Ese afán de cosificarlo todo

En su celebrado ensayo Sapiens. De animales a hombres, Yuval Noah Harari señala un factor que fue decisivo para el desarrollo de la especie humana tal como la conocemos. Homo sapiens no era el animal más fuerte, tampoco el más veloz y ni siquiera el que mejor se adaptaba al terreno o a la climatología. Uno contra uno, tenía todas las de perder frente a la mayoría de sus antagonistas y su impacto en los albores del tiempo fue prácticamente nulo. Siendo así, ¿qué factores han jugado para que nos convirtiéramos en lo que ahora somos?

Cuando buscamos diferencias con el resto de los animales tendemos a pensar que existe algo especial en nosotros como individuos. Pero lo cierto es que, en el plano individual, sapiens era embarazosamente similar a un mono y mucho más débil que la mayoría de ellos. La verdadera diferencia no está por tanto en el plano individual sino en el colectivo. Lo que nuestros antepasados descubrieron gracias a su inteligencia fueron las ventajas de formar grandes grupos y colaborar de modo flexible. La cooperación entre congéneres no es un rasgo exclusivo de la especie humana, lo hacen las hormigas, también las abejas, pero ellas solo alcanzan a realizar labores concretas y rutinarias. Homo sapiens en cambio fue capaz de ponerse de acuerdo con un número elevado de congéneres para realizar empresas de lo más variadas. Otros animales, como los elefantes o los delfines, pueden organizarse para protegerse o incluso construir moradas, pero ellos solo se asocian con animales de su entorno más próximo y en número reducido. Nosotros, en cambio, hasta el día de hoy, somos capaces de colaborar con gentes a las que no conocemos en absoluto y en grandes grupos. De hecho, lo hacemos todos los días, interactuamos con perfectos desconocidos para hacer un negocio o cualquier otra actividad.

¿Cómo consiguió Homo sapiens en los orígenes y nosotros ahora en el siglo XXI movilizar a gran número de personas para alcanzar un fin común? La respuesta, según Harari, está en nuestra capacidad para imaginar y crear conceptos abstractos. En otras palabras, podemos colaborar en grandes números y con infinidad de desconocidos porque hemos logrado crear ficciones compartidas, abstracciones a las que todos coincidimos en darles el mismo valor; el bien, el mal, por ejemplo, son conceptos intangibles que entre todos hemos pactado. Los animales son capaces de ver y valorar lo concreto, todo aquello que puede percibirse con los sentidos, como un árbol o una montaña, también el peligro, el placer. Nosotros hacemos otro tanto, pero además somos capaces de crear entes que no pueden verse ni percibirse con los sentidos pero que, si todos creemos en ellos, existen exactamente igual que lo concreto y tangible. Por ejemplo, un puñado de tierra existe y se puede tocar, una nación en cambio es inmaterial pero también existe porque entre todos hemos convenido que así sea.

Son miles las convenciones y creencias comunes que hemos construido desde los albores de la civilización: estructuras políticas, conjuntos de leyes que rigen una sociedad, símbolos, protocolos sociales o de cualquier otra índole, pactos en último término, que facilitan la convivencia, también el progreso. Podría argumentarse que guerras, injusticias y campos de concentración son también productos de esa misma pulsión por buscar un objetivo común y que todo depende del fin que se persiga, pero no por eso deja de ser cierto que, sin estos acuerdos y ficciones compartidas, aún estaríamos en la caverna. Hay muchas y muy diferentes convenciones que rigen nuestras vidas, pero sin duda la más exitosa de todas ellas, la que nadie cuestiona es esta: el dinero. ¿Qué hace que todos aceptemos que un trozo de papel tenga algún valor? A ningún mono lo engañaríamos haciéndole creer que un papelito verde equivale a una docena de plátanos. Tampoco engañaríamos a un niño de tres años con este ardid, pero sí en cambio a uno de seis o siete, porque a esa edad, y sin que nadie se lo explique, ya ha aprendido el valor de nuestras ficciones compartidas. Nación, patria, derechos humanos, leyes de toda índole y dinero no son más que artificios que entre todos hemos acordado. Si uno los desposee del valor que a lo largo de la historia hemos convenido en atribuirles ninguno de ellos tiene sentido. La nación, por ejemplo, no es más que un trozo de tierra arbitrariamente delimitado, la patria una entelequia simbolizada por un trapo sin valor al que llaman bandera y el dinero un retazo de papel, eso es todo.

Si últimamente he estado dándole vueltas a estas convenciones que entre todos nos hemos dado ha sido por las palabras del Rey durante la Pascua Militar, al reivindicar el valor de símbolos como nuestra bandera, una argumentación que contrasta con el cada vez más frecuente afán de algunos de cosificar todo símbolo para, según ellos, «desdramatizar» ciertos hechos. Así, por ejemplo, cuando a los independentistas catalanes les da por quemar banderas españolas o a Dani Mateo por sonarse la nariz con ella, de inmediato saltan los habituales bomberos de guardia a decir que a qué viene tanto bochinche si al fin y al cabo aquello no es más que un trozo de tela. Algo parecido deben de pensar ciertos comentaristas políticos que, no hace mucho y a propósito de la actual situación de Gibraltar ante el Brexit, se encargaron de recordarnos que a Gibraltar lo llaman La Roca. Porque después de todo no es más que eso, un montículo de piedras por el que no vale la pena perder ni un segundo de nuestro precioso tiempo ni malgastar saliva.

Y sí, en sentido estricto todos ellos tienen razón. La bandera es un trapo y Gibraltar una roca. Pero, según esa misma regla de tres, una medalla olímpica es un cacho de metal, el Código de Hammurabi es un conjunto de papiros y la Declaración de los Derechos Humanos una docena de folios amarillentos. Obviamente lo son, pero tal vez alguien debería recordarles a ellos, que son ultra razonables y avanzados, que, sin estas y otras conformidades pactadas entre todos, no existiría progreso ni civilización y aún estaríamos como ese mono que, cuando le dan a elegir entre un plátano y un billete de 500 euros, ya sabemos con qué se queda.

Carmen Posadas es escritora.

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