España

Los recientes éxitos futboleros de la selección nacional, a pesar de su intrascendente levedad, han aportado una de las contadas ocasiones en que el sentimiento nacional español ha podido manifestarse en una forma que pudiéramos denominar estándar por relación a la de otros países de nuestro entorno, es decir, una forma gozosa y nada conflictiva. Porque lo cierto es que el sentimiento de autoidentificación nacional tiene desde antiguo en España enormes dificultades para expresarse con normalidad: los españoles perciben de una manera demediada y en general teñida de algo de culpabilidad y vergüenza su relación con esa entelequia que es (o debería ser) su patria. «España me suena a brazo en alto», sería el respingo que mejor resume esa frustrada autoidentificación.

Las dificultades vienen de lejos: la realidad histórica de España es un pajarraco lleno de picos y garras al que no es fácil aproximarse sin sufrir picotazos y magulladuras. Nuestro pasado nacional-católico más próximo hace que sea muy difícil asumir con normalidad el conjunto de nuestra historia. Más bien lleva a la exótica creencia de que el sentimiento nacional español es un invento conservador, como escribía Juan José Linz. Y de ahí, como muestra el pensamiento de izquierda o progresista desde hace muchos años, se pasa a hacer dejación de la idea nacional: no merece la pena el esfuerzo y el riesgo político de intentar reinventar y elaborar un relato del pasado patrio en forma de relato cívico.

España se identifica con todo lo negativo que hay en nuestro pasado (y, como en todos los pueblos, de eso hay en abundancia), así que mejor dejarlo estar y asumir ese vago e incomprometido cántico a la España «plural» que hoy caracteriza al pensamiento correcto. En este camino, desde la transición la izquierda española adoptó una posición huidiza e ingenua en esta materia e hizo suya acríticamente la historia que relataban los nacionalismos periféricos.

Para estos nacionalistas la cuestión está bastante más clara: España no existe como nación, es poco más que una carcasa institucional, un Estado frágil y torpe que anda desde antiguo a la búsqueda de una nación, pero que cada vez que intenta «inventarla» genera un nuevo fracaso. Naciones no hay más que las suyas, todas ellas densas, perfiladas, homogéneas como macizas bolas de billar. España no es sino el difuso «resto» que queda después de descontar a Cataluña, Euskal Herria y Galicia, un resto sostenido malamente por «Madrid».
Por su lado, la derecha española se muestra incapaz de revisar a fondo su pasado franquista. Ello hace que sus periódicas campañas de promoción de una identidad española rotunda y abrupta (la superbandera de Aznar) se mezclen con el peor pasado nacional y acaben ahuyentando a todos los que sienten renacer en ellas el socorrido mito de las dos Españas.

Lo que resulta de todo ello es que los españoles perciben en general su identidad como «disminuida» en comparación con la «reforzada» de los nacionalistas competidores. Hay un cierto sentimiento de privación relativa en materia nacional: pues para el discurso posible sólo existen unos sentimientos nacionales naturales, positivos y justos, los de los periféricos, mientras que los españoles son percibidos como cutres, retrógrados y culpables. España suscita mucha más vergüenza que orgullo, así que los sentimientos patrios tienden a refugiarse en el localismo: en nuestro país se valora en una manera extraordinariamente positiva la adscripción más inmediata y local, en una manera que posiblemente no tiene parangón en nuestro entorno europeo.

Estas dificultades con la autoidentificación nacional suelen confundirse con una supuesta debilidad intrínseca de la construcción nacional española. Ha sido un rasgo recurrente entre muchos pensadores y políticos el de angustiarse ante la indefinición y fragilidad de la realidad patria, que percibían siempre a punto de desmoronarse ante los embates de los otros sentimientos nacionales competidores. Y la hipersensibilidad de quien se siente al borde del abismo hace que el sentimiento nacional esté siempre en carne viva.

Pero dificultades de expresión discursiva no implican necesariamente debilidades congénitas del invento nacional. Julio Beramendi dice, con razón, que España es un país «nacionalmente enfermo» desde antiguo, pero de esos enfermos que poseen una «mala salud de hierro». Como lo demuestra una curiosa constatación: es el único país europeo (junto con Suiza) que no ha experimentado cambio alguno en sus fronteras metropolitanas durante los siglos XIX y XX. Quizás porque, como ingenuamente decía el buenazo de Iker Casillas, hay muchos que se sienten contentos de ser españoles. Aunque si les preguntan por qué, o si les piden explicitar sus sentimientos, se encogen desdeñosamente de hombros o sienten algo de vergüenza. Y lo curioso es que quizás sea lo mejor para todos, porque bastantes sentimientos inflamados aguantamos como para desear añadir otro más. Probablemente, es mejor dejar el himno sin letra.

J. M. Ruiz Soroa