Escuchas y derecho de defensa

Nadie duda de que la regulación de las escuchas telefónicas es insuficiente, lagunosa y confusa. Así se lo ha recordado reiteradamente el Tribunal Europeo de Derechos Humanos al legislador español, sin que este haya hecho absolutamente nada durante décadas. También el Tribunal Constitucional ha puesto en cuestión esta situación legal, aun sin atreverse a llegar a la que habría de ser la necesaria consecuencia final de esa insuficiente regulación: la inconstitucionalidad del deficiente artículo 579 de la ley de enjuiciamiento criminal por no cumplir con lo previsto en el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Y es que si el Tribunal Constitucional llegara a esa conclusión, deberían anularse prácticamente todas las escuchas telefónicas ordenadas en España hasta el momento, con la consiguiente nulidad de condenas que ya son firmes.

Bastaría con que el legislador impulsase, de una vez, una reforma legal que no solo confiriera a los jueces españoles un régimen claro y completo en materia de escuchas telefónicas, sino también en intervenciones de todo tipo, como las telemáticas –correos electrónicos, chats, etcétera–, en las que existe una situación de vacío legal todavía más grave que en las escuchas telefónicas, en las que, en ocasiones, da la sensación de que «todo vale» para los fines de la investigación.
Ahora bien, una vez reconocido todo lo anterior, debe decirse que ninguna regulación legal, ni mucho menos un juez, puede pasar por encima de derechos fundamentales, esenciales para que se mantenga la convivencia social como hoy la conocemos, así como las bases del Estado de derecho.
No existe ningún motivo mínimamente razonable para intervenir las conversaciones que tengan los abogados con sus clientes mientras estos últimos están en prisión. Cualquier persona tiene reconocido constitucionalmente el derecho fundamental a la defensa. Si un preso ni siquiera puede hablar en privado con su abogado para preparar esa defensa, porque el juez le está escuchando, ¿qué defensa le queda? Se ha especulado sobre si la escucha sería posible en caso de que el abogado también estuviera imputado. Nada cambia ese dato. Hallándose en prisión el cliente de ese abogado imputado, si no se le deja hablar en privado con su abogado, por muy imputado que esté, cuando va a visitarle, ¿cuándo podrá hacerlo para, nuevamente, preparar su defensa?
La ley orgánica general penitenciaria, en su artículo 51.2, solo prevé la intervención de dichas comunicaciones en supuestos de delitos de terrorismo, en consideración a su extrema gravedad. Y ello ya es polémico. Imagínese para delitos que, con ser deleznables, no tienen ni por asomo la gravedad de un delito de terrorismo. Debe considerarse, además, que se trata de la intervención de comunicaciones de presos preventivos, es decir, aún no condenados, con respecto a los que el artículo 5 de la propia ley citada establece que el principio de la presunción de inocencia presidirá su régimen. Desde luego, una medida que supone escuchar al interno mientras habla con su abogado no es precisamente algo que respete la presunción de inocencia. Con ello, una vez perdida su libertad, se le quitaría al preso casi lo único que le queda: la intimidad con su defensor. Y saben bien lo que se siente, en estas situaciones inquisitoriales, personas que fueron encarceladas durante la vigencia de otros regímenes políticos.

Sin embargo, estamos viviendo una preocupante, e inconsciente, deriva generalizada hacia la restricción de nuestra intimidad hasta hacerla desaparecer. Estamos aceptando, sin reparos, la colocación de cámaras de videovigilancia por todas partes, «para nuestra seguridad». Nos parece normal que se nos grabe una conversación privada con cámara oculta, por ejemplo. Suerte que la jurisprudencia va corrigiendo estas actuaciones humillantes, pero se siguen viendo continuamente en televisión. A la vez, no se reconoce que en un espacio público también se desarrollan actuaciones de la vida íntima y, por ello, deberían tener cierta protección, porque a quien las protagonizó no le importaba que le vieran en aquel momento. Pero nunca pensó que sus imágenes o sus palabras fueran accesibles, en el futuro, en cualquier lugar del mundo por internet. ¿Qué debería hacer ese ciudadano? ¿Estar constantemente asustado y con sensación de vigilancia siempre que está en la calle?
Si ahora, para acrecentar esta promoción de la paranoia colectiva, damos el último paso y a una persona, constitucionalmente inocente, se le priva del derecho a hablar en privado con su abogado, ¿qué nos queda? Un Estado democrático es aquel en el que las actuaciones de los ciudadanos gozan de intimidad y, en cambio, las actuaciones del Estado son públicas. Como decía De Lucas Martín hace 20 años, un Estado totalitario es aquel en el que la privacidad de los ciudadanos ha desaparecido. Y en el que, por supuesto, lo que es opaco y oscurantista es la actividad de los poderes públicos. Así lo imaginó Orwell en 1984.

Jordi Nieva Fenoll, profesor de Derecho Procesal de la Universitat de Barcelona.