Esa ‘normalidad’ democrática...

Ustedes perdonen, pero siempre es momento de preguntarse si nuestro régimen político resulta en verdad lo bastante democrático. Porque no es suficiente que las leyes se atengan a una Constitución y que los ciudadanos digan acatarla. La democracia es más un ideal que un hecho irrefutable, supone un desafío diario más que un complaciente autorretrato político. De modo que, a fin de no engañarnos, uno colgaría en cada esquina de este país, en cada sede de partido, en cada redacción periodística... un cartel que advirtiera: “No pronunciarás el nombre de democracia en vano”.

Para empezar, porque tal vez no entendemos bien la palabra que pronunciamos. Muchas de las cosas que nos han pasado o están pasando habrían podido enderezarse o atajarse a tiempo si aceptáramos que la democracia no es sólo un procedimiento de elegir gobernantes y adoptar medidas para la cosa pública. Es también, y sobre todo, un sistema político en que los ciudadanos debaten y juzgan las razones aducidas por sus representantes y la justicia de las medidas que adoptan. Pero entre nosotros, en cuanto alguien se aventura a discutir la calidad de alguna ley del Parlamento o decreto gubernamental, se topa enseguida con el mismo muro. Ese órgano y ese gobernante —se le replica— han sido elegidos por la mayoría y por tanto son plenamente democráticos. Aquella disposición legal se aprobó por la mitad más uno de los diputados, así que su carácter democrático resulta incuestionable y no hay más que hablar. Sobra justificar con razones lo que se puede imponer por mayoría. Deben decir “mayoritarios”, pero dicen “democráticos” como si fueran lo mismo, y al aguafiestas le toca bajar la cabeza. Nadie le atiende cuando explica que la mayoría otorga poder, pero no siempre autoridad; que ese método lo mismo puede dar lugar a la democracia que a la demagogia. En definitiva, que nuestra llamada normalidad democrática no ha sido ni es tan normal.

Pocos se ponen a pensar que esa situación que cansinamente se glorifica como democrática pueda no serlo en el grado debido ni por su origen ni por su ejercicio. No lo sería por su origen, pues los profesionales de la política tampoco parecen hoy bastante representativos como para que sus pronunciamientos públicos pasen sin dudarlo por nuestros. Para que así fuera, falta todavía una ley electoral que garantice a todos los ciudadanos el valor idéntico de su voto. Falta asimismo

una ley de partidos que asegure los derechos de participación de sus afiliados; o que ataje su financiación privada para asegurar la igualdad de condiciones en la contienda electoral y su autonomía respecto del mundo del dinero. Se echa de menos la redefinición de unos altos tribunales cuyos miembros no estén sujetos al dictado de quien les designó. Por si no lo hubieran aclarado ya los clásicos, la experiencia enseña que en un Estado de partidos el aparato prevalece sobre el partido y los intereses de cada partido compiten con los del Estado. Y, lo que es peor, que no cabe mejora de los órganos representativos mientras esos partidos sean a un tiempo juez y parte en este pleito, el cirujano y el paciente de su propia regeneración.

Sería cosa de ver después si aquella política se vuelve acaso democrática en su ejercicio. Eso no parece quitar el sueño a demasiados políticos siempre que tal ejercicio no contravenga abiertamente la ley..., aunque cercene derechos. La cháchara ordinaria les presta a nuestros diputados un uso de lo legítimo que se confunde con lo simplemente legal, eso que la ley consagra o al menos no prohíbe; o con lo legitimado, es decir, con cualquier cosa que reciba una amplia adhesión social. Esfumada en todo caso la legitimidad, desaparece con ella la instancia crítica desde la que medir la distancia entre lo que hacemos y lo que el criterio de justicia nos reclama. En correspondencia, el mostrenco recurso a la legalidad vuelve inútil o ridícula la menor alusión a lo justo, salvo de boquilla.

Así las cosas, ¿cómo no va a recelar la gente de una actividad (la política) y un régimen (el democrático) que en estos años han multiplicado el batallón de los expulsados del trabajo o de los que no lo encuentran, de los desahuciados de sus viviendas, de los empobrecidos hasta el límite de la subsistencia? Cada uno de estos sombríos capítulos de nuestra vida colectiva contaba con el respaldo de alguna ley que lo ordenaba o permitía. Todos ellos obtuvieron en su momento, directa o indirectamente, el beneplácito de la mayoría parlamentaria. ¿Se atrevería alguien por eso a calificar sin más esta política de democrática?

Es cierto que la democracia postula sólo la igualdad política de sus sujetos, pero se degrada y pone en peligro como se desentienda de su desigualdad económica. Más aun, será sospechosa toda democracia que no contribuya a la equidad social entre sus ciudadanos. Así que, en lugar de tacharla despectivamente de “formal”, la democracia revela su potencia revolucionaria cuanto mejor guarde sus formas. ¿Seguirá siendo el nuestro un Estado social cuando las prestaciones públicas elementales se están dejando en manos de la caridad privada? Allí donde se recorta el disfrute de derechos básicos (o sea, cuando se invade una parte del “coto vedado”), ¿se hace sólo una política de derechas? No, se hace ante todo una política antidemocrática.

Respetando el significado de las palabras, ¿viviremos entonces en un Estado de derecho? Sí, por vivir en un Estado en que todo debe quedar sometido a la ley, pero no como consideremos cuántas conductas escapan todavía a esa ley o lo fácil que para los poderosos resulta burlarla. Indignados al descubrir la brutal rapacería de tantos compatriotas, muchos se habrán preguntado —como en el relato bíblico de Sodoma— si había un solo justo entre nosotros. Pero quizá no sea tan vergonzosa la plaga de corruptos como la corrupción ambiental que los ha alimentado y escondido. Entre nosotros se apela a la ética para encubrir la conducta pública indecente (por ejemplo, la fiscal), se presenta como fallos individuales lo que son clamorosos defectos colectivos y hasta institucionales. Con la mayor desvergüenza se califica de errores a lo que constituyen delitos de libro. Suelen venir después bastantes juristas a echar cortinas de humo, dilatar procesos, recurrir sentencias, recusar jueces, negociar condenas. En demasiados casos ya apenas engaña quien vocea la presunción de inocencia, o el derecho del imputado a guardar silencio ante el juez o, menos aún, eso de que “si tiene pruebas, que vaya a los tribunales”. Uno se teme que nuestra celebrada tolerancia presente sea más bien una mezcla de banal relativismo, indiferencia chulesca y tenaz desprecio de lo público.

Entretanto, seguimos a la espera de reformar una Constitución manifiestamente mejorable. Será un nuevo texto que devuelva al Gobierno del Estado competencias que permitan el disfrute igual de los derechos sociales al margen del lugar donde habite el ciudadano. Si esa norma suprema nos reconoce iguales ante la ley, habrá de anular los anticonstitucionales derechos históricos que humillan y encelan a unas comunidades autónomas frente a otras. Si cree en la división de poderes, que dote de independencia y agilidad al poder judicial... Pero dejemos que los entendidos completen este catálogo.

Más importa ahora recordar que, aunque en vagones distintos, en política todos vamos en el mismo tren. El maquinista puede distraerse y tal vez algún viajero cometa desmanes que hagan peligrar el viaje, sólo que entonces deben saltar los frenos automáticos que eviten la tragedia. También en los regímenes constitucionales es probable que gobernantes y gobernados fallemos, pero los mecanismos de la justicia y las alarmas democráticas están para reducir —no para aumentar— los riesgos de descarrilamiento. El caso es no perder la vía.

Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco.

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