España: ¿nación de naciones?

Por Ciriaco Morón Arroyo, catedrático emérito de Estudios Hispánicos y Literatura Comparada de Cornell University, Ithaca, Nueva York (EL MUNDO, 02/02/06):

La ola de nuevas «naciones» y «realidades nacionales» en España está creando alarma social y, en algunos, auténtico dolor. Se está produciendo la misma zozobra que teníamos en los últimos años de Franco, cuando nos acostábamos preguntándonos qué podría pasar de la noche a la mañana. La Constitución de 1978 nos había garantizado un sosiego basado en la confianza de que teníamos un Estado estable.

El preámbulo del Estatuto catalán, por ejemplo, transmite la inquietud de un forcejeo entre los separatistas y los que lucharon por acomodarlo a la Constitución. El resultado es una ignominia lingüística que ojalá no sea reflejo del nivel de nuestras escuelas: «El Parlamento de Cataluña, recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía de Cataluña, ha definido, de forma ampliamente mayoritaria, a Cataluña como nación. La Constitución española, en su artículo segundo, reconoce la realidad nacional de Cataluña como una nacionalidad».

Esa cansina repetición de la palabra Cataluña, y la superposición absurda de nación, realidad nacional y nacionalidad, debiera mover a los catalanes, por simple seny y buen gusto, a rechazar el Estatuto. «La ciudadanía» catalana tiene el «sentimiento y la voluntad» de ser una nación, pero, al parecer, no sabe dar razón de ese sentimiento y voluntad, de forma que quedan asociados a impulsos irracionales.

Al llamar a Cataluña «nacionalidad», naturalmente se reconoce algo confuso que también podemos llamar «realidad nacional», y en definitiva, ese término es prácticamente sinónimo de nación.Este interesado galimatías fue aprovechado en seguida por algunos políticos catalanes para sostener que se reconoce a Cataluña como nación (conclusión falsa) y que se produce un «pacto de estados» entre Cataluña y España, como si no fuera España el único Estado soberano. «No nos presentéis vuestro afán en términos de soberanía... presentadlo, planteadlo en términos de autonomía», pedía Ortega en 1932.

Para los soberanistas no merece la pena escribir, porque sólo atienden a su dictado; pero ellos reivindican unos derechos históricos supuestamente no reconocidos, y entre sus oyentes puede haber personas de buena fe que no saben responder a sus argumentos.Para estas personas, entre las que me encuentro, escribo. Su único interés es tomar la postura que exijan la razón y la Historia.En definitiva, escribir no es enseñar, sino deseo de aprender.

En el concepto popular de nación se confunden la concepción medieval y la moderna. En el siglo XV se hablaba de la nación de los conversos frente a los cristianos viejos, aludiendo a su descendencia étnica. En el mismo sentido se hablaba de la nación vizcaína, castellana o catalana, y cuando Don Quijote nombra los ejércitos de ovejas, escribe Cervantes: «Válame Dios, cuántas provincias dijo, cuántas naciones nombró, dándole a cada una, con maravillosa presteza, los atributos que le pertenecían!» (Quijote, I.18). Cervantes refleja lo que ahora llamamos idea étnica de la nación, incluso definida por atributos exclusivos. Pero en el siglo XVIII surge el concepto moderno de nación con estos rasgos: protagonismo del pueblo, incorporación de todos los ciudadanos de un territorio a una estructura estatal y códigos civil y penal comunes para todos los habitantes del Estado, según las competencias reconocidas a sus componentes por el mismo Estado soberano.

Desde Auguste Comte -que acuñó el concepto de sociología en 1839- hasta que Émile Durkheim definió «el hecho sociológico» en 1895 e inició la sociología científica moderna, la sociedad se concebía como la evolución de una primera familia que se fue propagando hasta formar el pueblo, la nación y, por fin, el Estado. En esta concepción evolucionista la sociedad era, según Ortega y Gasset, «como una familia que ha engordado». Pero el mismo Ortega, aplicando la idea de Theodor Mommsen (historiador, segundo premio Nobel de literatura, 1902) sobre el Estado romano, estableció el concepto de nación como «un vasto proceso de incorporación» de distintos pueblos, grupos étnicos e instituciones, unidos por un proyecto de futuro compartido.

La primera nación moderna (Estados Unidos) no tuvo como catalizador de su unidad una descendencia común ni una larga convivencia de distintos grupos, sino un proyecto común: «el sueño americano».Por eso los Estados Unidos han sido la «marmita de fusión» (melting pot) de inmigrantes de todo el mundo. En España la fusión de distintos pueblos se ha ido fraguando durante más de 2.000 años.

La nación moderna no es una realidad intermedia entre comunidades étnicas y un Estado supuestamente artificial. Nación y Estado son un cuerpo en el que -de nuevo Ortega- el Estado es la piel que conforma la nación y se conforma a ella. Así se ha constituido España desde los romanos, que nos dieron la primera conciencia de unidad (Hispania) y el contenido de esa unidad: el latín (nuestras lenguas romances) y el cristianismo. Dejando por ahora la Edad Media, desde los Reyes Católicos el rey, o sea, el Estado, fue el aglutinante de la unidad nacional. Pero la lucha contra la «nación francesa» en 1808 llevó a los diputados de las Cortes de Cádiz a formular con plena conciencia la unidad de la nación española, identificada con la Constitución como expresión de la voluntad de convivencia de los ciudadanos.

