Escuelas sin niños

Ahora que estamos tan pendientes de nuestros vecinos del este de Europa en unos tiempos tan trágicos, es buen momento para aprender de lo ocurrido en estos países en las últimas décadas en materia educativa. La caída de la Unión Soviética y la brutal crisis económica que la acompañó originaron lo que probablemente es el mayor declive demográfico de la historia moderna a gran escala. Entre 1990 y 2020, la población infantil de casi todos los países del antiguo bloque soviético cayó entre un 20% y un 30%. Muchas escuelas en zonas rurales acabaron cerrando para garantizar la sostenibilidad del sistema educativo.

Los países de la antigua Unión Soviética tenían a finales de los años ochenta del siglo pasado un sistema escolar que ya era universal en primaria y casi universal en secundaria, por lo que la infraestructura estaba viendo desaparecer a buena parte de sus usuarios. Esto es lo que empezamos a vislumbrar hoy en el sur de Europa y, más concretamente, en el sistema educativo español.

Como siempre, en España, las cuestiones históricas e idiosincráticas son las primeras en acaparar la atención de los nuevos fenómenos que afectan a la escuela. Por eso, hemos empezado a preocuparnos por la caída de alumnado en el marco del secular enfrentamiento entre escuela pública y escuela concertada: tras la aprobación de la Lomloe, la nueva ley educativa, el rechazo de la escuela concertada a la ley disfrazó de choque ideológico —“un ataque a la libertad”— lo que en realidad eran preocupaciones legitimadas por el miedo a perder alumnos con la caída de la natalidad.

Pero a pesar de la exitosa campaña de oposición a la nueva ley, es el caso opuesto el que se está dando con más intensidad, por una sencilla razón: la escuela pública llega ahí donde menos rentable es el servicio y, en las zonas rurales o en los barios pobres de las ciudades, esto entronca de pleno con una caída de la población aún más drástica o con una cada vez mayor proporción de alumnado inmigrante. A esto se suma que, si la Administración responde exclusivamente a la demanda de las familias, también puede resultar perdedora, de nuevo, la escuela pública. Como daño colateral, puede producirse un aumento de la segregación escolar en entornos donde la demanda ha sido históricamente alta, pero donde empieza a haber huecos libres en casi todas las escuelas al final de la campaña de matriculación. Una mayor proporción de alumnado de origen inmigrante (cuyas madres tienen una tasa de fertilidad mucho mayor que las nacionales) volverá esto todavía más complejo de manejar.

Por eso es fundamental pasar de un sistema de políticas de acceso y admisión centrado en la demanda —“quien tiene derecho a acceder a qué escuela”— a uno que se centre en la oferta escolar. Para ello es necesario un modelo de planificación de plazas que vaya reduciendo la oferta de forma coordinada entre centros, en tiempo real, sin competencias desleales, y de manera consensuada entre redes escolares y, a poder ser, administraciones locales y partidos políticos. De lo contrario, la próxima década será la de la guerra y la segregación escolar.

La gestión de la oferta y la demanda es lo urgente, pero a largo plazo no es lo más importante. En cinco o diez años, nos asomamos a situaciones mucho más complejas y no queda otra que empezar a tomar decisiones valientes e inteligentes. Una parte del ahorro derivado de la ecuación “mismos recursos, menos alumnos” puede dedicarse a dirigir la inversión (vía clases más pequeñas, más tiempo de trabajo colaborativo docente, o tutorías en pequeños grupos) en escuelas aún masificadas o en centros de contextos socialmente desaventajados, donde la inversión es más necesaria y eficaz que en otros lugares. Algunas comunidades autónomas donde la natalidad ya está cayendo están empezando a trabajar con esta idea.

Pero en otros casos, las decisiones más drásticas serán inexcusables. En los países del este de Europa, la proporción de escuelas con muy pocos alumnos (menos de 10 por clase y curso) se disparó a principios de siglo. Ante la inacción de muchas Administraciones, en los casos más extremos se dio la paradoja de que, aun cayendo los alumnos, el gasto educativo continuó aumentando: las bajas economías de escala hacían que el coste por alumno en escuelas pequeñas llegara hasta a cuadruplicar el de las escuelas urbanas, todavía masificadas y, en algunos casos, demandadas. Y esto ocurrió porque instalados en el bussiness as usual, muchos gobiernos decidieron mantener dichas escuelas operativas sin pensar en las consecuencias de sus decisiones.

Una alternativa que muchos países adoptaron, siendo el caso de Polonia quizás el más pionero, podría ser el de reestructurar el mapa escolar y tomar la dolorosa decisión de cerrar las escuelas más pequeñas de las zonas más alejadas; a la vez, los recursos derivados de esos cierres se podrían reinvertir en escuelas medianas o grandes en municipios cercanos (a no más de 5 o 10 kilómetros) para ampliar las infraestructuras y mantener una ratio razonable, a la vez que poner en marcha sistemas de transporte público que lleguen a cada pueblo, por muy remoto que sea.

El debate social será conflictivo y habrá ganadores y perdedores, porque el gasto educativo no va a crecer demasiado en una situación de exceso de deuda pública, inflación, y otros sectores (como pensiones o sanidad) con cada vez más presión sobre las cuentas públicas. Por eso deberíamos preguntarnos qué preferimos: ¿escuelas sin niños o algunas escuelas masificadas?

Lucas Gortazar es Director de Educación en EsadeEcPol (@lucas_gortazar).

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