Escrito el día de los Inocentes

Tal día como ayer, y desde hacía muchos años, celebrábamos el día de los Inocentes. Lo hacíamos de un modo que hoy, aunque suene a pedante, no queda más remedio que denominar paradojal.Porque es posible incluso que fuera la primera paradoja con la que nos enfrentábamos en la vida. Resultaba que los inocentes no eran aquellos recién nacidos que, según contaba la leyenda evangélica, el implacable Herodes había decidido exterminar. Por esos azares de la tradición, el día de los Inocentes había sufrido una transformación tal que según la costumbre, esa estúpida señora que no atiende a razones, durante la jornada del 28 de diciembre eran posibles todas las crueldades imaginables hacia los denominados inocentes. ¿Y quiénes pertenecían a la categoría de inocentes?

Pues como siempre, los niños, los ancianos, la buena señora que vendía cupones en la esquina, el tendero simpático, nuestra habitual suministradora de golosinas.

El día de los Inocentes por principio debería ser una jornada preñada de amabilidad, simpatía, entrega, afabilidad, en fin, de todas aquellas cosas que caracterizan al parecer a los inocentes, representados en nuestra cultura por los ancianos y los niños. Pues no. Exactamente lo contrario. Ese día, desde la mañana a la noche, los niños, los adolescentes y no digamos los adultos - cuanto más perversos más participantes-, nos animábamos a hacer todas las putadas posibles a cuanto inocente encontráramos por el camino. El catálogo era amplísimo. Desde poner pieles de plátanos en el suelo para que se abrieran la crisma hasta disimular agujeros con cartones para que pudieran caerse haciendo una exhibición ante el atento personal, que éramos nosotros y siempre algún mirón que se sumaba feliz al espectáculo. Lo más obvio consistía en enganchar a la espalda de los paseantes, preferiblemente de edad y despistados, un monigote de papel e ir acompañando a la víctima hasta que alguna señora - siempre, para suerte de la humanidad piadosa y razonable, había una dama que se acercaba al pobre burlado y le quitaba con respeto el baldón que algún gracioso le había colocado-.

El día de los Inocentes, por esos vericuetos de la historia que alcanza a la tradición, era una especie de día de la provocación y la crueldad. Recuerdo infinitas anécdotas de inocentadas;así se llamaba a esta forma de crueldad social avalada por la tradición y por la Santa Madre Iglesia, de la que todos éramos sumisos siervos. Había inocentadas para dar y tomar. Las más audaces se transmitían por teléfono y haciendo saber la noticia más increíble. Me acuerdo incluso de auténticos ejercicios de terrorismo social. Decir que alguien había muerto, incluso parientes cercanos, o que había tenido un accidente, o que le tocó la lotería, o que le habían pillado con una señora en situación comprometida. Todo era posible dentro de una inocentada. No había límites porque todo se justificaba con una sola palabra, al parecer, balsámica. "Era una inocentada".

Yo creo que la sociedad, en situaciones de tensión - una dictadura, por ejemplo-, exige vías de salida para canalizar sus instintos, sus violencias, sus frustraciones. Posiblemente en aquellos años del cólera las inocentadas fueran una especie de carnaval de la crueldad, para que al día siguiente todo volviera a ser lo mismo, pero con el malsano gozo adquirido de haber asistido a un día, el de los Inocentes, rompiendo alguno de los esquemas inviolables. La verdad es que la sociedad vivía con intensidad el día de los Inocentes. Pocos, que yo recuerde, permanecían ausentes al espectáculo festivo y arrogante de la inocentada. Había inocentadas en los diarios. Fastuosas. Tanto, que existían expertos en las redacciones periodísticas para la elaboración de inocentadas en primera página. No conozco ninguna tesis doctoral sobre las inocentadas, pero en verdad que sería utilísima y un trabajo fundamental para entender nuestro pasado inmediato, porque el franquismo se distinguió también por dos cosas muy poco estudiadas: las inocentadas, como fórmula de ruptura con el respeto, y el gafe. La invención del gafe, a la que en alguna ocasión me he referido, está vinculada estrechamente a los años del cólera en su época más letal.

