Esa invención parisina (3)

Para muchos la figura del intelectual empezó con Zola y el caso Dreyfus, para otros con la Ilustración, incluso para algunos es una consecuencia de la Revolución francesa. Yo insisto en la Primera Gran Guerra como el momento en el que los escritores se convierten en voceros de posiciones políticas de Estado y éste les otorga la categoría de intelectuales. Pero todos coincidimos; la invención es parisina.

Y en estas estábamos, con toda Francia y París a la cabeza, celebrando lo que había significado la victoria electoral de François Mitterrand, hace ahora treinta años. Los franceses, dicho sea sin maldad, cuando reflexionan sobre su pasado hacen fiestas. A nosotros nos pasa lo contrario, y es que además de tener especial inclinación por las derrotas, que son más abundantes, nos embarga una mezcla de pena e irritación que convierten las reflexiones históricas conmemorativas en celebraciones pasionales.

Y en esas estábamos, digo, con la izquierda institucional francesa, muy bregada y profesional hasta la sofisticación, sacando pecho en la memoria de Mitterrand. ¡Oh, aquel mayo de 1981, con la izquierda unida! ¿Se acuerdan de aquel lunes exultante del 81, entre nosotros, pasado el miedo de la noche del 23-F, cuando todos éramos gallardos y valientes, y gracias a nuestro esfuerzo doméstico por no dormirnos, esperando el mensaje del Rey, logramos vencer a los golpistas?

Mitterrand y la izquierda ganaron en las urnas cuando Leopoldo Calvo Sotelo hacía como que gobernaba y nos metió en la OTAN, con tan grande indignación y escándalo, que la sensibilidad popular del Dúo Dinámico de los ochenta, Felipe y Alfonso, arrollarían en las elecciones del año siguiente. Ellos solos, luego vinieron los coros. Ahí empezaron nuestros infaustos ochenta. Fue muy importante para ellos la victoria de Mitterrand; él les había apadrinado en el congreso de Suresnes donde tomaron el timón del partido y luego les avaló en el trance, hoy tan olvidado, de su congreso, ilegal pero tolerado, de finales del 76, en el Palacio de Congresos de Madrid, con Willy Brandt, el chileno Altamirano, y el liderazgo casi al completo de la socialdemocracia europea.

Los medios parisinos estaban inmersos en la reflexión sobre el papel de los intelectuales en la victoria de Mitterrand, y cómo treinta años después, el gremio se había deteriorado mucho. Mitterrand logró seducirlos y es sabido cómo debe hacerlo el poder si además tiene experiencia. La memoria es un monstruo impreciso y atrabiliario; a mí lo que más me impresionó entonces de Mitterrand y su campaña electoral fue la historia de los colmillos. Creo que era el gran Séguéla, Jacques, su jefe de campaña. Le exigió cortarle los colmillos. Reducírselos tanto que apenas se vieran. De algún modo, el publicitario le estaba explicando al curtido fajador que sus colmillos le delataban. Por eso debía cortárselos. Para disimular. Y así se hizo.

Mitterrand fue la última leyenda de la izquierda europea anterior a la caída del muro de Berlín y a que Althusser estrangulara a su mujer, Hélène. Habrá quien considere un exceso poner en el mismo renglón un hecho de trascendencia universal, como la caída del Muro, y un asunto privado, tan íntimo como un asesinato. Estamos hablando de París y de la inteligencia, y es tan inseparable lo uno y lo otro, que todos los esfuerzos por evitar la suma no son más que subterfugios para evitar explicarnos. No es extraño que en plena efervescencia de la evocación mitterrandiana haya aparecido en las librerías la colección de cartas de Althusser a su esposa y víctima.

