Escrito a la sombra de la cárcel

Por Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente (EL MUNDO, 28/08/06):

Escribo a las puertas de la prisión de Alhaurín de la Torre, en la bella Andalucía. Lo hago al aire libre y bajo un cielo azul. El sol cae a plomo sobre la corteza de la cárcel. También sobre la piel de los más de mil internos.

Hoy, en el penal, donde el tiempo se mide por los latidos de la amargura y el tic-tac de la desesperanza, es un mal día. Para la población reclusa y no reclusa, que a Rafael Vera le hayan concedido el tercer grado y que de los siete años de prisión que los jueces le impusieron por un delito de malversación de caudales públicos, sólo haya cumplido uno y medio, es una flagrante discriminación respecto a no pocos presos en situación penal y procesal igual o semejante a la del ex secretario de Estado de Seguridad. A un funcionario le he oído preguntarse cómo es que muchos reclusos de este país todavía no se han asomado a las ventanas para gritar que ellos también quieren salir.

Acerca de ese tercer grado, bastante podría decir, al ser una materia que conozco bien. Para algo habrían de servirme los dos años, de los casi 30 que pertenecí a la carrera judicial, en que ejercí de juez de Vigilancia Penitenciaria. Sea suficiente hacer notar que ese beneficio puede ser otro modo de hacer justicia y que produce efectos admirables cuando se otorga como bálsamo. En el baúl de la justicia no se guarda el hacha de la venganza, sino el fino escalpelo de la magnanimidad, una herramienta que sólo los elegidos saben manejar con destreza. Me temo, sin embargo, que la razón que puede respaldar ese régimen abierto concedido a Rafael Vera ha sido únicamente política, palabra casi antónima con esa otra tan hermosa que se llama equidad. Mi opinión es que a los españoles, que es gente generosa si la situación así lo demanda, no les gusta las componendas cuando desde el Estado se ha robado, secuestrado y matado, ni tampoco disfrutan con el espectáculo de una ley inventada de punto y final. Recordando al controvertido y vilipendiado Borges, ante delitos en los que ha mediado la sangre y el dinero ajeno una cosa no cabe y esa es el olvido.

Hace tiempo, tal vez siglos, que la Justicia no obedece a razones jurídicas, entendida como decía Hobbes, al polemizar con el juez Coke, como perfeccionamiento de la razón humana; es decir con habilidad técnica, sentido común y prudencia, sino que viene determinada por circunstancias que algunos llaman razones políticas, interés general o sentido práctico. Cualquiera que reflexione seriamente -afirma Rousseau- encontrará que «todas estas grandes palabras de justicia, de leyes, etcétera, sólo son patrañas inventadas por diestros políticos o por cobardes pedantes para imponérselas a los simples». Yo no llego a tanto -la frase me parece dramática-, pero lo que sí creo es que una de las claves de este asunto, por mucho que se pretenda disimular bajo muy púdicas y distintas vestiduras, pertenece a un problema que ya tiene aire de histórico: la igualdad de todos ante la ley. En democracia, la igualdad traduce la similitud o incluso la identidad natural de los ciudadanos. La igualdad, que es lo que confiere significado a la libertad, consiste en la realización perfecta de la isonomía, según la cual altos y bajos, blancos y negros, hombres y mujeres y pobres y ricos tienen una justicia igual.

Lo dije en estas mismas páginas en noviembre de 2004, a propósito de una carta abierta del propio Rafael Vera, que llevaba por título A mi familia, a los amigos y a la opinión pública. Entonces escribí que la triste y también merecida situación de quien fue secretario de Estado de Interior, muy bien pudiera ser el símbolo de una época histórica, golfa, enturbiada por la avaricia, en la que los valores tradicionales, empezando por la honradez, se consideraron prescritos y en la que se hacinaban buscadores de dinero o de poder. Mi convicción, como la de una gran mayoría de ciudadanos, es que los agujeros negros en los que Rafael Vera estuvo implicado van mucho más allá de los dedos acusadores de los fiscales y que dispone de información de primera mano sobre estos acontecimientos. De antiguo se viene oyendo que buena parte del saqueo de los fondos reservados en la época que era secretario de Estado terminaron en la profundidad de los bolsillos de gente cuyos nombres permanecen en lo más hondo del anonimato. Pese a todo lo que ya se sabe, la gente aún no cree que el único y verdadero jefe de todas estas historias de sangre y estiércol fuera Rafael Vera, y que como Martín Prieto señalaba hace unos días, el beneficio penitenciario otorgado a Vera es el rédito de su silencio.

