¿Es útil el gobierno de la UE?

No es fácil explicar los acuerdos que se toman en el seno de las instituciones europeas y menos en nuestros días, en los que abunda la fácil descalificación. Tal actitud no es nueva pero tiene hoy un eco mayor como consecuencia de la crisis y de la desesperación de muchos ciudadanos. No es novedosa porque entender el funcionamiento de la Unión Europea es difícil, teniendo en cuenta que en ella conviven dos almas: el alma europea, representada fundamentalmente por el Parlamento, la Comisión y el Tribunal de Justicia, y el alma de 27 Estados que defienden sus posiciones en el Consejo Europeo y en los Consejos de Ministros. Se comprenderá que, en tales condiciones, llegar a acuerdos resultados de la composición de intereses muy distantes, sea tarea diabólica. Si ya Montesquieu nos ilustró en el siglo XVIII sobre la influencia en las sociedades, en los hombres y en sus leyes de las condiciones geográficas, climáticas etc., calcúlese lo que ocurre en un espacio común que es expresión de la más perfecta policromía.

Sin embargo, en medio de muchas dificultades y embrollos desesperantes, se adoptan decisiones que contribuyen a reforzar el gobierno europeo y a dotar de cierta unidad a la acción económica. Como las referentes a la supervisión presupuestaria en la zona euro (los 17 Estados que utilizan la moneda común europea). ¿En qué consisten y por qué son necesarias? Si aceptamos que en una zona monetaria común los presupuestos que cada Estado aprueba en el ejercicio de su soberanía tienen efectos indirectos en los países vecinos, parece claro que alguien deberá estar atento a que no se adopten políticas que puedan resultar perjudiciales para el conjunto de unos países que suben la misma montaña de la crisis. Nadie puede dudar acerca de la mutua dependencia en la que vivimos ni de la necesidad de unas cuerdas dinámicas que nos unan y nos aten para evitar la caída en el precipicio de la bancarrota. Si lo queremos decir invocando a los clásicos, ya Plauto nos cuenta que en la vieja Roma se avisaba de que «mal le va a quien tiene un mal vecino». O sea, que el asunto viene de la noche de los tiempos.

Acaso inspirados en esa sabiduría latina, el Parlamento y el Consejo ya aprobaron en 2011 un paquete de medidas legislativas destinadas a reforzar la coordinación de las políticas presupuestarias en toda la UE. La novedad de lo que ahora está en marcha es que las nuevas normas, cuyo fundamento se encuentra en el artículo 136 del Tratado (¿en el de funcionamiento de la UE?), están pensadas exclusivamente, como hemos adelantado, para los países que manejan el euro como moneda nacional. Concebidas además como un complemento del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, introducido en 1997. ¿Cómo habrán de funcionar? Sobre la base de un calendario presupuestario común que obliga a los Estados a publicar sus planes a medio plazo y sus prioridades de crecimiento y empleo así como sus proyectos de presupuesto. A la vista de ellos, la Comisión, si observa graves incumplimientos de las obligaciones previstas en el citado Pacto, invitará al Estado a revisar su plan. En aquellos Estados que estén sometidos a procedimiento de déficit excesivo se refuerza la supervisión de la Comisión, pues el Estado habrá de facilitar información adicional periódica acerca de las medidas internas que haya adoptado para superar tal situación, amén de atender las recomendaciones del Consejo.

Algunas de las previsiones más importantes incorporadas por el Parlamento Europeo para los Estados que reciban asistencia financiera son que, de un lado, la Comisión deberá garantizar que los recortes presupuestarios acometidos por los Estados no afecten al crecimiento o al empleo ni a la inversión en sanidad y educación; de otro, la posible fijación de calendarios más flexibles con el fin de no sumir en la ruina a los países con problemas de atonía económica.

Lo interesante de todo este ajetreo es que hace muy poco tiempo nadie hablaba del gobierno económico de Europa y hoy, sin embargo, es un lugar común, fuera de los círculos contrarios a la construcción europea. Es verdad que todo se hace a partir de progresos y retrocesos y que a muchos nos alegran los primeros y nos impacientan los segundos. Pero se trata de un avance más en el camino hacia la unidad política europea, todavía hoy embarazado por obstáculos muy relevantes.

¿Y qué pasa en España? Aparentemente contamos con adecuados instrumentos jurídicos porque se reformó la Constitución y se aprobó la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera para poner en pie técnicas destinadas a hacer posibles unas sostenidas políticas del Estado, supuesta la limitación de recursos económicos. A su tenor, las comunidades autónomas deben informar sobre las líneas esenciales de sus proyectos de presupuestos y, a la vista de ellos, la administración central puede advertir acerca de la conveniencia de introducir técnicas correctoras, si se aprecia riesgo de incumplimiento de los objetivos establecidos. Después, si se producen tales incumplimientos, hay prevista una invitación a la comunidad para que presente un plan económico y financiero. Tan solo ante su desobediencia recurrente y obstinada son posibles las medidas coercitivas y sancionadoras.

No quedan ahí los mecanismos de supervisión financiera, porque la crítica situación de algunas comunidades autónomas ha generado nuevos planes económicos para facilitar la liquidez que, a su vez, permite al Gobierno requerir más información financiera, examinar su actuación, proponer ajustes... Es decir, existen medios engrasados. Sin embargo, a la hora de usarlos, todo es renuencia y aplazamiento. Actitud que contrasta -y esto es lo relevante- con la rapidez empleada para aprobar recortes dolorosos que afectan a colectivos como los funcionarios o los pensionistas, o que generan desigualdad, como la subida del Impuesto del Valor Añadido, que iguala a todos los ciudadanos con independencia de su patrimonio (en lugar de afrontar una reforma tributaria que garantice el principio de progresividad establecido en la Constitución). Como decimos, esta agilidad, tan facilona para el gobernante, se trueca en escrúpulo y dengue a la hora de garantizar la estabilidad presupuestaria de todas las administraciones públicas y mantener unas políticas comprometidas en tratar de forma desigual a los desiguales. Ello obliga a mirar esperanzados hacia la UE que, en el largo camino hacia la unidad política, va a imponer -como hemos visto- el objetivo de evitar, en esta hora de tribulaciones, que afecte a la sanidad, a la educación, a la inversión productiva y al empleo. Se trata de desterrar el uso de la tijera allí donde se justifica el ser mismo del moderno Leviatán, monstruo ciertamente pero engendro que permite mantener viva la fantasía de la justicia y las quimeras.

Francisco Sosa Wagner es catedrático y eurodiputado por UPyD. Mercedes Fuertes es catedrática de derecho. Ambos son autores de Bancarrota del Estado y Europa como contexto.

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