Seguramente, por narcisismo hispano o por coba a los que mandan, los españoles tenemos la tendencia a considerarnos punteros en todo, bueno y malo, y por consiguiente, a ensalzar hasta los cuernos de la luna a los gobernantes de cada momento: si a Franco llamaban «Faro de Europa», o «La espada más limpia de Occidente», sus sucesores se autoproclamaron –nemine discrepante– autores y protagonistas de la «Transición modélica, que se estudia en las mejores universidades del mundo». Y etcétera, toma paletos. De ahí que también estemos convencidos de disfrutar de la izquierda más palurda y necia del orbe. O, por lo menos, de Europa. Pero la cosa no es para tanto y se admiten apuestas.
La Revolución Francesa –que tan positiva fue a la larga para la Humanidad– tiene sus agujeros feos. Durante el Terror, la Convención Nacional acordó el 31 de julio de 1793 «destruir el próximo 10 de agosto las tumbas y mausoleos de los reyes precedentes, los erigidos en la iglesia de Saint-Denis, en templos y otros lugares en toda la República». Asimismo, se ordenó la «eliminación de los símbolos feudales de los sepulcros de nobles y príncipes en todos los edificios de la República». Algunos mausoleos se desmontaron para su conservación por la Comisión de Bellas Artes: ¡Al fin herederos de los Ilustrados! Pero las exhumaciones, saqueos y destrozos, mayoritarios, se produjeron en especial entre el 6 y 8 de agosto siguiente y entre el 12 y 25 de octubre, cuyo testigo principal fue Dom Poirier. Algún cadáver, en buen estado (el de Enrique IV) se expuso al público durante varios días, otros excesivamente deteriorados y hediondos se desecharon de inmediato. Pero se robaron, como fetiches o para negociar, uñas, pelos, huesos de 170 personas (46 reyes, 32 reinas y 63 infantes, amén de dos docenas de priores de la abadía: todo un récord). Las dinastías Valois y Borbón acabaron en dos fosas comunes cubiertas de cal viva y tierra.
De las complicadas peripecias de las reliquias no podemos hablar y omitimos numerosos detalles macabros. Aquellos fragmentos anduvieron de colección en colección, u ofrecidas en venta, en la Restauración, a Luis XVIII, hasta dar en el Museo Tavet-Delacour de Pontoise, donde se hallan restos más o menos reales. Se intentó reinhumar los cuerpos, muy dañados por la cal viva, con dignidad y seriedad, lo que había faltado a los justicieros revolucionarios y que yo –desde luego– no puedo ni imaginar en el Dr. Sánchez y demás compadres.
Nunca fui franquista –sobre todo cuando, siéndolo, se podían lograr notables ledicias para el cuerpo y hasta para el alma– y serlo a estas alturas sólo tiene sentido, nostálgico y sentimental, para quienes lo fueron de corazón. Toda mi familia, por los dos lados, era de derechas y lo pasaron muy mal en la guerra, todos en zona roja: detenidos y presos los hombres (no mataron a ninguno, aunque estuvieron en un tris), las mujeres sufrieron registros, opresión, hambre. Pero esto no me da para colgarme la medalla del abuelito «represaliado» por el franquismo (a saber en qué consistieron las tales represalias en cada caso), que ya se impone hasta Casado, la esperanza del PP, no contento con augurar una política familiar siniestra, a la vista de los dos adláteres que tiene a su vera. Y también Casado –no va a perder comba respecto a Rivera– afirma contundente que no defenderá «ese edificio». Obviamente, la basílica y el Valle. Pero los promotores de la exhumación de Franco (por ahora) no se conforman con eso, aunque aseguren que así todos los españoles vivirán en paz y buena concordia. Saben de sobra que será un absceso purulento de odio y rencor para el futuro, mayor en la medida en que el Dr. Sánchez y amiguetes ahonden en la máxima de Rodríguez («Nos conviene que haya tensión»), transmutando el Valle en un parque temático de la progresía. Ahora no lo es del franquismo: ni la tumba de Franco incorpora adorno ni aditamentos decorativos. Ni hay paneles, fotografías o parafernalia alguna para denostar a los vencidos. Es, simplemente, un cementerio.
Si los progres quieren documentarse bien sobre cómo montar un churro de su cuerda, les sugiero visitar y estudiar a fondo, para extraer sabrosas enseñanzas, los Museos de la Revolución de La Habana, Guanabacoa, Bahía Cochinos, Santiago, donde palabras como objetividad, lógica, seriedad, decoro o respeto de uno mismo están proscritas. Y no hay duda de que por acá proliferan discípulos aventajados que superarán los originales. Un vasco propone dinamitarlo. Y a fe que lo haría si pudiese, con el aplauso y/o el regodeo de toda la izquierda, incluida la que, con la boca pequeña, dice ser moderada. Según para qué cosas, no para la venganza contra un cadáver; o para quienes motejan al monumento de «feo», «horroroso» y otros adjetivos igual de originales y creativos, por mucho que los opinantes se las den de racionalistas y equilibrados. Rascas un poquito y, al fin, asoma el sectario de toda la vida. Aclaro que a mí –con independencia del significado, discutible o no– me parece un monumento grandioso, en perfecta armonía con un paraje hermosísimo y con una cruz (símbolo por antonomasia de la cultura, la sociedad y los sentimientos religiosos españoles, en mayoría abrumadora) que preside y es referencia de todo el conjunto. Hay pocos monumentos, de cualquier signo, equiparables: ¿Son hermosas las Pirámides de Giza o sólo grandes? ¿Se acuerda alguien de su sentido religioso profundo? ¿Y de quienes las construyeron?
Una última sugerencia: el Dr. Sánchez debe exigir –mejor suplicar humildemente, como hacen los políticos españoles cuando se dirigen a europeos– a Macron que exhume rapidito a Napoleón en Los Inválidos. Y el presidente francés y toda la nación francesa deberán impetrar perdón al pueblo español, con fuerte contrición atribulada, por la invasión de 1808 y sus consecuencias. Estoy seguro de que el ataque de risa no matará a la totalidad de los franceses. Adelante, valientes: ¡A moro muerto, gran lanzada!
Serafín Fanjul, miembro de la Real Academia de la Historia.