Esfinges sin secretos

En estos días previos a la Navidad, encender la televisión supone exponerse a todo tipo de atracos emocionales. Aunque estos mensajes están dirigidos, fundamentalmente, a los más indefensos –potenciales compradores de las «maravillas» que allí se muestran–, el alarde de imaginación de los publicistas para llegar a nuevos públicos es inagotable. No obstante, hay un tema insistente que se aplica a los productos más variopintos y que, a pesar de estar supuestamente enfocado al género masculino, la realidad es que surte casi más efecto en el femenino. Me refiero a la bella mujer que inspira los deseos más primarios y cuya arrebatadora presencia provoca pasiones insaciables y potencialmente destructivas. La evolución de este cliché es paradójica y, dada su permanencia, me apresuro a afirmar que se trata de una utopía iniciada a finales del siglo XVIII y que ha sido reconvertida según los intereses de los «más listos».

Las primeras imágenes de la femme fatale nacieron al amparo de las nuevas formas de fantasía y de sensibilidad que el hombre desarrolló a causa del desarrollo industrial y sus consecuencias sociales. El estereotipo de mujer perversa y cruel formado durante el Romanticismo europeo está perfectamente resuelto en las numerosísimas descripciones que pululan por las novelas de los escritores contemporáneos. Las primeras imágenes, consideradas el germen de su iconografía, salieron de los talleres londinenses de la Hermandad Prerrafaelista, siendo su revolución más moral que estrictamente pictórica. Estos artistas fueron los primeros en idealizar a la figura femenina hasta hacerla irreal.

El debate sobre la construcción de esta mujer ilusoria continuó imparable, dando el salto a los nuevos soportes que iban apareciendo y que llegaban cada vez a más capas de la sociedad. Primero sucedió a través de la publicidad, hija predilecta del nuevo capitalismo que avanzaba imparable. Los carteles publicitarios pasaron de ser pictóricos a utilizar la fotografía como símbolo de modernidad. Comenzó a utilizarse el cuerpo femenino como un espectáculo y, como consecuencia, el inicio de la comercialización de la rebeldía y el erotismo: la elevación de la persona al nivel de mercancía, algo aceptado actualmente en los valores sociales con total naturalidad.

De esta manera, en las primeras décadas del siglo XX, apareció en el juego de roles femeninos una nueva pieza de ajedrez que complicaba el hasta entonces perfectamente definido tablero de fichas blancas (María, el modelo doméstico aceptado moralmente) y negras (Eva, la ambiciosa y peligrosa hija de la perversidad). La mujer-mercancía, la señorita-maniquí es la tercera vía que surge entonces al amparo del capitalismo y que desembocará en una nueva identidad que se alejará del estereotipo de femme fatale tal como se concebía hasta entonces; principalmente porque su objetivo no es seducir al hombre, sino, muy al contrario, a la mujer. Este nuevo cliché, que desembocará en las modelos actuales, tenía la función de fomentar «la fábrica de sueños» durante la eclosión de las sociedades de consumo modernas.

El cine fue el nuevo medio por el que la mujer seguía siendo «el juguete más peligroso» para el hombre y el medio que popularizó el glamour y la sofisticación que actualmente asociamos a este irresistible estereotipo. El negocio del espectáculo, la industria de la moda y la imagen de la mujer fuerte y poderosamente atractiva tuvieron su mejor aliado en la nueva ola de actrices que surgieron durante la Gran Depresión. Ellas abrieron un nuevo perfil de femme fatale que ponía de manifiesto que el ideal seguía vivo y nada hacía presagiar que fuera a desaparecer. Pero con una diferencia fundamental: el estereotipo de los románticos era irresistible con las «medias rotas» como la Carmen de Mérimée; la mujer fatal del siglo XX debía ser sofisticada, pues su papel tenía que pasar por caja. ¿Evitaría la guerra social la reducción o limitación de «armamentos»? Sin duda, la limitaría. Esa nueva mujer hacía soñar a hombres y a mujeres.

El tema de fondo de toda esta iconografía, que no es más que el reajuste del rol femenino en la sociedad (el reiterado hasta la saciedad binomio Eva/María), es un debate sine die. A fin de cuentas, se trata de una rebelión contra el orden social y la tradicional distribución de papeles. Pero, no obstante, hay una realidad que, por mucho que se avance, es insalvable: es la mujer y solo ella la que engendra, y antes de eso debe seducir al varón para que ello sea posible. Se puede hacer un alto en la civilización, pero, si no queremos que esta desaparezca, hay que respetar la naturaleza propia de esta realidad para que la especie continúe. ¿Cómo omitir una objetividad como esta? En mi firme propósito de huir de lo convencional y trazar una línea en el aire, más espiritual, concluyo aseverando que el hombre y la mujer son un hervidero de pasiones y que, gracias a ellas, estamos hoy todos los presentes aquí.

Clara Zamora Meca, profesora de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.

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