Esas estatuas que se derriban

Los estadounidenses discuten acaloradamente sobre la denominación de sus universidades, que en el sur llevan el nombre de dirigentes de la Confederación favorables a la secesión y a la esclavitud. Y los ánimos se caldean sobre todo en torno a las estatuas ecuestres del general sudista Robert Lee, estatuas que se erigieron después de la Guerra Civil para negar la victoria de Lincoln. A los franceses no les sorprende esta controversia. En Francia, vivimos el mismo malestar con el mariscal Pétain, cuyo caso es más complejo, porque fue, sucesivamente, el héroe vencedor de la batalla de Verdún en 1917, y luego el abominable jefe del Gobierno de Vichy. El primero, hasta 1940, fue cubierto de honores, y por tal motivo se le dedicó una estela en Manhattan; en 1931 se le rindió un homenaje allí con un desfile al mismo tiempo que a Pierre Laval, el jefe del Gobierno, considerado entonces un pacifista. El mismo Laval fue, en 1940, el primer ministro de Pétain y se mostró aún más favorable a los nazis que el Mariscal. En la época de gloria del Mariscal, tanto en Francia como en EE.UU., numerosas calles fueron bautizadas con el nombre de Pétain. En Francia, desaparecieron todas en 1945, pero sigue quedando un gran número en EE.UU., tanto en los pueblos como en las ciudades. Han sobrevivido por la indiferencia, porque en esos lugares ya no se sabe quién era Pétain y no es más que una dirección postal como cualquier otra. Por eso, en Milltown (Nueva Jersey), cuando un habitante descubrió quién fue ese mariscal, el Consejo Municipal tuvo que pronunciarse sobre un cambio de nombre; renunció a él porque los vecinos temían que no les llegase el correo como consecuencia del cambio de dirección.

Los neoyorquinos, que aclamaron a Pétain y a Laval en 1931, no podían adivinar cuál sería su destino, y los franceses, tampoco. Tras la Segunda Guerra Mundial, la ambigüedad en torno a Pétain persistió durante un tiempo. El presidente François Mitterrand, por ejemplo, ordenaba que se pusiesen flores cada año en la tumba del «héroe de la batalla de Verdún». Hoy solo la extrema derecha rinde homenaje a Pétain, no al de Verdún, sino al de Vichy, precisamente porque comparte su ideología nacionalista.

¿Cómo se puede abordar la memoria del pasado complejo? El primer argumento es que la historia la escriben los vencedores: Pétain perdió en 1945 y el general Robert Lee, en 1866. Peor para ellos y para su causa, y mejor para la moral, porque la victoria por sí sola no determina las conmemoraciones; la moral también contribuye a ellas. El racismo de los confederados y del régimen de Vichy, retomado por los supremacistas en EE.UU. y el Frente Nacional en Francia, todavía hace sufrir hoy en día a los afroamericanos en EE.UU. y a los judíos en Francia. Por tanto, derribar las estatuas de Pétain y de Lee no es revisar la historia, sino evitar que se haga daño a quienes podrían convertirse otra vez en víctimas de ideologías asesinas. La decisión del alcalde de Nueva York de eliminar la estela en memoria de Pétain, grabada en Broadway, está justificada, porque el nombre del Mariscal todavía inflige un verdadero sufrimiento a las víctimas de Vichy y a sus descendientes.

El argumento teórico, según el cual hay que mantener intacta cualquier huella de la historia, por odiosa que sea, me parece de poco peso frente al sufrimiento de nuestros coetáneos. Y lo mismo puede decirse de las representaciones públicas de los jefes de la Confederación sudista. Los conservadores piden, en nombre de la historia, que estas estelas permanezcan en su lugar. Pero la mayoría de estos monumentos fueron erigidos después de la Guerra Civil por los que rechazaban sus consecuencias. Por tanto, son unos monumentos más políticos que históricos, y el argumento de la memoria oculta artificialmente unos sentimientos oscuros. Como en el caso de Pétain, una estatua de Lee no es solo un monumento, sino también una ofensa a los que sufren porque les recuerda la esclavitud.

Por consiguiente, la excusa histórica para conservar estos monumentos no es muy válida. En cuanto a las estatuas, para eso están los museos. En Moscú existe uno donde están almacenadas las de Lenin y Stalin. En China, por el contrario, las estatuas de Mao Zedong no han sido derribadas, porque la dictadura comunista no ha sido abolida. En Francia, Vichy pertenece al pasado, y lo mismo debería ocurrir con la segregación, cuyo símbolo sigue siendo, por desgracia, Robert Lee.

Solo he mencionado aquí los ejemplos de EE.UU. y de Francia, pero esto concierne a todos los países, especialmente a España. Sin embargo, creo que, sean cuales sean las fracturas históricas, en todas partes es posible diferenciar entre los lugares conmemorativos que recuerdan la historia y los que señalan la revancha. El criterio moral también me parece universal: un monumento puede ser un insulto a una persona viva y, en ese caso, ese monumento sigue sin tener un lugar en la memoria. Por último, la enseñanza de la historia, si es honesta, debe curar las heridas, no exacerbarlas; pero esa enseñanza debe tratar equitativamente todas las causas y devolverlas a su época. Y es un ejercicio más difícil que derribar una estatua.

Guy Sorman

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