”.

Esta exhibición de estilo sin sustancia se debe, entre otras cosas, a que muchos diputados dependen directamente de los líderes del partido. Según el último recuento, existen más o menos 150 ministros, subsecretarios y secretarios privados que son parlamentarios. Si a ellos se añaden los que ejercen funciones paralelas en la oposición, nos encontramos con que son casi la mitad de los miembros de la Cámara baja (aun contando con algunos de los que ocupan esos cargos pertenezcan a la Cámara de los Lores). ¿Cuántos van a atreverse a hacer una pregunta en tono crítico? Todo el trabajo lo coordina un ejército de asesores políticos especiales —apodados los Spads, de special advisors; por eso se habla de Spadocracia—, y pobre del político con ambiciones que se aparte del guion para decir algo original, interesante o (Dios no lo quiera) sincero.

Está claro que este lenguaje político sintético y controlado no es exclusivo de Reino Unido. Existe en la mayoría de las democracias de Europa continental, pero por lo menos no se enorgullecen de un modelo de debate tan enfrentado y enérgico como en Westminster. Entre los porrazos infantiloides de las sesiones de PMQ y el estalinismo comunicador de los Spads, lo que se pierde es la sustancia de la democracia deliberativa. O queda en manos de los periodistas. Un buen interrogatorio del veterano entrevistador televisivo Jeremy Paxman consigue mucho más que cien sesiones en el Parlamento.

Por desgracia, el escrutinio de la legislación en la Cámara baja suele ser insuficiente. Los británicos estamos a merced de unos lores a los que nadie ha elegido, y de unos jueces a los que tampoco ha elegido nadie, para defender nuestras libertades civiles contra leyes mal redactadas y demasiado generales. Cada proyecto de ley suele ser un exabrupto causado por algún suceso o alguna reclamación popular, con arreglo a este gran silogismo satírico: “Hay que hacer algo; esto es algo; por tanto, debemos hacer esto”. Hay comités muy respetables que hacen una labor espléndida cuando ponen en tela de juicio a los poderosos, tanto del Gobierno como del sector privado, pero necesitan más dinero y más personal.

Y no podemos olvidarnos de la corrupción. Cuando estalló, hace unos años, el escándalo de los parlamentarios que manipulaban sus gastos, apareció una caricatura en la que un caballero vestido con un traje de rayas se defendía de una multitud airada ante el Parlamento mientras decía: “¡No, no, soy banquero!”. Seré ingenuo, pero a mí me impresionó ver a dos antiguos ministros de Exteriores pillados por una cámara, en un reportaje encubierto, mientras ofrecían sus servicios a una falsa empresa china con sede en Hong Kong por unas 5.000 libras al día. Ya sabemos que en la política de Estados Unidos el dinero manda todavía más, pero ¿ese es el nivel al que queremos descender?

Y todo esto, sin hablar de la embalsamada Cámara de los Lores y los acuerdos constitucionales, cada vez más incoherentes, entre Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte. Podría seguir, pero ha quedado claro. El 7 de mayo, los británicos no vamos a elegir directamente un Gobierno, sino un Parlamento. Y va a hacer falta mucha renovación para que ese Parlamento, como el edificio en el que reside, sea digno de una gran historia.

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige en la actualidad el proyecto freespeechdebate.com, e investigador titular de la Hoover Institution en la Universidad de Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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