La conversión de Mitterrand en un icono de la intelectualidad de izquierda es uno de esos fenómenos que distancian la política francesa, y su cultura, de nuestros eriales y pastos. Intelectualidad y política, para nosotros, se ligan a personajes como Jovellanos o Azaña. Habrá que volver sobre Jovellanos porque estamos de aniversario. Don Manuel, sin embargo, reverdece siempre como metáfora del intelectual español metido a político. Pero desconfío del azañismo tardío; exagera. Yo admiro al Azaña orador; sus discursos son piezas de meticulosa construcción. Pedagogía de altura para una época en la que los discursos asemejan lecciones. De verdad, si hay algo que caracteriza la España actual es la incompetencia del discurso. No sólo la gente no sabe expresarse sino que debemos recurrir a los latinoamericanos para que digan de corrido alguna frase bien montada.

Mitterrand fue un intelectual vicario del poder. Un veterano de la política, fulero, trepador, brillante en el regate, buen lector -nuestros políticos leen lo que les exige su jefe de gabinete, resumido en dos páginas, como le hacían a Adolfo Suárez-. ¿Quieren que les vuelva a contar cómo Felipe González descubrió Bomarzo de Múgica Lainez, o cómo Pujol convirtió una novela de Luis Racionero en un éxito de ventas? No fue el caso de Mitterrand, porque partía de otro tejido social y cultural. No sólo había leído sino que sabía de lo que escribía. Eso en política, no sólo en la vida, tiene un valor excepcional. Sobre lo que significó como última representación del poder en la izquierda europea habría que entrar en detalles que ahora no cuentan. Resalto su papel como corruptor dispendioso de la inteligencia. En Francia hay tradición; otra más que nosotros no tuvimos. Bastarían los intentos de Eugenio d´Ors, Juan Estelrich o Salvador Dalí por sacarle la pasta al franquismo para demostrar que aquí la cosa no funciona. No basta con alabar para vivir del elogio; se requiere ensalzamiento y humildad de pretensiones. Mitterrand consiguió prácticamente todo lo que se propuso. Mecenas de Estado. Cada vez que visito el Louvre y penetro (no se entra en ese museo, se penetra) por el rayo en forma de escalera mecánica que me deposita en el hall, pienso en Mitterrand. Ganó la partida; ya nadie discute la pirámide de Ming Pei en el gran patio dieciochesco. El poder y la arquitectura tienen un curioso hermanamiento.

Pero cuando estábamos en estas de Mitterrand, la inteligencia, la cultura, París y sus misas, llegó un tipo formado en la gran clase: Dominique Strauss-Khan, DSK, según la terminología anglosajona que adoran los nuevos símbolos culturales. Y se trincó a una limpiadora del hotel con suite. La vida es así; salía del baño, enhiesto el pabellón y allí estaba ella, negra, hermosa, 32 años, limpiadora. ¿Una conspiración? Es posible, pero en castizo: la polla era suya y la señora ajena. Esa es la izquierda que queda, queridos, después de todos los naufragios. Tenía su aquel que el director del Fondo Monetario Internacional se presentara como la salvación de la izquierda europea con sede en París. ¿No fue él quien substituyó a Rodrigo Rato? Por cierto, que aún no sabemos porqué lo dejó Rato. Nuestra vida política no se caracteriza tanto porque no nos digan la verdad, sino porque nadie parece tener interés en saberla.

La gran derecha francesa, aquella burguesía ambiciosa que termina el siglo XIX entre trampas y negocios, siempre conservó un respeto hacia la figura de Félix Faure, presidente de la República hasta 1899. Murió en el Elíseo -que no es una leyenda sino un palacio donde reside el Poder después de que Madame Steinheil le hiciera una felación, ¡un francés!, que debió llevarle a tal grado de éxtasis que lo mató. No era una cualquiera la Steinheil y llevaban años de amantes. Pero, detengámonos en la actualidad, ¿este incontinente de 62 años sobrados que sale del baño y se encuentra a una negra atractiva y le aplica el derecho de pernada, no pertenece a una especie muy frecuente que afirma representarnos en tiempos de aflicción? Berlusconi las coloca, seamos serios. No es una defensa, entiéndase, es una constatación.

La política de todos estos caballeros merece ser volada, destruida, lo digo hoy, jornada de reflexión, por si a alguien le sirve de acicate. ¿Y qué me dice usted de la campaña electoral? Pues que me avergüenza vivir en este país. Y no tengo otro.

Gregorio Morán

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