En el fondo eran formas de superar el aburrimiento, la indolencia de épocas en las que nadie podía interrumpir la mediocridad del tiempo. Y así ocurría que unos mangantes la tomaran con un compañero al que tildaban de gafe, y el efecto era tan ominoso que acababa llevando su condena hasta convertirse realmente en gafe y vivir una vida de gafe. Conocí a alguna de estas víctimas y es un tema al que soy especialmente sensible porque me parece la tortura más vil y más tonta, más provinciana, y tan aparentemente inocente como los días llamados de los Inocentes. Aún está por escribir la historia del periodismo español durante los años del cólera, pero yo recuerdo al menos un par de informaciones aparecidas entonces, que aún hoy las interpreto como inocentadas. Y no lo eran, aspiraban a ser reales, pero si escribiera un libro sobre aquellos años las situaría en el ámbito de la inocentada, aun sabiendo que fueron creación de alta política informativa.

Me estoy refiriendo al descubrimiento de petróleo en la provincia de Burgos y a la llegada de Beria, sí, Laurenti Beria, el asesino de Estado por excelencia durante el periodo estaliniano, que acababa de alcanzar Málaga en un submarino y pedía asilo político ¡a Franco! En las ocasiones que he contado a mis hijos o a gente más joven estas historias, noto en su manera de seguir mi relato una cierta inclinación a la piedad. Me miran como si me hubiera vuelto tonto, o que mi imaginación saltara y hubiera entrado en ese nirvana en el que se mezcla el alzheimer con la desbordante imaginación de los abuelos. ¡Lo juro - no sé por qué razón está mal visto que juren los no creyentes-, juro por mi honor, que cuando era niño aseguraban que había una bolsa incalculable de petróleo en Burgos y que el ABC informó, en primicia para todo el mundo, de la arribada de Laurenti Beria en submarino a nuestras costas! Y entonces, después de decirlo, me quedo parado y me entra la duda. No estaré volviéndome loco en el día de los Inocentes.

Nuestro mundo se acabó, felizmente. Y ahora la inocentada pertenece a la sociedad en su conjunto. Porque no se trata de un día ni de dos, sino de una continuidad. Se podría hacer un relato cotidiano de inocentadas. Me bastaría con estar atento a los periódicos y les aseguro que no me faltaría material para suministrarles una inocentada diaria. Como mínimo. Pero lo que ocurre es que el sentido de la inocentada ha cambiado radicalmente. Lo que para nosotros era una inocentada, es decir, una crueldad ingenua, ahora se ha convertido en otra cosa más compleja. Los inocentes manejan un material, y por tanto unas posibilidades inabordables para nosotros. Por ejemplo. Yo les podría narrar una inocentada contemporánea. Sin ir más lejos la historia de Andy Bathie, un bombero británico de 37 años que hizo de semental para dos lesbianas que deseaban tener un hijo. Fue hace cinco años, y todo marchó bien, según las normas de las impecables costumbres marcadas por la tradición británica. Nació una niña, preciosa e inocente, por supuesto. Pero he aquí que el matrimonio femenino no funcionó, cosa que por otra parte le pasa a todo tipo de parejas, pero la singularidad es que llevado el asunto ante los tribunales, la Agencia Británica para la Protección de la Infancia, tras mucho pensárselo, ha decidido que como hay dificultades entre las dos mujeres para que se hagan cargo de la niña, el que debe pagar la manutención es el gilipollas del bombero.

Esa es una inocentada posmoderna, para la que nosotros, bárbaros y crueles pueblerinos, hubiéramos carecido de imaginación. Pero hoy les propongo otra aún más singular. ¿Se acuerdan del gran Lucio Dalla, el cantante poeta, icono de la izquierda en Italia durante muchos años? Acabo de leer que se ha hecho del Opus Dei, y como lo leí ayer, día de los Inocentes, en un diario italiano, pensé que se trataba de una inocentada. Pero me aseguran que en Italia las bromas para inocentes sólo se consienten el día primero de abril. Quizá habría que proponer una nueva reivindicación: ¡por un mundo sin inocentadas!

Gregorio Morán