Escaramuzas de este mundo

Las cosas que pasan a veces parecen de otro mundo, pero casi siempre son de éste. Incluso cuando se trata de las víctimas de la guerra civil y de su localización e identificación: ese parece también otro mundo remoto y, sin embargo, está fijado en la memoria de quienes pidieron ayuda a Garzón, y ahora es Garzón quien necesita ayuda urgentemente. La izquierda difusa y la izquierda política, militante y no militante, se la ha prestado ahora, como lo han hecho instituciones, jueces, cantantes o viejos rockeros. Pero lo raro es que esa ayuda sea tan in extremis: ¿no podía haberse hecho mejor?

El encausamiento de Garzón también es de este mundo y aunque en términos legales pueda ser defendible, desde cualquier otra perspectiva acumula muchas razones para que uno crea que viene del otro. Incluso ha hecho aflorar en público cosas que la izquierda dice sólo en la intimidad jocosa. Para alguien tan bien informado y tan templado como el ex fiscal José María Mena, significa nada menos que los franquistas todavía no han perdido la guerra, y otro hombre de izquierdas ha encontrado la fórmula irónica para el mismo sentimiento de frustración. El Roto escribía hace unos días: "Retiraron las estatuas del dictador para que no se notase tanto que aún seguía allí...". Y Rosa Regàs ha sido fiel al sentido del oportunismo para decir nada menos que en el Paraninfo de la Universidad de Barcelona que el poder está todavía en manos franquistas. Pero toda la izquierda, incluso la más insensata, sabe que son formas irritadas de hablar: exageraciones un tanto infundadas y no sé si incluso figuradamente agónicas. Hace al menos 30 años que la derrota del franquismo es de las que hacen historia: irreversible desde todos los puntos de vista, pese a la pornografía neofranquista disfrazada de divulgación historiográfica y pese al efecto intimidatorio (e inhibitorio) que las actuaciones contra Garzón tendrán en otros jueces con casos semejantes.

Pero esas expresiones calientes y sin cocinar hablan de una frustración muy precisa: la izquierda del siglo XXI con memoria antifranquista ha vivido incómoda ante la lentitud, pasividad o remolonería interesada con la que la misma izquierda en el poder ha gestionado el pasado y, muy en particular, la reparación moral de los deudos de víctimas que no han sido ni siquiera identificadas. Eso era de veras urgente: todo lo demás lo era mucho menos, porque la mayoría del trabajo estaba hecho desde la Constitución de 1978. Incluso en lo poco útil o directamente superficial se ha ido más rápido, pero para peor: la desaparición presuntamente higiénica en el espacio público del pasado (los escudos franquistas, las estatuas ecuestres) acabará teniendo el efecto contrario que se pretende. A quien se le pueda ocurrir hoy que inmortalizan o enaltecen a la dictadura, habrá que contarles con paciencia que la documentan públicamente y sirven para explicarla de acuerdo con la convicción democrática de que el pasado ni se oculta ni se borra: se comprende y explica para detener en lo posible (que no es mucho) la reproducción de sus catástrofes. Al funcionamiento democrático le encaja mejor la pedagogía y la racionalidad que los almacenes oscuros o los sótanos sin ventilación.

Pero la volatilización física del pasado propicia un efecto más nocivo todavía, y es que devalúa la criminalidad misma de la dictadura entre quienes no la vivieron porque no va quedando rastro de ella, como si de un pasado tan prolongadamente traumático se pudiese librar uno cambiando los muebles de sitio. Pero es imposible porque quedan testigos afectivos y retratos de familia, deudas no extintas y ataduras domésticas con el franquismo. Y con ese sustrato habrá que convivir (mientras se le sigue desanimando, por supuesto, a base de casar a homosexuales o ampliar el aborto) hasta que el relevo generacional se cumpla y puedan darse por enterradas las viejas lealtades de familia con la muerte. Hoy todavía es temprano porque no hay modo de borrar la memoria afectiva y sentimental de quienes crecieron y maduraron cerca del franquismo y de sus familias (como saben mejor que nadie quienes no han borrado de sus memorias a los muertos que no han desenterrado todavía). La educación democrática ha de seguir combatiendo la indulgencia hacia el franquismo de algunos sectores sociales porque cuando ganó, ganó a lo bestia, y ese no es un hecho histórico tan fácil de extirpar del presente como las estatuas ecuestres.

