Escuchas telefónicas y derechos

¿Puede un juez intervenir las conversaciones telefónicas de un abogado con su cliente en prisión, que son confidenciales, cuando cree que el primero colabora en supuestos delitos del segundo? El juez Garzón lo hizo en el caso Gürtel y el Tribunal Superior de Justicia de Madrid (TSJM) ha anulado esas escuchas, cuyo producto no podrá usarse como prueba en el proceso por corrupción, aunque el fiscal dice que hay otras pruebas utilizables. Algunos se frotan las manos ante lo que parece un nuevo varapalo a Garzón, y se extiende la sospecha de que, en la investigación de la corrupción hay obstáculos insalvables o, lo que sería peor, trato privilegiado para los imputados.

No creo que en este asunto concreto haya que ver un nuevo varapalo, aunque es indudable que el contexto de querellas presentadas contra el juez por la extrema derecha y admitidas a trámite dibuja un escenario de acoso en el que el caso de las escuchas puede ser visto como una nueva descalificación de Garzón. Curioso: el acusado de prevaricar por perseguir crímenes del franquismo aparece ahora como responsable de escuchas lesivas de derechos fundamentales –negados por el franquismo–, como la inviolabilidad de las comunicaciones y el derecho de defensa, que incluye la comunicación entre abogados y clientes.

Para evitar la descalificación hay que partir de dos cosas: primero, que en las medidas cautelares e investigadoras que se acuerdan durante la instrucción y antes del juicio no queda otro remedio que dar a los jueces un margen de valoración sobre su oportunidad y proporcionalidad, porque los hechos aún no se han probado y, por tanto, se trabaja solo con indicios. Cuando esas decisiones se anulan por un tribunal superior es porque éste realiza una ponderación diferente, lo que no tiene por qué descalificar al juez anterior ni llevar a llamarle prevaricador cuando, como es en este caso, su interpretación es razonable. Y segundo, todos los derechos fundamentales tienen sus límites, incluida la inviolabilidad de las comunicaciones que pueden ser intervenidas judicialmente según la jey de enjuiciamiento criminal y también el derecho de defensa.

Por poner un ejemplo de que la comunicación entre los abogados y sus clientes no es sacrosanta, la ley de prevención de blanqueo de dinero –por cierto, uno de los delitos implicados en el caso– , en desarrollo de directivas europeas, obliga a los abogados a informar sobre transacciones de sus clientes que puedan suponer actividades de blanqueo. Luego, hay límites que obligan a distinguir entre el asesoramiento legal y la implicación del abogado en actividades delictivas de su cliente.

El juez Garzón acordó las escuchas de conversaciones con abogados argumentando indicios de que éstos podían servir de «enlace» en la actividad delictiva de los imputados. Lo hizo con el apoyo del fiscal y luego recibió el de la Asociación de Abogados Demócratas por Europa que se opuso al recurso de los implicados, así como el de uno de los magistrados del TSJM, discrepante de la decisión final. Por tanto, la de Garzón no es una interpretación exótica mantenida en solitario.
El TSJM anula las escuchas partiendo de que el derecho de defensa ampara las comunicaciones con abogados porque en ellas el imputado puede autoincriminarse y tiene derecho a que no se conozca, lo que es cierto. Admite que este derecho tiene sus límites, aunque compara su generalización con la tortura para lograr declaraciones no voluntarias, lo que es desorbitado, porque aquí solo se discute si las escuchas están permitidas por la ley en estos casos. Y ahí viene el artículo 51.2 de la ley general penitenciaria, según el cual las comunicaciones de los internos con sus abogados sólo podrán ser intervenidas «por orden de la autoridad judicial y en supuestos de terrorismo». Dice el TSJM que deben darse las dos circunstancias a la vez (la orden judicial y el terrorismo), lo que es tanto como decir que solo caben las escuchas en esta clase de delitos.

Ahorraré al lector uno de esos debates sobre la diferencia entre la conjunción copulativa y la coma, porque el TSJM se apoya en una sentencia del Tribunal Constitucional (183/1994) que, efectivamente, acumula los dos requisitos, pero –según mi lectura–, no para casos como este, sino para negar que el director de la cárcel pueda intervenir sin autorización judicial en casos de terrorismo.
Disculpen el galimatías anterior, pero muchos creemos que la ley penitenciaria no pretende prohibir la intervención de comunicaciones entre los internos y sus abogados, cuando estos últimos presenten indicios de colaborar en delitos de sus clientes. Si lo hiciera, concebiría el derecho de defensa como una patente de corso para los abogados que degradaría el derecho fundamental y la imprescindible función de los letrados como colaboradores de la justicia, admitiéndola como cobijo para actuaciones ilícitas. Y lo peor es que si los ciudadanos concluyen que la corrupción es inexpugnable, no evitaremos que estas prácticas se extiendan y consoliden.

Mercedes García Arán, catedrática de Derecho Penal de la Universitat Autònoma de Barcelona.