Escrito en la arena

Cortando en canal este verano fabuloso de Morante de la Puebla, marcado por varias tardes para el recuerdo (la de Pontevedra, que ya está en los altares, registró unos lances con categoría de paradigma y valor de intemporalidad), el segundo toro de la corrida del día de San Lorenzo, mártir de proverbial entereza, custodio del Santo Grial y patrono de Huesca, lo prendió por el muslo de mala manera y con gravedad, dejando en solitario a Enrique Ponce y frustrando así un mano a mano que había comenzado bastante mejor que muy bien, con ambos toreros sentando cátedra de sus respectivos magisterios frente a los dos astados iniciales. La corrida transcurría a pedir de boca, aunque Ponce pinchara la primera oreja, hasta que la fatalidad se hizo presente por medio de un derrote certero, hondo y especialmente inoportuno. Cogida fea, el pesar y la incertidumbre se apoderaron de los tendidos. ¿Por dónde rodarían los acontecimientos?

Lo primero, claro está, fue despenar al astado del cornalón. Ponce cumplió por derecho. Después, había que llevar una oreja a la enfermería. Ovación entristecida. Morante se la había ganado a ley. A la pura ley del arte. Después tocaba tirar la moneda al aire. Cuatro toros, cuatro, son muchos toros y más cuando sobrevienen sobre el percance serio de un compañero. Ahora bien, como decía Cervantes, «las aventuras nunca comienzan por poco», de modo que la pata palante y a torear. No quedaba otra. Los alivios, las gaitas y los alifafes no forman parte de la personalidad torera del diestro de Chiva, dominador de dificultades (Amorós dixit). «La verdad, cuya madre es la historia» (siempre Cervantes, Cervantes siempre), acredita tumbativamente su trayectoria.

En fin, en internet pueden admirarse varias tandas de los derechazos, cuajados en Huesca. Lances, sobre suaves, interminables y, sobre interminables, a la par rotundos y delicados. La red tiene la virtud de que llega a todas partes, nada escapa al registro de su infinidad de ojos. Nada de nada, nada. Así para bien como para mal, para mejor e incluso para peor. Largas cambiadas al toro y no largas cambiadas al público, que de todo se da en el planeta plural de los ruedos. Las verónicas con que recogió al último de la tarde posiblemente fijen uno de sus momentos capoteros cumbres en la temporada. Al final, cuatro orejas. Pudieron ser seis o siete, al menos debieron de llegar a cinco. Porque eso de que los pinchazos en lo alto quiten trofeos, mientras los bajonazos fulminantes a veces hasta los dan, responde a una vara de medir cuya lógica se me escapa. Da igual, las cosas son como fueron: Ponce ratificó en Huesca que sigue por sus fueros, pisando firme.

Pisando firme y ratificando la esencia del Toreo, espejo de buenas costumbres y cátedra de excelencias. No es lo mismo lidiar dos morlacos que vérselas con tres en un mano a mano, cartel puesto de moda a resultas de la crisis; y nada que ver tres con seis, una enormidad. A Morante se lo llevaron en volandas a la enfermería, pero sus hombres retornaron de inmediato al ruedo, haciendo de tripas corazón y con la procesión por dentro, mientras Ponce, sin un mal gesto, ni abrumado ni pesaroso, encaraba el destino impuesto por la desventura. ¿Y esto no constituye una lección clamorosa de pundonor y responsabilidad? Que vienen bien dadas, pues estupendo; que las circunstancias se tuercen, pues a ello desde la decisión y la compostura.

Pensando en ello se me vienen a las mientes los versos iniciales del Cantar de mio Cid, la primera obra maestra de nuestra literatura. Sin tiempo y a uña de caballo, porque el plazo fatal apremiaba, el Cid y los suyos emprenden la ruta del destierro bajo el signo de un presagio de mal cariz: «A la exida de Bivar ovieron la corneja a diestra/ e entrando a Burgos oviéronla a siniestra». Entre la (in)justicia del rey y las amenazas de ese augurio cargado de asechanzas, el Cid no lo duda ni un instante: «Meció mio Cid los ombros e engrameó la tiesta:/ ¡Albricias Álvar Fáñez, ca echados somos de tierra¡». O sea, ni un paso atrás. A ganar cuanto antes la línea del Duero, a cruzar el río y a internarse por el territorio de los peligros. En la coyuntura de tantas pruebas, aquellos hombres se aprestan a exigirse lo mejor de ellos mismos. En ese momento, el Cid empezaba a ahuyentar las sombras del infortunio. Nuestra historia, cabalmente reflejada en el Toreo, se muestra de ese temple. Escrita en las arenas del tiempo, vive en las leyendas para la eternidad. la vuelta de tres horas de operación, al despertar de la anestesia Morante, fiel a esa historia y a sus leyendas, preguntó por el plazo para volver a los ruedos: «¡Qué mala suerte, doctor!», lamentó, decidido a regresar lo antes posible. «Pero esto es así», añadió el torero herido, hablando por los adentros. Cruz y cara del Arte de Torear: el riesgo asumido hasta las últimas consecuencias; la gloria ganada desde el valor, el sentimiento y la inteligencia. De tal tenor se revelan los ejemplos que con riesgo, sangre, entrega y capacidad a diario se dictan en los ruedos de España. ¿Qué hay en ello que no merezca admiración, no se preste a la glosa y no sea digno de enseñanza?

Toros sí, toros no. La polémica está mal planteada y, a mi juicio, convendría eludir ese trapo, descartando asimismo las arengas costumbristas y los alegatos esotéricos. En cierta ocasión escuché a Morante, precisamente a Morante, una reflexión especialmente lúcida, tan ajustada y certera, tan profunda y en su brevedad tan luminosa como esas medias suyas que crujen las plazas: «Los toros no hay que defenderlos, hay que explicarlos». Y, en ese sentido, este San Lorenzo oscense constituye un argumento de lujo. Cuánta grandeza atesora esto. Hace falta profesar de ciego recalcitrante para desconocerlo.

Gonzalo Santonja, catedrático de la Universidad Complutense.

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