Escalada internacional de India

Lejos de la guerra de desgaste que se libra en Ucrania, lejos de la confrontación fría entre las dos superpotencias mundiales -Estados Unidos y China-, Narendra Modi lleva tiempo preparándose para este año de máxima proyección en el concierto global. De su gobierno, y de su país desde que existe como república independiente (76 años). En 2023, India acumula la presidencia de la Organización de Cooperación de Shanghái -foro que reúne a nueve miembros de Oriente Medio y Asia, inspirado y hasta hoy pilotado por China-, la presidencia del G20 que asumió, por primera vez, en diciembre, y su nuevo (o inminente, dependiendo del estudio) estatus de nación más poblada. Además, el tercer puesto en el ranking económico mundial estaría a su alcance.

Nueva Delhi quiere aprovechar al máximo estas oportunidades que se le presentan para encabezar un multilateralismo eficiente, renovado, realista. Esta atractiva imagen debe, asimismo, incorporar los retos incardinados en este momento de mutación planetaria, sin olvidar la sombra que arroja la estrecha vinculación del equipo dirigente -en particular de su presidente- con el gigante (ahora, tambaleante) Adani, que podría entorpecer el recorrido de pasarela dispuesta con esmero. India está bajo el haz de los focos de las cancillerías; también está en el punto de mira de alguna capital relevante.

Empecemos por el caso que acapara los medios: Gautam Adani. Pronto en su carrera empresarial, el magnate autodidacta -que rige uno de los principales conglomerados de infraestructura, logística, energía y minería- apostó por Modi, cuando el entonces regidor de Gujarat se enfrentaba a duras críticas por su actitud frente a la población musulmana. Unido al que hoy es primer ministro por el objetivo compartido de lograr un desarrollo que alcance a todo el territorio y por un enraizado orgullo nacionalista hindú, el negocio crecía de forma exponencial; parecía imparable. Sin embargo, tras las recientes alegaciones de manipulación de acciones y fraude contable que pesan sobre el grupo y ocupan portadas -que el mismo Adani califica de "ataque calculado contra la India"-, Modi se distancia de su viejo amigo: la exitosa imagen de India no puede verse lastrada por el desplome de la marca Adani.

El país está en auge. Este tirón, apoyado en la coyuntura internacional, está ligado a la personalidad del actual dirigente, y no se entiende en toda su extensión sin el potente sustrato de nacionalismo hindú que caracteriza su ejercicio del poder. Pero no siempre ha sido así. Tras la disolución del Raj británico en 1947 y la sangrienta partición del territorio, India se concibió como nación de variaciones y matices; una unión pluralista. Frente al Estado religioso de Pakistán, la visión del líder fundacional Nehru -y del Partido del Congreso que dominó la escena política hasta 1977- fue la primacía "secular". Abogaba por una coexistencia de religiones, adscripciones, ideologías; un cauce racionalizado, a través de la administración, para grupos que compartían una larga historia diferenciada de civilización. Desafiaba el modelo de Estado nación, predominante en la ordenación del mundo tras la Segunda Guerra Mundial, apostando, en su lugar, por un país-continente con una conciencia milenaria doblada de diversidad; un planteamiento sincrético.

Desde su investidura en 2014, Modi representa la voluntad de ruptura definitiva con el pasado colonial y un compromiso de destino basado en la tradición Hindutva: una India en la que la identidad nacional y religiosa confluyen en una sola. Esta idea es la que hoy impulsa las políticas domésticas. Más allá de sus fronteras, también.

Este año, India superará a su vecino al norte en términos absolutos de población (algunas estimaciones indican que ya ha sucedido), con más de dos tercios en edad laboral. Ello significa la ocasión de erigirse en hub manufacturero mundial por el desacoplamiento con respecto a Pekín que actualmente abandera Estados Unidos. Se trata de sacarle el máximo partido a la búsqueda de proveedores alternativos, en el intento de reconstruir las cadenas de la "globalización por invitación" que ha tomado el relevo a la "globalización feliz" -es decir, irrestricta y cándida- que vio la consolidación de la República Popular China como gran potencia. En 2022, India fue la segunda economía por crecimiento del PIB (solo por detrás de Arabia Saudita, quien se benefició de un mercado petrolero disparado). Y múltiples estudios avalan que, antes de 2030, se convertirá en la tercera economía del mundo.

