¿Es verdad que nunca pasa nada?

Muchos repiten, refiriéndose a la situación actual española, que «el Gobierno hace lo que quiere y que nunca pasa nada». Desde un punto de vista de nuestra política podría ser así, pero si observamos la situación desde el mirador de la física, el panorama acaso sea muy distinto. Cada escándalo, cada engaño, cada línea roja pisoteada, tiene un impacto desconocido que traerá consecuencias.

Hará unos diez años asistí en Nueva York a una charla de Joshua Cooper Ramo, CEO del despacho de Kissinger & Asociados y especialista en temas de seguridad y antiterrorismo. Su epistemología sobre cómo encarar lo impredecible, no se basaba en la política tradicional, sino en la teoría de las avalanchas del físico danés P. Bak. Bak buscaba la lógica interna de los sistemas complejos viendo los problemas como una montañita de arena que se gesta poco a poco, añadiendo eventos (granos minúsculos) de esos que creemos que no tienen repercusión, hasta que la tienen y la montaña o el Gobierno se desmorona. ¿Por qué se produce ese desplome? No lo sabemos. Los inputs y los outputs tienen una relación desconocida, y lo que pasa dentro del Gobierno es tan importante o más que lo que le ocurre al Gobierno en el exterior. Esto se ha apreciado en coaliciones como la UCD o las italianas, y lo estamos viviendo con nuestro Gobierno actual, en donde una interdependencia cada vez mayor de protagonistas muy distintos ligada a noticias adversas, acumula lo que apenas pueden controlar.

Lo que se deduce de esta teoría es que cuanto más tiempo pasa, el cono de arena de sucesos censurables se hace más grande y su conexión interior resulta menos manejable. Ingobernabilidad que, recordarán, se inició en la legislatura de Sánchez con los problemas de los currículums de los ministros y con sus relaciones con Hacienda. El factor que introducía complejidad en el sistema era que en cualquier momento podía ocurrir algo bochornoso que pondría a prueba la limpieza del código ético del PSOE, sometiendo al Gobierno a una intermitente volatilidad. Para solucionarlo decidieron darle una patada al código ético: se acabó el sufrir por los plagios de Sánchez, o por la financiación venezolana de Podemos. Creyeron que la opción de no dimitir, cuan grave fuere el delito, era una salida inteligente. Pero, ¿lo era en realidad?

Intentar controlar lo incontrolable ha sido la forma en que el Gobierno ha respondido a la integral de noticias adversas. De ahí que hayan buscado dominar el poder judicial, la prensa, el CIS, cambiar de forma saducea algunas leyes, etc. Todo abuso de poder, inadvertidamente, produce desequilibrios cada vez más difíciles de sostener en un Estado europeo. Sánchez puede imponerle a Simón que diga que no hay ningún riesgo sanitario en celebrar la manifestación del 8-M, pero haciéndolo depende de su discreción y después no puede despedirlo por nefasto que sea. O puede organizar la llegada de las vacunas, poniéndolas su membrete, usurpando la gestión de la Unión Europea, y dándonos la impresión de que él es el investigador jefe de Laboratorios Pfizer. Pero, recordemos lo obvio: «No es necesario un modelo sofisticado de inteligencia artificial para pronosticar cómo suelen acabar los tramposos».

Los equilibrios dentro del Gobierno actual pueden romperse llegado un umbral exigente de oportunidad o desconfianza. La gente actúa en base a beneficios y hoy por hoy esos beneficios apuntan a que nuestros ministros son más «pro domo» que «pro bono», pero bastaría que alguien como Eduardo Madina (más joven que Sánchez) organizara con gente de su generación un partido socialdemócrata y González y Guerra aportaran canas en la trastienda de la foto, para que el control interno de la montaña de arena del Gobierno entrara en ebullición, preocupado por la fidelidad no de sus bases sino de sus votantes. El statu quo en que el orden prevalecía sobre el caos, podría mutar en un explosivo nanosegundo y provocar que el caos prevaleciera sobre el orden; y la avalancha se originaría o no, si el nuevo proyecto aportaba más prosperidad y decencia que el anterior. Parecidos resultados inesperados podrían acarrearse por casos tan inimaginables como que Canarias decidiera declararse independiente harta de la inmigración ilegal, o una facción de ETA cometiera un atentado por el nuevo juicio a Otegui. ¿Seguirían ERC, Bildu o el PNV apoyando al Gobierno en su reacción? Altos grados de entropía como estos, o como los del Covid-19, producen las avalanchas, y frente a esa realidad lo que hay que procurar cuando estemos preocupados es no caer en el «cenizo» de creer que nunca pasa nada, o que la solución es volver a las viejas recetas. Grandes fortunas se hacen a diario en bolsa, investigación o comercio, con la mentalidad de que lo increíble puede ocurrir, y en política acontece lo mismo. Lo seguro hoy es la sorpresa constante y las nuevas ideas.

Bak estimaba que cuanto más grande es el cono de arena, menor podía ser la razón que lo podría derribar, pues subrayaba que ambas dimensiones no son conceptos dependientes. Queda ello bien reflejado en la serie de televisión «Deutschland 89». Su tesis es que la caída del Muro de Berlín, no se puede atribuir a la presión exterior de los americanos, pues llegado el momento fueron los primeros sorprendidos; se inició en el interior de la RDA, en un grupo gubernamental reducido, pero bien informado sobre su situación económica, que temió perder sus prebendas. Un día alguien -uno de ellos- preparó un borrador de «ley para viajes al exterior» y, de forma anónima, se empujó aquel borrador hasta convertirlo en ley; y aunque el reglamento de visados no estaba listo, se propagó el bulo de que entraba en vigor de manera inmediata y una avalancha humana derribó el muro. Algo parecido acontecería después con el hundimiento de la Unión Soviética.

De la teoría de la montaña de arena extraemos dos conclusiones: una que no se sabe cuándo va a caer un Gobierno por malas prácticas, pero sí que cuando incurre en ellas es más difícil liderarlo (el Gobierno no es un Hedge Fund cuya especialidad sea absorber el cambio de manera permanente); y la segunda es que, cuantas más personas o partidos estén implicadas en esos equilibrios internos -para aprobar, por ejemplo, una ley de Presupuestos- las posibilidades de que alguien se vea decepcionado y piense que lo han engañado, serán suficientes para que grite: «¡Fuego!» dentro del hemiciclo, o como Rivera sentenció: «Se acabó la legislatura». ¿De verdad que nunca pasa nada cuando se cometen frecuentes atropellos? Claro que pasa, pero ni siquiera sus protagonistas lo saben.

José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado.

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