Podría decirse que el único efecto no lamentable de la pandemia ha sido que durante el pasado año 2020 los españoles hemos descubierto el encanto del turismo interior, aunque sea con las limitaciones propias de las circunstancias. Es buen momento, pues, para evocar a las dos generaciones de escritores que, con medio siglo de diferencia, se lanzaron a recorrer España a pie, a escribir lo que veían y a contárselo a sus compatriotas. Aquella literatura hizo que los españoles descubrieran el paisaje peninsular e introdujo una visión de España que ha llegado casi intacta a nuestros días. La primera y más importante oleada de escritores andariegos fue sin duda la generación del 98. Quizá la más antigua de aquellas caminatas literarias fue el viaje de novios que don Ramón Menéndez Pidal, miembro erudito de la generación, hizo en burro con su mujer, María Goyri, siguiendo la ruta del Cid, en el año 1900. A ese viaje siguieron otros por tierras de Castilla, dedicados muchos de ellos a la recopilación de romances, tarea tan fructífera que le permitió a don Ramón refutar el verso machadiano que a orillas del Duero veía «atónitos palurdos sin danzas ni canciones...». Hemos dicho que Menéndez Pidal no sólo iba a pie, sino también en burro, lo que obliga a precisar que, a los efectos de estas reflexiones, valen los jumentos, e igualmente los carros que con tanta frecuencia utilizó Azorín, y luego Josep Pla, y también la bicicleta de Delibes.
Pero mayor importancia tiene recordar los fundamentos teóricos de los viajeros ibéricos de la España a pie. Aquí la principal fuente es Unamuno, que en 1909 describía con elocuencia lo que le impulsaba a realizar ese tipo de excursiones. En el origen hay una urgencia vital: «¿Cómo podría vivir una vida que merezca vivirse, cómo podría sentir el ritmo vital de mi pensamiento, si no me escapara (…) a correr por campos y lugares, a comer de lo que comen los pastores, a dormir en cama de pueblo o sobre la santa tierra, si se tercia?». Y luego está el móvil patriótico: «No, no ha sido en libros, no ha sido en literatos donde he aprendido a querer a mi patria: ha sido recorriéndola, ha sido visitando devotamente sus rincones». En el mismo sentido escribió Azorín, escuetamente, como corresponde, que «la base del patriotismo es la geografía».
Unamuno identifica asimismo el doble objeto de su actividad viajera, acuñando una expresión que se ha hecho célebre: el paisaje y el paisanaje. El paisanaje que llena el paisaje y le da sentido y sentimiento humano. Hay que «chapuzarse en pueblo» y aprender de él antes de intentar enseñarle. Ese aprendizaje empieza por el lenguaje. Unamuno decía haber puesto especial ahínco «en sacar a ras de lengua escrita voces de la lengua corrientemente hablada, en desentoñar y desentrañar palabras que chorrean vida según corren frescas y rozagantes de boca en oído y de oído en boca de los buenos lugareños de Castilla y de León». Contiene esta frase todo un programa lexicográfico, que Delibes se encargaría de cumplir a la perfección muchos años después, con el riquísimo lenguaje popular que ilustra sus cuadros de naturaleza y caza.
Y es que hay una relación indudable entre la España a pie del 98 y la que surgió a mediados del siglo XX, que tiene un hito fundacional: la aparición en 1948 del «Viaje a la Alcarria» de Camilo José Cela, quizá el más caminante de todos nuestros escritores. Al año siguiente, Josep Pla publicó su «Viaje a pie», que apareció poco después en lengua catalana y en versión ampliada, bajo el título de «El pagès i el seu món». «Pagès» y «paisanaje» son términos cercanos y, del mismo modo, el proyecto de Pla es parecido al de Unamuno, aunque con mayor orientación antropológica. Escribe Pla que a jóvenes que le pidieran una orientación sobre cómo canalizar los nobles impulsos que se sienten en ese momento de la vida, les aconsejaría, simplemente, que hicieran un viaje a pie por cualquiera de las comarcas catalanas. La finalidad del viaje sería «saciarse de la manera de ser fundamental, inalienable, insoluble, de la gente». Precisamente eso es lo que hace el propio Pla, chapuzarse en pueblo, analizar delicada e implacablemente el mundo del payés, que constituye la matriz donde germinan los retoños que van renovando la sociedad catalana.
No hay aquí espacio para estudiar más detenidamente este vínculo intergeneracional, pero el lector podrá encontrar indudables paralelos entre los dos primeros capítulos de «La ruta de Don Quijote», de Azorín (1905) y las páginas iniciales del «Viaje a la Alcarria», de Cela: la emoción contenida al iniciar un viaje importante, la inevitable melancolía del viajero madrugador, las cuartillas de papel sobre la mesa que recuerdan el oficio literario de los protagonistas y la naturaleza de la misión que les impulsa a viajar, las calles desiertas, las inescrutables fachadas de la ciudad dormida, la llegada a la estación del ferrocarril, donde se empieza a animar la historia… Hoy podemos certificar el gran éxito de aquellas excursiones que empezaron hace ciento veinte años. El legado de los escritores de la España a pie aparece como una de las más importantes contribuciones de la profesión literaria al acervo nacional español. Aquellos escritores nos enseñaron a viajar, a vivir y a conocer España. Abrieron rutas que hoy nosotros descubrimos como turistas, y que llevan nombres que en ocasiones son doblemente literarios, como la ruta de Don Quijote, que es a vez la ruta de Azorín, y hay también una ruta de Cela y otra de Delibes, inteligentemente promovidas por las Administraciones autonómicas y provinciales. No siempre esas rutas han sido todo lo seguidas que merecen. Pero 2020 podría ser un punto de partida para recuperar el viejo programa de Unamuno, lo que valdría casi tanto como recuperar nuestra patria. Ojalá podamos pronto encontrarnos todos por las rutas de España, a cara descubierta, y, lo que es más importante, habiendo recuperado también la concordia civil, para lo que quizá bastaría que al 98 añadiéramos otro año, esta vez del siglo XX: el 78.
Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín es jurista.