Escupiendo en nuestra comida

Gracias a trabajar en un periódico de la categoría de ABC he tenido la suerte de poder conversar con varios de los hispanistas ingleses más eminentes. Con uno incluso he trabado una relación de amistad, que de cuando en vez nos lleva a arreglar el mundo filosofando entre más pintas de las prudenciales. A todos les he dado la turra con una misma pregunta: «¿Por qué España? ¿Qué es lo que le atrajo de ella?». Lo notable es que la respuesta siempre es la misma: «Vosotros, los españoles». Cuando les pido más detalles suelen ensalzar «la generosidad» de la gente de España y su cordialidad y alegría de vivir.

España es uno de los países más atrayentes del planeta, porque al talante amistoso de la inmensa mayoría de su población suma seguridad, buen tiempo, naturaleza, patrimonio artístico y farra callejera asequible a todos. Los hispanoamericanos que nos visitan reparan admirados en el raro privilegio que supone recorrer cualquier ciudad por la noche sin sensación de riesgo, o en algo tan elemental para nosotros como poder posar el móvil –el «celular»– en la mesita de una terraza mientras tomas algo sin temor a que te lo guinden. España ofrece la seguridad y el confort del primer mundo combinados con un ánimo lúdico que ha languidecido en la Europa más próspera, tan guapeada como amuermada.

La comida es suculenta, y no hablo solo del rango snob de los cocineros-filósofos: una simple tapa de ensaladilla en cualquier tasca de barrio suele resolverse con nota. La oferta de los supermercados, su fruta o pescado, admirará a quien venga de ver esos peces achacosos que se despachan en una capital como Londres. El vino, que siempre fue bueno, todavía ha mejorado y existen virguerías a precios módicos. Los hoteles españoles les dan varias vueltas a esas cajas de cerillas en las que te embuten en Roma o Londres (salvo que te dejes un ojo de la cara). La variedad paisajística es única en un país de su tamaño. La resume perfectamente el ejemplo de Navarra, donde en solo 150 kilómetros se puede pasar del desierto de las Bardenas al bosque atlántico del Bidasoa. El legado monumental es el propio de una nación que fue el más extenso imperio que se ha conocido, de ahí una pinacoteca como El Prado o el alarde de las catedrales, pero que todavía ofrece más: desde hitos de la arquitectura árabe hasta el más antiguo faro romano en funcionamiento, o las revoluciones unipersonales de Gaudí, Picasso y Dalí en el siglo XX. Como guinda, si te da un jamacuco dispondrás de la asistencia de una sanidad pública y gratuita de vanguardia (que mucho me temo, y que la televisión al rojo vivo me perdone, sigue existiendo y hasta funcionando bastante mejor que el NHS británico, como sé por vivencia propia).

A España no le tocó ni la pedrea en la lotería de las energías fósiles. Pero dispone de dos petróleos: el turismo y el idioma español, que debería ser base de una industria cultural internacional de primer orden. En 2016 nos visitaron 75 millones de turistas y este año se cree que se puede llegar a 83 millones. Un éxito inmenso, que se calcula que ya aporta el 16% del PIB. Regiones e islas que sin este milagro casi estarían mano sobre mano han alcanzado la prosperidad. Resulta legítimo sentirnos orgullosos de lo que hemos construido, porque a los encantos de España se ha sumado aquí el trabajo sordo de muchísima gente, de empresarios hosteleros a camareros a pie de guiri, desde cocineros y guías a políticos (y me estoy acordando, por ejemplo, del ministro Fraga, cuya visión pionera ayudó a inventar el sector, algo que nunca se le reconocerá, porque estamos construyendo un país donde la mezquindad ideológica impide saludar el mérito ajeno).

Viviendo en la España del separatismo xenófobo rampante, el neocomunismo económicamente descerebrado y las televisiones del «Apocalypse Now» cuesta asombrarse ante una nueva forma estupidez autolesiva. Pero este verano lo hemos conseguido con la turismofobia, que lisa y llanamente consiste en que grupúsculos de separatistas antisistema se han lanzado a escupir sobre nuestra comida. Los ataques de hooligans radicales a la industria del turismo y a las personas que nos visitan son un síntoma de una filosofía de vida guiada por la envidia, el odio al esfuerzo ajeno y la igualación a la baja de la sociedad. El neocomunismo camisetero no soporta contemplar en acción el éxito del capitalismo (la innegable espiral de prosperidad que genera la venta de un servicio). Son alérgicos al esfuerzo personal y a las bondades de la meritocracia. Se ha creado una cultura del resentimiento, donde «ninis» con pocas ganas de currar se refugian en la coartada vital del fanatismo y la adolescencia perpetua (habrán notado que muchos de los «jóvenes radicales» de la turismofobia son señoras y señores que ya han frisado los cuarenta tacos). Personas que jamás han pegado chapa en una empresa propugnan una quimera igualitaria, nuevas repúblicas socialistas en Cataluña y el País Vasco, que aspiran a imponer a la brava sobre una mayoría que abjura de ellas y continúa apegada a la ruta del esfuerzo, la única que funciona. En un mundo al revés, la «cupera» de turno de la camiseta negra se atribuye una superioridad moral sobre una ciudadana que ha trabajado con denuedo para lograr comprar un apartamento y mejorar legítimamente su nivel de vida alquilándolo. Todo medra en ese caldo de cultivo ideológico que en cierto modo encarna Ada Colau, quien abrió la veda del pensamiento antiturismo, industria que ha puesto en órbita a su ciudad, quien nos legó una frase de una burramia totalitaria inaudita: si una ley no te gusta tienes todo el derecho a incumplirla. ¿También las de su Ayuntamiento?

Como toda obra humana, el boom turístico presenta algunos ribetes problemáticos que deben corregirse (el disparatado turismo de colocón, por ejemplo). Pero en lugar de poner el énfasis en defendernos frente a cuatro frikis fanatizados quieren dañar a una de las mayores industrias de España; algunos gobiernos autonómicos y las televisiones habituales vienen a darles la razón en su disparatada causa. Porque estamos en la España donde lo ideológicamente honorable es la mediocridad, la autarquía pueblerina y el odio cebado de envidia contra quien se arriesga para crear algo. La turismofobia es la fiebre de un mal más hondo: no existe en España un discurso liberal bien armado que haga ver que el reparto de la miseria nunca ha sido mejor que pelear por superar esa miseria.

Luis Ventoso, periodista.

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