España, 15 de abril de 2021

Me atrevo a decir que España es el país europeo que más ha cambiado en los últimos noventa años, es decir, desde el inicio de su Segunda República. No a causa de ésta, que no pudo terminar peor, en una guerra civil, sino por una extraña concatenación de acontecimientos que la llevaron a un régimen autoritario, o dictadura si lo prefieren, durante casi cuarenta años y otros tantos de democracia, que le han supuesto el más largo periodo de paz y desarrollo de su historia. Alguien que se hubiese dormido en aquel entonces y despertado en los tiempos actuales no la hubiera reconocido.

De la República tengo los recuerdos que se guardan hasta los cinco años en una familia feliz, en la que entran dos sueldos en tiempos revueltos: el paso de milicianos puño en alto, con camisas rojas cantando; la prohibición de salir a la calle tras anochecer; el cuchicheo de mis padres al hablar con los vecinos; el humo saliendo de una iglesia, los veranos en Folledo de Gordón, en casa de los abuelos, con toda la libertad del mundo, montándonos en el trillo o yéndonos con el ganado todo el día. La guerra lo cambió todo, especialmente cuando llamaron a mi padre a filas. Los niños perdimos importancia, lo más importante eran las noticias que llegaban del frente. Pero eso nos daba aún más libertad, incluso para salir de noche, aunque ¿dónde íbamos a ir?

La posguerra en una capital de provincias fue completamente distinta. Todo era mucho más duro, empezando por los estudios, que teníamos descuidados. Los catedráticos de aquel instituto eran implacables en el interminable bachillerato de siete años, con Latín y Griego, derivadas e integrales, y a la que te descuidabas te caía un cero como una casa. Los mayores no lo tenían mucho mejor con el racionamiento, un octavo de litro de aceite por semana y persona, que no sé cómo se arreglaban nuestras madres. El ambiente era cuartelero: cuando sonaba el clarín del ‘parte’ de Radio Nacional había que estar en casa. La calefacción habitual era el brasero, había sólo un baño en cada piso y ascensor en las casas de lujo. Con decir que el estatus de clase media lo marcaba el tener radio y que el coche estaba reservado a las autoridades y más ricos está dicho todo. Pero, ¿para qué, si se iba a todas partes andando? Otras calamidades eran los apagones de la electricidad, los cortes de agua, sobre todo en verano, que te obligaban a tener llena la bañera, las colas habituales, los viajes en ferrocarril, con retrasos espeluznantes (el chiste al ver venir el tren era: «Bueno, al fin llega en punto». «Se equivoca, es el de ayer»). O tener que comprar las entradas del cine los domingos por la mañana, pues se agotaban pronto. Pero para eso estábamos los críos.

Sobrevivimos, sin embargo, e incluso nos enseñó el valor de una onza de chocolate para merendar o de una ‘vaquerada’ en el gallinero. Los viajes más largos eran a las aldeas cercanas, durante sus fiestas, a pie o en bicicleta. Ir a Barcelona o Madrid era impensable y al extranjero ni se nos pasaba por la cabeza. Sólo aquellos más fuertes y listos, elegidos por la familia, lo hacían, pero para quedarse con un familiar en Cuba, Méjico, Argentina, para, como él, ‘hacer la América’ y ayudar a los que quedaban detrás. Hoy es a la inversa; son los hispanoamericanos quienes vienen a España en busca no de fortuna, sino de ocupar los puestos que los españoles no queremos. Pero el cambio no se limita a ellos. España, con su red de autovías, que permiten cruzar los puertos de Piedrafita o Despeñaperros en quince minutos o viajar en el AVE, que reúne velocidad, comodidad y gozar del paisaje, ha cambiado de aspecto, convirtiéndose en uno de los países más visitados, con una oferta de playas y hoteles que compite con los países tradicionales del turismo.

Aunque en esta transformación, la mayor es la que era una de nuestras grandes tribulaciones: el agua, fuente de riqueza. ¿Sabían ustedes que España tiene más costa interior que exterior? Pese a dar al Atlántico y al Mediterráneo, la costa de sus lagunas naturales con la de los pantanos es superior a la marítima. Sirviendo esa agua embalsada para el riego de grandes extensiones de terrenos antes áridos, como los extremeños, Tierra de Campos (León) o los Monegros (Aragón). Lo que nos ha convertido en la huerta de Europa.

Otro de los grandes cambios ocurridos en ese periodo es en la enseñanza. Durante siglos, quien quería estudiar una carrera tenía que ir a una de los tradicionales universidades: Salamanca, Madrid, Zaragoza, Barcelona y alguna otra. Algo que la mayoría de las familias no podían permitirse. Hoy, todas las capitales de provincia tienen facultades apropiadas a su economía. Y por si fuera poco, el programa Erasmus facilita cursos en el extranjero.

El broche final fue un cambio de régimen sin los traumas y violencias que se temían, ‘de la ley a la ley’, saludado dentro por la inmensa mayoría y el aplauso exterior ¿Por qué, entonces, tanta insatisfacción a día de hoy? Cuando tenemos una democracia, somos europeos y si hay problemas son los mundiales. ¿Por qué las viejas rencillas resurgen con la misma fiereza y somos incapaces de llegar a acuerdos mínimos? No voy a atribuirlo al que se considera nuestro peor vicio: la envidia, porque, tras pasar la mitad de mi vida fuera, me he dado cuenta de que es universal. Un colega inglés me dijo que la suya es infinitamente mayor, «pero sabemos disimularla mejor».

Así que he llegado a la conclusión de que se debe a una idea falsa de lo que es la democracia. Por etimología, es el gobierno del pueblo. Pero como es imposible «un plebiscito diario», como Renan la definió, el pueblo delega en aquellos que cree más aptos y honestos las tareas de gobierno. Si lo hacen bien, les confirma en el cargo en las siguientes elecciones; de no hacerlo, los envía a casa. Al fondo de todo está la responsabilidad, individual y colectiva. Mientras en una dictadura la responsabilidad está sólo en unas manos, en la democracia la asumen tanto los electores como los elegidos. Todo apunta a que lo que ha fallado en la nuestra es la falta de responsabilidad de los dirigentes, ya por impericia, ya por corrupción. Concretamente, más que una democracia, hemos tenido una partitocracia, una dictadura de partidos, eso sí, aceptada y tolerada por los ciudadanos, tal vez por pensar que de ganar el suyo tendría ventajas sobre los demás. Los escándalos en nuestra política advierten que las culpas están repartidas por igual no sólo entre los políticos, sino también entre el gran público. Que la recomendación sirva más que los méritos y que el ‘y tú más’ se haya convertido en primer argumento en este tipo de disputas confirman que no hemos aprendido la primera lección de la democracia.

Se impone, por tanto, una especie de catarsis general si queremos que el sistema funcione y no volvamos a la triste rutina lampedusiana de cambiar para que todo siga igual. La pandemia nos ofrece la mejor oportunidad, ya que las crisis obligan a hacer cambios drásticos, por penosos que sean. Y hasta ahora, lo único bueno que ha traído ésta es comprobar que los catalanes y vascos no son mejores que el resto de los españoles.

José María Carrascal es periodista.

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