Ese cadáver exquisito

A principios de febrero asistí en Barcelona, como todos los años, a la rueda de prensa donde se da a conocer el nombre beneficiado con el premio Biblioteca Breve y, de paso, se otorga a los periodistas la oportunidad de dialogar un rato con el galardonado, lo que siempre es de agradecer. Este año tuvimos la ocasión de gozar de la vitalidad y del verbo ocurrente de Elena Poniatowska, una escritora y periodista mexicana que tuvo su momento hace años, que se mantiene aún en esta palestra evanescente que es cada vez más la literatura, y que ganó con una narración que es una biografía novelada de Leonora Carrington, la pintora surrealista británica, amiga de Paul Eluard, de Max Ernst y que dejó a un joven Gerald Brenan enamorado de ella hasta las cejas la impronta dolorosa de lo que es un amour fouiniciático. No es momento de referirse ahora al interés literario de la novela, aún no se ha publicado, pero sí quiero centrarme en algo que me llamó la atención: la excitación, nada frecuente por otra parte, con que los periodistas acogieron la noticia de esa biografía novelada, cuando normalmente estas ruedas de prensa se asumen con cierta indiferencia profesional. Ni qué decir tiene que todas las preguntas se dirigieron a lo interesante que había sido la vida de la pintora, y daba igual que la Poniatowska contara que ahora Leonora Carrington era una señora de noventa y tantos años que lo único que quería en la vida era fumar y tomar el té, lo que dio motivo a que alguien del público prorrumpiera con un «pues que no venga a España»; daba igual, lo que los periodistas preguntaban era por los avatares novelados de una aventurera que era de carne y hueso, que existía, que había conocido a lo mejorcito de las vanguardias de principios de siglo, a muchos de ellos con conocimiento bíblico, no se llevaba bien con Frida Kahlo y consideraba a México su verdadera patria. Es decir, una mujer de armas tomar. Lo que me sedujo de todo ese asunto no fue que alguien supiera de las andanzas de la Carrington y estuviera interesado en ella, sino en algo muy distinto, en la constatación de que si el personaje que Elena Poniatowska ha novelado hubiese sido un personaje de ficción el interés habría decaído de seguro y las preguntas se habrían centrado en los aspectos literarios del libro, y la rueda de prensa habría perdido pulso, tensión.

Hace pocos días, también, se ha publicado A la caza de la mujer, un libro de memorias de James Ellroy, donde el rey del «thriller» norteamericano del momento, el autor de La Dalia negra, América y L. A. Confidencial, nos cuenta en unas páginas delirantes las relaciones que ha tenido desde los trece años hasta el día de ayer, como quien dice, con mujeres reales, imaginadas, soñadas y presentidas, todas mezcladas y justificadas en su relación con ellas por una especie de exorcización de su madre, Jean Hilliker, que fue violada y asesinada cuando Ellroy era un adolescente. El autor es uno de los grandes escritores norteamericanos del momento, un gran estilista del idioma, dotado de un estilo preciso, concentrado, muy intenso. Es un gran farsante, además, y ello se percibe claramente en el libro hasta el punto de que constituye su mayor atractivo. El delirio de lo contado, muy a lo W. S. Burroughs, pero sin alcanzar su talento, no es capaz de hacer creer a ningún lector mínimamente avisado que lo así narrado tiene que ver en realidad con la vida de Ellroy, pero la gracia del volumen estriba, y es en lo que nos tenemos que fijar, en que a pesar de ello pasa por ser un libro de confesiones extremas, pocas veces igualado, en que el autor se desnuda hasta extremos hirientes. En su lectura, apasionante, no he visto nada de todo esto sino una soberbia construcción literaria. Pero lo que llama la atención es la altura exacerbada y monstruosa que alcanza el yo del narrador, que es lo que constituye la fascinación del libro, su meollo.

He puesto como ejemplo dos anécdotas literarias recientes pero intercambiables en cientos distintas cada día. He puesto dos casos, el de una biografía novelada y el del relato de un yo exacerbado, para dar cuenta de un hecho irremediable en la literatura que se produce hoy día, la agonía del héroe de ficción tal y como lo conocíamos hasta ahora —incluyo aquí el antihéroe—, hasta el punto de ser ya reconocido como un cadáver exquisito, y su desplazamiento hacia la biografía novelada, eso sí, o en su defecto la narración que tiene al autor mismo como personaje único. En este sentido, la diferencia entre el yo delirante de Ellroy, el yo atisbador de Sebald o el yo mirón de Javier Marías es sólo cuestión de grado. El fenómeno es el mismo.

Antecedentes los hay. Ilustres. Geniales. Desde Céline a Kafka y sus personajes delgados, demediados, a Samuel Beckett pasando por Peter Handke y tantos otros, pero lo que llama la atención ahora es la imposibilidad de que el héroe de ficción mantenga el poderío fascinante de otras épocas, algo que sigue pasando en el cine y en los «best sellers», un fenómeno que hubiera descompuesto a un crítico como Maurice Blanchot, tan fascinado por el acontecimiento mágico de la creación de ese tercer personaje que es el personaje de novela, una fascinación que comenzó como ejemplo en la tragedia clásica y que ha pasado por los tiempos metamorfoseándose hasta convertirse en el héroe problemático con que arranca la novela moderna, una fascinación que nos ha dado nombres, porque todo esto se desarrolla en el ámbito de la palabra, como Alonso Quijano, Ana Karenina, Picwick, Raskolnikov, la señora Dalloway, Franz Biberkoft, Joseph K., el ciudadano corriente Leopoldo Bloom, en fin, ¿para qué seguir?, y que ahora perece víctima de los personajes reales debidamente novelados, es decir, convertidos en personajes de ficción ellos mismos o por ese otro personaje que es el autor y las querencias de su yo, normalmente raquítico, plasmadas en palabras, constituyéndose en ejemplo para el lector, mi semejante, mi hermano. No establezco aquí una oración fúnebre, todos tenemos que morir, pero sí constatar algo que, creo, define con precisión nuestra época. No seré yo quien saque conclusiones, que si la autosatisfacción se ha enseñoreado de nuestras vidas, que si el narcisismo es consecuencia de la fase del capitalismo más actual y en crisis, donde los ciudadanos son meras burbujas chupadoras de productos, que si esto o lo otro, pero sí quisiera alarmar, por aquello de la melancolía, de tal acontecimiento. Si el héroe novelesco es cosa del pasado, lo que por ahora lo sustituye no pasa de ser un entretenimiento para anémicos donde el vigor y lo desconocido, tan acorde con el destino del héroe, han sido sustituidos por saber de una vida igual a la nuestra, todas las vidas reales se parecen, o leer la salmodia del yo agónico del autor. Narciso sólo se reconoce cuando se mira en su reflejo.

Juan Ángel Juristo, escritor.

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