Durante décadas, la no alineación ha venido siendo una forma de hablar de la proyección del país, de su política exterior. Desde la independencia -y ligado a los avatares del proceso- Nueva Delhi ha hecho bandera de una versión propia, y sin duda con sustancia, del concepto de autonomía estratégica (en el caso de la UE, más manido que aplicado). En la Guerra Fría, bajo la inspiración del primer ministro Nehru y con inclinación soviética marcada, se impuso a la cabeza del Movimiento de Países No Alineados, defendiendo el derecho de la libre determinación de los Estados recién independizados, entendida mayormente como distanciamiento -medido- del entonces denominado "mundo libre". Así, al igual que le compraba armas a la Unión Soviética, pidió apoyo a Estados Unidos en la guerra con Pekín de 1962; y en los setenta, veía en Moscú un contrapeso al eje Pakistán-EEUU-China que parecía emerger en esos años (simbólicamente, Kissinger salió de Islamabad en su primer viaje secreto a visitar a Mao en 1971, y en aquella capital se coció buena parte de esta aventura).

Ucrania ha inaugurado una implementación distinta de esa característica neutralidad. Por una parte, Modi fortalece sus lazos con Washington -en particular, en la batalla por la libre navegación y la seguridad del Indo-Pacífico (recordemos el QUAD)-, y le dice a Vladímir Putin que "la época de hoy no debería ser una de guerra". Por otra parte, rehúsa unirse a las sanciones Occidentales, mientras aumenta sus compras de petróleo, carbón y fertilizantes rusos (y a precio rebajado). India despliega, así, una acción exterior fundamentada en la Realpolitik -eso es, pragmática, anclada en intereses puramente nacionales-. Y esencialmente, busca protagonismo en el concierto mundial; un papel acorde con su tamaño, en un vecindario complicado, abrumadoramente marcado en este último decenio por el Imperio del Medio.

En esta preeminencia que codicia Nueva Delhi, ocupa lugar destacado el énfasis en renovar, desde lo concreto y la práctica, la arquitectura institucional que nos enmarca. Lo evidencia, ya, el lema elegido para su presidencia del G20: "Vasudhaiva Kutumbakam", de larga tradición en los textos filosóficos-religiosos hinduistas. En traducción oficial, "One Earth, One Family, One Future" ("Una Tierra, Una Familia, Un Futuro", con mayúsculas que enfatizan la magnitud del momento). También queda claro en las prioridades marcadas, con el multilateralismo innovado coronando las más previsibles de cambio climático, desarrollo resiliente y sostenible (así como las metas de Naciones Unidas en este ámbito), transformación tecnológica y empoderamiento de las mujeres. India es consciente de las oportunidades que le confiere su posición única en un contexto de tensiones y conflicto. Y aunque ha sido un participante activo en iniciativas transnacionales desde su independencia, ahora se erige como transformador del sistema internacional actual, liderando además a los países Sureños que no se ven representados en él, y pretenden voz en la corrección.

Nueva Delhi se encuentra ante una circunstancia histórica. Sus ambiciones son mayores que ser un simple puente entre Occidente y el llamado "Sur Global" (que abarcaría indiscriminadamente África, América Latina y países asiáticos, excluida China). India tiene la intención de convertirse en gran potencia; de actualizar un orden nacido después de la Segunda Guerra Mundial que ya no refleja las realidades de hoy. Tiene la capacidad de influir, de rediseñar. En nombre de todos los Renovadores. Pero sobre todo, en nombre propio.

Ana Palacio

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