Ese griego insolente

Si Dimitris Christoulas tenía 77 años cuando se suicidó en la plaza Sintagma, con toda probabilidad había nacido en 1935. Por tanto vivió de niño la ocupación nazi y la larga guerra civil que la siguió, de la que nosotros apenas sabemos nada. En España abundan los helenistas antiguos, al menos en las universidades, casi se diría como un residuo del catolicismo bíblico heredero del cardenal Cisneros, por más que se ocupen de los presocráticos, de traducciones actualizadas de Homero, o de comentarios apasionantes, “escolios” se hubiera dicho antiguamente, sobre Platón y Aristóteles. Son raros e infrecuentes los helenistas modernos, valiosísimos, incluso conozco a alguno. Sin ningún sentido del ridículo nuestra moderna visión de Grecia se empaña de Ítacas. Sospecho que los griegos actuales deben odiar el símbolo de esa isla con el mismo rigor que nos ocurre a algunos de nosotros con los molinos de viento de Don Quijote.

Hay varios aspectos que intimidan en esta historia de un farmacéutico jubilado que, harto de estar harto, carga su pistola –¿qué tipo de arma era?, me gustaría saberlo–, se va de buena mañana a la más simbólica de las plazas griegas modernas, lugar emblemático de una vulgaridad tan absoluta que evoca nuestra plaza de Catalunya barcelonesa, pero en grande. Y allí se descerraja un tiro en la nuca –o fue en la boca, punto mucho más seguro; nadie quiere dar detalles–. Fue el miércoles de nuestra llamada Semana Santa, que dentro del mundo ortodoxo tiene una fuerza social incomparablemente superior a la nuestra. Todo lo que nosotros ensalzamos en la Navidad, para la cultura ortodoxa griega se concentra en esa semana que termina en una fiesta literalmente gozosa. No fue el caso.

Es obvio que Dimitris Christoulas había pensado en ello. Nadie se mata, con el rigor que él ha cumplido, sin valorar detalles tan significativos. La manipulación de su figura y de su muerte es toda una metáfora de los tiempos que nos está tocando vivir en el mundo de la información. Un suicida es una provocación. Lo fue siempre, desde la antigüedad. La gente común se muestra muy sensible ante esta ruptura de la tradición según la cual la vida a uno no le pertenece porque le ha sido concedida por una suma de poderes que le exceden: Dios, el patrón, la familia, sus vecinos, la Iglesia. Las creencias tradicionales son muy bonitas para estudiarlas pero muy jodidas para ser sufridas.

El primer aspecto llamativo de la manipulación sobre el suicidio político de Christoulas son las deudas. Fíjense en las informaciones de las grandes agencias internacionales. “Tenía deudas que no quería transmitir a sus hijos”. Falso, porque no tenía hijos. Sólo una hija ya de cierta edad y que le hará un hermoso homenaje póstumo. El grado de extorsión e invención de una mentira, que neutralice el efecto de un jubilado que se suicida, alcanza cotas con pretensiones literarias que señalan a “varios testigos que contaron que se disparó después de decir: ‘¡Tengo deudas, no puedo soportarlo más!’”. Y añaden en un ejercicio de desvergüenza que merecería ser estudiado en las escuelas de Periodismo, si es que queda alguna decente: un transeúnte ha declarado a la televisión griega que el pensionista dijo: “No quiero dejar mis deudas a mis hijos”.

La verdad es que produce escalofríos el mundo periodístico que nos han fabricado; no sólo es corrupto e implacable, sino incompetente. Imagino esos departamentos que trabajan 24 horas sobre 24 en la manipulación de la información, sicarios de la prensa exentos de ser sometidos a la justicia ordinaria por asesinato de la verdad. Todo para ocultar ese definitivo primer párrafo de la carta que llevaba en el bolsillo y que nadie nos ha querido contar cómo se hizo pública: “El Gobierno ha aniquilado toda posibilidad de supervivencia para mí, que se basaba en una pensión muy digna que yo había pagado por mi cuenta sin ninguna ayuda del Estado durante 35 años”.

