Espadas como lenguas

Comparece de nuevo el nacionalismo catalán ante este permanente y solemne tribunal de la historia en que desea convertir la simple actualidad política. Muy engañado estaba el que pudiera pensar que, tras los expresivos resultados de las elecciones del 25 de noviembre, las milicias propagandísticas de este proyecto habrían de deponer el gesto o de suavizar el lenguaje. Muy errado andaba el que pudiera suponer que, tras el fiasco sufrido por quien se presentaba como encarnación de la voluntad de un pueblo y como celador de la identidad de una nación, llegaría una reflexión serena, menos impulsada por la glotonería de la imaginación y más atenta a la dieta de los hechos.

El nacionalismo no es, nunca lo ha sido, una ideología que pueda compartir con otras la convivencia en un espacio de opiniones diversas, de conceptos en conflicto, de debate respecto de los proyectos que permiten mejorar la sociedad. El nacionalismo puede tener opciones políticas diversas, pero su cultura se basa en un principio que lo identifica y al que ninguna de sus facciones jamás renuncia: verse como la representación exclusiva de la comunidad. Nunca se ha considerado una opinión parcial, sino la conciencia verdadera de la colectividad, su auténtica forma de ser, su permanente manera de estar en la historia. El nacionalismo no se concibe como una idea que interpreta la realidad, sino como la realidad misma convertida en idea.

Que no nos confundan las habituales y agotadoras protestas de calidad democrática de nuestros nacionalistas, siempre dispuestos a demostrarnos cómo pueden convivir con quienes no compartimos sus principios. No nos permitamos, por lo menos nosotros, tomar el gato de la resignación por la liebre de las convicciones. Porque la existencia de amplios sectores no nacionalistas en Cataluña o el País Vasco no es el resultado de una pluralidad con la que el soberanismo se sienta cómodo, sino que es el producto de una tozuda realidad difícilmente adaptable a las fantasías integristas de un patriotismo utópico.

El nacionalismo puede verse obligado a tolerar a quienes no lo somos, pero tal circunstancia no añade ni un gramo de sustancia democrática a una ideología para la que sus adversarios siempre somos perversas deformaciones de la patria, mutilaciones morales de un espíritu unánime, silencios cívicos donde enmudece la soberanía y vejatorias excepciones de una normalidad social. Los nacionalistas siempre han creído que su proyecto solamente podía alimentarse con la expropiación territorial, la marginación social y la reprobación pública de quienes, según ellos, somos sucursales de un poder extranjero, agitadores al servicio de una ocupación cultural, mano de obra empeñada en reprimir la libertad. Los que no reunimos los requisitos necesarios para ser considerados verdaderos catalanes o verdaderos vascos.

Iría en contra de la propia naturaleza de esta ideología tomarse en serio el resultado más evidente de las elecciones del 25 de noviembre. Que, tras haber expresado su voluntad de un modo muy distinto a como esperaban oírla los sacerdotes que ofician su liturgia nacional, ya nadie puede hablar en nombre de todos los catalanes ansiosos por separarse de España, y ni siquiera de una mayoría nacionalista. Al nacionalismo no le interesan esos datos, aunque los habría utilizado jubilosamente de haber sido distintos, alzándolos como prueba de la humillante violencia ejercida contra los derechos de todo un pueblo. Por ello, las reformas educativas del ministro Wert aparecen ahora como un cálido sudario para envolver los restos de la unanimidad vencida en las urnas.

Poco les importa medir adecuadamente los resultados electorales. Lo que les interesa siempre es la sustitución de la política por la estética. Y para ellos el mejor espectáculo del mundo es el que se nos ofrece ahora, con una comunidad atropellada en lo que ellos consideran la columna vertebral de la identidad y la garantía de la cohesión social: su peculiar concepto de la cultura y la lengua catalanas. Cuando aún estaban lamiéndose las heridas de la frustrada carrera electoral, los nacionalistas salen al paso de lo que no han dudado en llamar, en las abundantes tertulias y columnas puestas a su servicio, una agresión que procede no sólo de la incomprensión, sino del odio de los españoles. Una respuesta dada a la insolencia de un pueblo que quiere ser libre, un cachete disciplinario para que se sepa quién manda, una penitencia impuesta a esa Cataluña que peca sin dolor de corazón ni propósito de enmienda.

Poco les importa que ni los resultados electorales, ni las intenciones del Gobierno de España, ni la realidad de lo que ha venido sucediendo en Cataluña nada tenga que ver con la campaña nacionalista recién comenzada. Lo que de verdad les importa es recuperar la iniciativa en el terreno más favorable, que para ellos nunca se encuentra en la realidad de los hechos, sino en su manipulación sentimental. Porque no estamos aquí ante la defensa de una lengua que hablan por igual nacionalistas y no nacionalistas, sino ante ese ansiado campo de pruebas emocionales, donde lo que se dirime no son derechos de todos los ciudadanos, sino la imagen de país que se quiere proyectar desde un nacionalismo recién batido en las urnas.

Y algo tendrá que ver con ese derecho de todos que el castellano y el catalán sean lenguas igualmente usadas en una Cataluña en la que la inmersión lingüística ni siquiera se ha conformado con la preferencia, sino que ha elegido la exclusividad. Algo tendrá que ver con el derecho de todos que ambas lenguas sean tratadas como equivalentes, no como antagonistas. Algo tendrá que ver con ese derecho que la lengua no sea convertida en propiedad de algunos, sino en patrimonio común. Algo tendrá que ver con ese derecho que la normalidad venga a quebrantar los ajustes de una «normalización» que, desde hace mucho tiempo, no ha definido la cultura catalana por el empleo de uno u otro idioma solamente, sino en función de la utilización ideológica de la lengua. Porque lo sustancial no es el uso del catalán, sino considerar que el único discurso que puede pronunciarse en esa lengua es el que construye el nacionalismo. No es que Cataluña no tenga una lengua propia. El fondo del asunto es que el nacionalismo desea tener su propio idioma, sometiendo a una comunidad a la intolerable jerarquización de recursos, subvenciones, promoción intelectual y formación educativa, de acuerdo con una grosera identificación de lengua e ideología, siempre amparada bajo la inocente equiparación de lengua y comunidad.Que millones de catalanes se expresen en ambos idiomas le importa menos que la voluntad de crear esa reserva privilegiada, a la que se han acogido alborozadamente quienes llevan años siendo sus beneficiarios, aunque haya sido a costa de condenar al exilio no sólo a quienes se expresan en castellano y quieren formar a sus hijos en esa lengua común de todos los españoles, sino también a quienes han dicho en catalán lo que los nacionalistas no deseaban ni oír ni, mucho menos, escuchar. Pero, entendámoslo de una vez, el nacionalismo está hecho de una materia poco proclive a las razones y demasiado atenta a la pasión. No se trata de un digno conflicto entre la realidad y el deseo, entre lo que las cosas son y lo que deberían ser, entre la inercia y la voluntad. Es la tediosa, irritante y embustera tensión entre el sentido común y esos sueños de la razón que no hacen más que engendrar monstruos.

Fernando García de Cortázar, Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.

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