Para mí, Vera es un afortunado, pues en este trance sus amigos, los que de verdad necesitaba, no le han fallado, si bien, antes, él había hecho una de las señales de la amistad que se leen en el Panchatantra: no contó sus secretos. La amistad produce sufrimientos, es cierto, pero también tiene sus hondos gozos de gratitud. Aunque la verdad sea dicha, a mí, ante el desmán producido, no me cabe en la cabeza ningún otro sentimiento que no sea la decepción. Me da la sensación de que Rafael Vera entendió su situación como el juego de echar un pulso, y que, pese a lo peligroso de la postura, al final ha ganado.

Si el beneficio otorgado es un perdón, creo que el gobierno ha ejercido una de las funciones más excelsas del poder: la de hacer lo que ha creído más justo y lo más conveniente. En una de sus famosas sentencias, el juez americano Oliver Wendell Holmes declara que un gobierno puede conmutar una pena por varias razones, lo mismo que un acreedor puede condonar una deuda. Pero mi gran duda es si el presidente Rodríguez Zapatero ha superado la dura prueba del caso Vera que el ex presidente Felipe González le pudo poner encima de la mesa del Consejo de Ministros al día siguiente de jurar su cargo como vencedor de las elecciones del 14 de marzo de 2004.

A la sombra del penal, decía Oscar Wilde, crecen el miedo y la tristeza, el sobresalto y el odio. Hace tiempo que lo pienso. El legislador -el de cualquier país del mundo- no sabe que hacer con el delincuente y, en su ignorancia, lo encierra. Hace muchos años que me pregunto si la prisión es la única solución al problema de la delincuencia, máxime cuando todos sabemos -no sólo los especialistas, sino también cualquier persona medianamente informada-, que la cárcel no corrige ni resocializa a nadie. Aunque lo he dicho muchas veces, no me importa repetirlo. En una utópica España con la que quisiera ilusionarme, me gustaría ver las cárceles despobladas y con las puertas abiertas antes que llenas y cerradas a cal y canto y alambre de espino. Y quede claro que no estoy patrocinando la derogación del Código Penal. Lo que proclamo es que al preso hay que darle la esperanza de un futuro en libertad y el saber que un día no excesivamente lejano estará al otro lado del muro

Es indiscutible que la Justicia jamás debe ser cruel ni ensañarse con nadie. Por tanto, nada tengo en contra del ejercicio de este tipo de beneficios o prerrogativas, pero también es cierto que a la gente no le gustan los distingos. El régimen abierto concedido a Rafael Vera, al margen de ser o no ser una fractura jurídica, es una explosión en el corazón de muchos condenados que esperan angustiados una respuesta a sus largos ruegos de clemencia. Da la impresión de que en España todavía hay reclusos que, como el buen embutido, curan y saldan sus cuentas colgados en las vigas de las cárceles. A los perdedores se les olvida y a los desahuciados se les entierra. En la España que nos ha tocado vivir tenemos muestras más que suficientes de la verdad de esto que digo.

Cuando estoy a punto de llegar al saldo de estas cuartillas, me viene a la memoria la imagen de una gitana que en la explanada del aparcamiento de la prisión, mientras espera un vis a vis con su marido, me vocea: «Lo de Vera no es justicia; él en la calle y mi hombre, dos años a pelo por un trapicheo de nada». Son quejas con las que no es difícil estar de acuerdo. Para la mayoría de los reclusos, la cárcel es un calvario en el que cada uno arrastra su cruz particular. Hablo con la buena mujer y trato de convencerla de que, pese a todo, en la justicia hay que creer porque si no la vida sería más triste aún. A cien pasos, Esteban, alias el Vivillo, famoso por sus coplas, canturrea: En la puerta de la cárcel/ han escrito con tizón:/ aquí, el que no es Vera,/ se pudre como un cabrón.