Es decir, que el señor Dimitris Christoulas ha sido estafado por unos caballeros que ahora se arrogan el derecho a decidir los recortes que ellos mismos no se aplican. Se han quedado con su dinero después de garantizarle que lo cobraría cuando no pudiera ganarlo, porque estaba en depósito. Eso se llama dictadura o mafia, que viene a ser lo mismo, y merece cárcel y oprobio. Habría que exigirla, porque el señor Christoulas la hubiera padecido de haber hecho algo tan delictivo.

Pues ya ven ustedes que no sólo no van a prisión, ni siquiera son procesados como en Islandia, sino que son los que deciden cómo debe manipularse la información para que el caso Christoulas se convierta en la historia de un viejo farmacéutico con deudas que se suicida porque no puede cubrirlas. Esa bazofia de plumillas olvidó reseñar que el señor Christoulas antes de salir hacia la plaza Sintagma pagó la mensualidad de su apartamento. Gesto, confieso, que yo probablemente no habría hecho. Pero él era de la generación de los años 30, cuando las cosas estaban muy claras y las gentes no podían hablar de los presocráticos sin hacer una referencia a su miseria del presente, a menos que fuera al entonces locuaz Heidegger, o al taciturno Gadamer, hoy tan justamente homenajeado por sus profundos silencios, que no obstante me producen revolturas. Aún recuerdo su sonrisa pícara de reconocimiento cuando armaron un gran escándalo por el nazismo heideggeriano. “¡Si lo sabíamos todos! No entiendo a qué viene tanto escándalo”. Algo así como lo de Millet y el Palau, pero en el más sofisticado mundo de la filosofía.

Pero hay un terrible aspecto no tratado en el breve comunicado mortuorio de Dimitris Christoulas. La edad, dice, no me permite agarrar un arma, y además como veterano activista necesito alguien que se adelante. Ahora bien, “los jóvenes sin futuro” lo harán y “cogerán algún día las armas y colgarán boca abajo a los traidores de este país, como los italianos hicieron con Mussolini en 1945”. Reconocerán que para tratarse de un farmacéutico de 77 años es un anuncio que deberá hacer estremecer a más de uno.

O quizá no, porque la frivolidad ha pasado a ser un estadio de la inteligencia y la impunidad una forma de hacer política. Pero eso ocurría cuando había botín a repartir y aún quedaban restos para los que se creían la sal de la tierra. Pero eso se acabó y habrá gente que sepa evaluar la historia, hacerla viva, real, y precisar en qué medida los delitos de Mussolini eran mayores o equiparables a los del Fondo Monetario Internacional; sin entrar en detalles sobre las criadas y señoritas de compañía que se tiraba el antiguo presidente. Otra similitud mussoliniana que viene más que a cuento.

Hubo una generación de borregos amables que ocupó las décadas del gasto y de la gracia. Todo eso se desplomó hace tiempo y lo confirma ese caballero digno que nació en 1935 y que se pegó un tiro, ya mayor, en la plaza Sintagma de Atenas. Robar a un viejo es fácil, sólo se necesita desfachatez y un buen abogado. Pero siempre aparece una generación que dice no y empieza el baile. Nada que ver con los compases que hemos oído o bailado. En ese momento es cuando el letrado encorbatado, después de años de servicios a sus señorías, engola la voz y exclama: “No es eso, no es eso”.

Me ha llamado la atención que esta misma semana, ya de Gloria, y superadas las tristezas canónicas de la Semana Santa, se haya celebrado en Madrid un congreso de Psicología Positiva. Una invención científica de un gringo de la Universidad de Pensilvania que permite que coman un puñado de profesionales asentados sobre la alegría y la jeta. Como dato para animarnos, aseguran que España está en el puesto 43 en el escalafón de “satisfechos vitales”, por delante de Francia y de Japón. El único detalle inquietante es que nos superan en felicidad Honduras y El Salvador. ¿Y a estos caballeros nadie se le ha ocurrido llamarles a declarar en el juzgado de guardia, por escándalo público? La risa. ¡Oh, la risa! Nunca hemos reído tanto, y por tan poco. De nosotros mismos.

Gregorio Morán.

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