Escuela, no alambradas

Por José María Pozuelos Yvancos, presidente de la asociación española de Teoría de la Literatura (ABC, 23/11/05):

Los análisis sobre los sucesos de barbarie en Francia, algunos de los más agudos publicados en este periódico, nos arrojan la cruda realidad de que Europa no es una cultura que los europeos tengamos ganada, ni mucho menos. Europa es un contenido en parte bastante ajeno a muchos de quienes la habitan, ajeno al imaginario que nutre sus vivencias culturales. Haría bien la Comisión Europea y en concreto los ministros encargados de asuntos educativos y culturales en plantearse si no habría que invertir en la formación de una cultura europea tantas cantidades como se invierten en estructuras ferroviarias, en fondos de desarrollo o cualesquiera otros de los capítulos vinculados a las políticas de cohesión.

¿Qué es una cohesión? Claro está que es una moneda, claro que un mercado, pero ¿no se ha planteado el Parlamento europeo y la Comisión que por muchas que sean las vías monetarias, de comunicación o mercantiles, Europa solamente será una realidad cuando se cumpla el ejercicio de una identidad cultural de amplios contenidos que acerque a los ciudadanos de cada nación lo que son los otros ciudadanos de las otras naciones que forman eso que llamamos común? Desmantelando como hemos ido haciendo la cultura grecolatina, los estudios literarios y filosóficos, y los contenidos a ella prendidos, nos hemos quedado con una estructura económica que no encuentra apoyo en una identidad cultural, en el sentimiento de una empresa y unas referencias comunes que nos identifique con otros europeos.

Cuando ese gran humanista europeo que fue G.W. Goethe, en su conversación con Eckerman de 31 de marzo de 1827, hablaba de una Weltliteratur (Literatura Universal) como el horizonte al que debían dirigirse los estudios del futuro, estaba precisamente conjugando la defensa de ese ideal de cultura europea que él mismo había aprendido en los clásicos grecolatinos y en los italianos del Renacimiento y que tanto influyeron en el giro dado a su obra. Frente a las literaturas nacionales, atrincheradas en los espacios de sus propias singularidades, tan a menudo sobrestimadas, Goethe soñaba con un espacio de literatura, llamada universal por él, que uniera a todos los hombres de Europa, en una empresa que ayudara a sostener el edificio de la cultura humanista, cosmopolita y abierta, desarrollado solamente por ese tronco de los estudios literarios que se llamó la Literatura Comparada y que propongo que se debería recuperar en la reforma de las titulaciones universitarias con un grado de Literatura y Cultura Europea Comparada que se estudiase en los diferentes países de la Unión.

Sería el momento, ahora que se está creando el Espacio Europeo de Educación Superior, animado por la Declaración de Bolonia, de repensar los estudios humanísticos y entre ellos los literarios, dentro de un marco europeo. Un Espacio Europeo de Educación debe ser algo más que definir estructuras de Grado, Posgrado, y una vertebración de equivalencias en unidades de créditos. Hay que pensar en que Europa debe ser también estimulada en cuanto contenido común en artes, en historia, en pensamiento. Y la Literatura, el conocimiento de lo mucho que nos une, puede ser un elemento excelente de cohesión, del mismo modo que lo es la cultura básica grecolatina y el conocimiento de la Historia y la Filosofía, tantos siglos comunicadas. Saber que Kafka es para un español, en tanto hijo de la misma cultura europea, tan suyo como puede serlo Eça de Queiroz o el propio Machado. Caminar hacia esto no es el desideratum de una utopía, sería recuperar un aliento que ya tuvo la cultura europea anterior. Pensar que Shakespeare leyó muy pronto el Quijote, hasta el punto de escribir una comedia sobre tema cervantino, hoy perdida, saber que Erasmo de Rotterdam, además de flamenco, era leído por italianos, por españoles e ingleses. O que Marcel Bataillon, un francés, ha dado el mejor libro sobre la influencia de ese humanista flamenco en la cultura de los españoles. Todo eso ha sido, es, Europa, como contenido de identificación y orgullo europeos que los ciudadanos deben recuperar en el propio sistema de sus enseñanzas, si queremos que Europa sea sentida como un proyecto de todos.

Hay que abandonar ya esa cultura materialista, de exclusivo mercado, cuyos objetivos son el sólo beneficio. Esa cultura la hace añicos en una década un fenómeno como la deslocalización, y por tanto no puede ser la espina dorsal del sistema. La espina dorsal es un ideario de principios inspirados en el Humanismo, que expulsa de su órbita toda forma de degregación e intransigencia, venga de donde venga. Es en las escuelas y en las universidades donde debe comenzarse el nuevo impulso de reforma que supere las miras de cada Estado, y establezca un programa de educación de nuestros jovenes común, en el que la literatura, la Historia y la Filosofía concebidas en su sentido no nacional, sino paneuropeo, vayan haciendo que en una o dos generaciones cale un imaginario colectivo que haga añicos la dialéctica de dentro/fuera, que todavía inspira el imaginario europeo, nutrido de los nacionalismos en que se edificó en nuestro siglo XIX.

No puede pretenderse que los ciudadanos amen aquello que no conocen, porque resulta extraño a su vivencia, a su imaginario, a su tradición. Durante el siglo XIX y buena parte del XX, los estudios de Literatura Comparada trabajaron en la dirección de una cultura europea definida por unas tradiciones literarias comunes (el Petrarquismo, el Romanticismo no tuvieron Estado-Nación que los pudiera agotar, se proyectaron más allá de su origen: el primero, por ejemplo, sobre el francés Ronsard; el segundo, sobre el inglés Byron. Toda Europa vivió el spleen de Baudealire, con la misma fuerza que antes recibió la impronta de la Edad Media Latina, como mostró ese gran libro de Curtius, que acuñó el concepto de gran tópica europea para una serie de motivos recurrentes que proporcionaban unidad a esa cultura. Auerbach pudo escribir un libro como «Mímesis» pensándolo desde una Cultura europea común a muchas literaturas, precisamente en el momento en que la barbarie nazi le obligó a marchar a Turquía. Pero allí pensó qué debía a los grandes libros de la Literatura de Occidente (Flaubert seguido de Joyce, Rabelais junto a Cervantes, y todos ellos en la estela de Homero y de la Biblia).

Se trataría de volver al espíritu que ha producido esos grandes monumentos de la Cultura Europea que son los libros de Bataillon, de Auerbach, de Curtius o de Ortega y Gasset, tan alemán como español, y lector a la vez de Proust. No es con alambradas como se edifica un espacio habitable. Y la educación es su base, como han señalado varios articulistas en estas mismas páginas.