Lápida anónima en un cementerio en Roma: «Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito sobre el agua». El paseante puede saber o no que ese «joven poeta» ha querido hacer en su tumba eco a un griego lejano. Y que en tal ironía halló el consuelo a una vida que amuralló en la paradoja: esa sola excelencia del que escribe.
La escritura existe en la aporía, en lo insoluble, en el retorno, dice Platón, de lo igual a través de lo distinto. Su lógica circular la da una venerable fábula griega. Al navegante que arribó a la ciudad, su primer interlocutor local le advierte: «En esta isla mentimos todos. Siempre». No hay salida a eso. «Miento» es la sospecha que va siempre con el que escribe: el escritor dice verdad al saber que engaña; y miente al negarlo. Pessoa: «El poeta es un fingidor / finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente». ¿Es legítimo ese juego? ¿Es eludible?
La escritura es un artificio, un artefacto. Sócrates narra un cuento: «Oí decir que vivió en Egipto, en los alrededores de Náucratis, uno de los antiguos dioses del país… Su nombre es Theuth y fue el primero en descubrir, no sólo el número y el cálculo, sino la geometría y la astronomía, el juego de damas, los dados y también la escritura». Ante el faraón Thamus, el dios exhibe sus artes. Llegado a la escritura, no camufla su orgullo: «Este conocimiento, oh rey, hará más sabios a los egipcios y aumentará su memoria. Pues como fármaco de la sabiduría y de la memoria fue inventado». El faraón se ríe del ingenuo hallazgo. Y en su risa ve nacer Platón eso a lo cual él llama filosofía y que no es, al cabo, más que una escritura que hostiga a la escritura. Como su sombra burlona. Ironiza: «Dices, por cariño a la escritura de la cual eres padre, el efecto contrario al que en realidad produce. Pues tu invento originará en las almas de quienes lo aprendan el olvido por descuido de la memoria. No es un fármaco del recuerdo sino de la evocación, lo que has hallado. Procuras apariencia de sabiduría, no sabiduría verdadera, a tus discípulos, que acabarán por resultar fastidiosos, al haberse convertido, en vez de sabios, en hombres con la presunción de serlo».
Veinticuatro siglos después, año 1938, un joven etnólogo cuenta su encuentro con los Nambikwara. El etnólogo está tomando notas en un cuaderno. A su lado, acaba de sentarse el jefe de la tribu. Primero con una ramita sobre el suelo, después sobre el papel y con el lápiz que Claude Lévi-Strauss le proporciona, va trazando líneas sinuosas, a las cuales remitirá su comunicación especial con el visitante. De esa liturgia excluye a sus subordinados: sólo el que manda «escribe». Y Lévi-Strauss concluye: «la función primera de la comunicación escrita es la de facilitar la servidumbre». Remacha, melancólico: «la lucha contra el analfabetismo se confunde así con el reforzamiento del control de los ciudadanos por el poder. Pues es preciso que sepan todos leer para que se pueda decir que nadie está autorizado a ignorar la ley».
En el giro de los relatos de un griego del siglo IVº y un sabio del XX, se cierra el círculo mítico de la dúplice función de la escritura. La del cacique tribal es aquella misma que, frente al diosinventor, Platón ironizaba. Sin la resquebrajadura que el filósofo inflige a sus pretensiones, la escritura no sería mucho más que un etiquetar catálogos o un dictado de normas. La carcajada socrática la trueca en otra cosa: en la turbadora certeza de que nada se escribe si no es para cuestionarlo; que, de toda cuanta materia prima maneja, la escritura hace interrogación, juego de paradojas. «Lo que no hará seriamente aquel que tiene el conocimiento de las cosas, es escribirlo sobre las aguas», para ver cómo se va alisando en las menguantes ondas su significado. Hasta perderse. La ironía nos protege del engaño. Ella sólo. «Los jardines de las letras, los sembrará y escribirá por pura diversión», concluye. «Hermosísimo entretenimiento frente a uno vil, éste del hombre que es capaz de jugar con sus discursos», de dejarlos en suspenso, de interrogar sus fundamentos, de saber que una respuesta es sólo transición a otra pregunta.
Allá donde las sinuosas rayas del jefe Nambikwara ponen un orden establecido, la escritura platónica planta semillas de desorden: milimétricos minados bajo cada certeza. Escribir es arte de interrogar, de interrogarse. Maurice Blanchot daba razón de ello en una clara meditación pascaliana: «No hay lenguaje verdadero sin una denuncia del lenguaje por sí mismo, sin un tormento del no-lenguaje, una obsesión de ausencia de lenguaje, de la cual todo hombre que habla toma el sentido de lo que dice». Escribir es trazar líneas de cesura en la despótica lengua que nos es impuesta; craquelar la coherencia impositiva de ese duro monolito: el habla.
Hoy, en este nuestro inicio de milenio, la escritura del Nambikwara ha vencido. No hay interrogación alguna en los discursos correctos. Únicamente evidencias. Repetidas. El juego liberador de la escritura está siendo abolido de nuestros hábitos, que fueron un día los de los hombres libres. La diversión o el placer de la escritura suenan hoy a vejestorio. Ha vencido la pantalla, lo pasivo, la imagen, en la cual Platón pensaba que no había verdad. Ni libros ni periódicos son ya aquellos objetos sobre los cuales recayó, hasta hace tan poco, el último deslumbramiento sagrado de los hombres: el de poner lo establecido en duda. Lo que los clásicos llaman sabiduría.
La escritura fue arañando, en el duro monolito de lo convenido, sus tenues cicatrices; supo atisbar el plomo bajo el oro aparente. Los arañazos de la interrogación no darán en tierra con la servidumbre. Pero sí podrán reírse de la dura necedad sobre la cual se erige. Y en esos derrotados arañazos, en esa carcajada innegociable, estará, seguirá estando, el honor de escribir para ser hombres. Hombres libres, que interrogan. Para no responder más que con preguntas. Lápida de John Keats en Roma: «Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito sobre el agua».
Gabriel Albiac, filósofo.