Por tanto, no debería producir demasiada sorpresa la emergencia súbita, escandalosa, resistente, de portavoces de valores neofranquistas -como tan rutinariamente hace la Iglesia católica- o de herederos más o menos descarados y descarnados de puntos de vista afines (como le pasa de vez en cuando a Jaime Mayor Oreja o como le suele pasar a Fraga, que ni siquiera fue franquista, como todo el mundo sabe). Esta vez el pasmo ha sido mayor porque se trata de un juez valiente (y previsiblemente irritante entre la judicatura local), porque la causa tiene una sobrecarga humana y simbólica muy alta y porque se enreda con los intereses políticos y coyunturales de la derecha. Pero más allá del análisis jurídico, el proceso contra Garzón es políticamente un disparate y hasta quizá un grave error de cálculo. La causa de las víctimas del franquismo debía haber estado protegida por la ley y amparada por el Estado y no expuesta a la lupa más o menos permisiva de un juez. Por tanto, leer desde la izquierda las escaramuzas del poder y las rencillas de la judicatura como perpetuaciones de la victoria franquista está más cerca de la autocompasión victimista de la izquierda que del reconocimiento de sus errores y de alguna pusilanimidad en la gestión del pasado. A menudo la autocompasión es el refugio de la frustración, y quizá es ahí donde se encuentra ahora una izquierda cuyas fuerzas políticas dejaron sin usar, o usaron tímidamente, la rotundidad de sus sucesivas victorias. Si la izquierda en el poder no ha sabido blindar su propia memoria y la legitimidad de rescatar e identificar los cuerpos de los muertos de los campos y de las cunetas, es muy poco probable que la culpa sea del franquismo que aún no ha perdido, o del franquismo que aún sigue ahí o del franquismo que aún detenta el poder. Fuera de la batalla política del día, son argumentos que resuenan como excusas pobres. La interpretación abierta de la legislación que le permitió a Garzón poner en marcha la causa de las víctimas del franquismo quizá sea la mejor demostración de que ha sido la misma izquierda la que no encontró un modo más limpio y claro de hacer las cosas. Me tiemblan las piernas sólo de pensar que a treintaytantos años vista de la muerte de Franco alguien todavía crea -con ironía y sin ironía- que la culpa de lo que pasa hoy con los fusilados de 1939 es de los franquistas.

La batalla a favor de Garzón hay que ganarla, por supuesto, pero no a cambio de rebajar el listón ético de la propia izquierda; no vaya a regresar su dulce propensión a buscar las causas de sus imperfecciones tan lejos como en 1939 o en 1978. Cuando reaparece la vieja coartada del antifranquismo (la culpa de todo era del franquismo, como ahora), estamos cediendo el bien jurídico y civil que dota a la democracia de pleno sentido: hacernos responsables de nuestra edad adulta. La democracia ha tenido que crecer conviviendo con la evidencia de que aquella guerra que ganaron los franquistas, acabaron perdiéndola en 1978, y la Constitución de ese año no prueba que por fin perdieron la guerra, sino que la democracia iba a tener que defenderse de la compañía no siempre leal de quienes eran herederos morales, intelectuales y sentimentales de aquel pasado. Hace muchos años que al franquismo sólo le queda el refugio de la escaramuza en el otro mundo o seguir derrotado en éste.

Jordi Gracia, catedrático de Literatura Española en la UB. Su último libro es A la intemperie. Exilio y cultura en España, Anagrama.