En las actuales discusiones, los separatistas acusan de «esencialismo» a los que conciben a España como la nación única y soberana.Para entender esa acusación y desenmascarar su vaciedad, conviene recordar que el tema de la nación se ha planteado desde cuatro premisas: la «esencialista», la fundada en la noción de «alma nacional», el concepto de «comunidad imaginada», y la razón histórica.

Nadie sensato puede aplicar una teoría «esencialista» (¿la nación por naturaleza, inmutable y eterna?) para entender una realidad histórica. Pero los pensadores materialistas como Pompeu Gener o el Dr. Robert, que hacia 1890 fundaban la diferencia entre Cataluña y Castilla en el diferente tipo de cráneo, y los vascos que a fines del siglo XX se seguían identificando desde criterios biológicos, cayeron (y algunos siguen anclados todavía) en un esencialismo práctico.

La segunda premisa es la etnopsicológica. Los escritores de la Generación del 98 se enfrentaron con los problemas de España desde una sociología cuyo concepto básico era la noción de «alma» o «espíritu nacional». Baste recordar el número de libros sobre «psicologías» nacionales y regionales publicados en España entre 1890 y 1920. Almirall, Sabino Arana, Prat de la Riba, y Unamuno, a pesar de sus diferencias, hablaron de España, Cataluña y Euskadi con conceptos de la «psicología colectiva».

El PNV, fundado en 1895, y el nacionalismo catalán, tienen su origen en aquella sociología precientífica y seudoliteraria.Esa sociología explicaba los rasgos de una colectividad desde su pasado, e instalados en ese pasado, apelan los separatistas de hoy a «derechos históricos», imposibles de localizar en ningún tiempo concreto. A veces se acusa a los hombres del 98 de «esencialistas».Nada más injusto; la «Psicología de los pueblos» nació como ciencia positiva moderna, opuesta al esencialismo, que se asociaba con la filosofía medieval.

La tercera premisa se encuentra en el libro Comunidades imaginadas (1983), de mi colega de Cornell, Benedict Anderson, muy citado en los últimos veinte años. Anderson se refiere a la formación de naciones cuyas fronteras e identidad derivan de los repartos coloniales de los siglos XIX y XX. De esas fronteras artificiosas han surgido Estados-nación que van construyendo su respectiva identidad, pero están todavía en vías de asimilar y convertir en herencia lo que fue resultado de decisiones casuales.

En naciones como España, que recibió su primer impulso unificador hace más de 2.000 años, el criterio racional y realista para definir la nación es «la razón histórica» (Ortega, Julián Marías), desde la cual deben juzgarse los sentimientos y la voluntad de todos los grupos. La razón histórica trata de descubrir en un concepto -el de nación, el de España o romanticismo- el núcleo permanente que nos permite usarlo con sentido en distintas épocas, y a la vez acomoda ese núcleo a las formas concretas que ha tomado a través del tiempo. La nación se forma desde la Historia compartida del pasado, las referencias compartidas en el presente, y el proyecto de vida en común para el porvenir. El proyecto de futuro comporta un ingrediente de imaginación, pero fundado en una herencia.La España de hoy es una realidad formada por la convivencia de comunidades que, habiendo sido reinos y jurisdicciones diferentes, fueron fraguando su mutua relación en distintas formas de Estado hasta culminar en la Constitución de 1978. La Historia, conocida y recordada -memoria histórica- lega contenidos (tradición) que condicionan las posibilidades y obligaciones del futuro (imaginación).El presente es la condensación de memoria y proyecto: «un pálido ramo de simientes» (García Lorca).

Los nacionalismos regionales no se pueden comparar con la realidad nacional de España, porque no tienen más fundamento que la noción de «espíritu» colectivo, indigna de una sociología contemporánea.Los separatistas vascos y catalanes conciben sus «nacionalidades» como «familias que han engordado», a pesar de que esos territorios fueron y siguen siendo marmitas de fusión de inmigrantes. España, en cambio, es el resultado «de un vasto proceso de incorporación».Cuando algunos distinguen, de manera vaga, desde luego, entre España como la única nación verdadera y Cataluña y Euskadi como «naciones poéticas», se refieren al discurso del «alma catalana» y «el alma vasca», reflejado en los juegos florales en torno a 1900, y en libros como El alma castellana (1900) de Azorín o Campos de Castilla (1912), de Antonio Machado, entre otros muchos.

La idea de nación de los separatistas es a la vez medieval y de un futurismo utópico. Desde esa postura escriben una historia falsificada del pasado y diseñan planos de «comunidades imaginadas» para el futuro. La Constitución de 1978 plasmó la identidad de la España una y diversa en los términos «nacionalidades y regiones» (art. 2). El término «nacionalidades» fue discutido por muchos en su tiempo, pero hoy es el sancionado en derecho, y por tanto, es ya ingrediente de la razón histórica.