España, al borde de la esperanza

Durante 35 años el liderazgo de Jordi Pujol resultó incontestable en Cataluña. Con el valor añadido de que su partido era la clau -la llave- para que hubiese un Gobierno estable en España. Jugó bien sus cartas. Primero fue el presidente González quien tuvo que hacer diversas concesiones para poder gobernar. Y luego, durante la primera etapa de Aznar, se entregó el resto de lo que quedaba. Mientras tanto, el Estado y España, habían ido desapareciendo del imaginario catalán. Josep María Bricall, que fue consejero de Presidencia de la Generalitat con Tarradellas, nos brinda un botón de muestra: «En 1986, Javier Solana, entonces ministro de Cultura, ofreció a la Generalitat convertir el Liceo en el gran teatro de ópera nacional, como lo es la Scala de Milán para Italia, con la consiguiente participación del Ministerio en el consorcio que se acababa de crear, pero Pujol, hélas, se negó porque ello, aducía, iba a poner en peligro la catalanidad del teatro». Su conclusión es contundente: «Cualquier aficionado a la música ha visto a dónde ha llegado el Teatro Real de Madrid y cómo ha declinado el Liceo, a pesar de haber conservado su catalanidad».

España, al borde de la esperanzaEl año 2003 se firmó en el salón del Tinell del palacio Real Mayor de Barcelona un pacto entre el PSC (socialistas), Esquerra Republicana (independentistas) e ICV (Izquierda Unida mas Verdes) para gobernar en Cataluña colocando a Maragall en la presidencia de la Generalitat. Aunque las elecciones las había ganado el hijo político de Pujol, Artur Mas, nada pudo frente a la coalición de izquierdas que tenía la mayoría absoluta. En ese ambiente, con Covergència y el Partido Popular en la oposición, se comenzó la tramitación del nuevo Estatuto de Cataluña que, después de múltiples vicisitudes, fue aprobado por un exiguo 35,4 por ciento del censo electoral y con los votos en contra de la Esquerra y el PP. Entonces se convocaron nuevas elecciones y se produjo la misma situación que en 2006. Nuevamente la coalición de izquierdas aupó a otro socialista, Josep Montilla, a la presidencia de la Generalitat ya que Artur Mas y sus pujolistas, que habían vuelto a ganar las elecciones, tampoco consiguieron una mayoría suficiente para gobernar. En esas elecciones irrumpió en el Parlament el nuevo partido, Ciudadanos, con su líder Albert Rivera -que posó desnudo en un llamativo cartel de campaña electoral- y dos diputados más.

Montilla gobernó cuatro años. En 2010, con el nuevo Estatuto en vigor -retocado por el Tribunal Constitucional- CiU obtiene una amplia mayoría que le permite formar gobierno gracias a la abstención de los socialistas catalanes. Mas, el heredero del pujolismo, es el nuevo presidente de la Generalitat y Oriol Pujol, hijo de Jordi Pujol, es el jefe del grupo parlamentario además de secretario general de Convergència. Desde esa atalaya mangonea los negocios familiares con soltura e impunidad. Pujol padre había creado una trama clientelar de intereses e identidades a lo largo y ancho de Cataluña que lo impregna todo. Pero no controla Barcelona cuyo cosmopolitismo le resulta molesto. Sus memorias son explícitas en este sentido. La cultura española no le interesa (en Cataluña) e intenta arrinconarla desde la periferia (y desde TV3). Sus gustos, sus influencias intelectuales, su estética, nada tienen que ver con la cultura que describe el escritor Sergio Vila-Sanjuán en su reciente obra, Otra Cataluña, donde repasa, desde el siglo el siglo XV hasta nuestros días, el arraigo cultural del castellano en Cataluña.

Con el hundimiento de Rodríguez Zapatero tras su pésima gestión económica, el PP obtiene en España la mayoría absoluta en 2011 y Rajoy se enfrenta al reto de evitar el rescate de Bruselas. Lo consigue vistiéndose, con De Guindos y Montoro, de impopulares «hombres de negro». El indudable éxito de haber pilotado el salvamento de nuestra economía se ve, de todos modos, ensombrecido por su patológica incapacidad para hacer política. Mariano Rajoy no supo hacer frente a la brecha secesionista que planteó el presidente de la Generalitat, Artur Más, quien sostenía, con desvergonzada soltura, que España «robaba» a Cataluña. Ante ese desafío, en un momento que resultaba imposible negociar cualquier reforma en el sistema de financiación, el absentismo del Estado en Cataluña resultó clamoroso. Los propios secesionistas, asombrados, aumentaban, día a día, el volumen de sus reclamaciones. Tuvo que ser un socialista catalán, Josep Borrell, quien aclarase a Junqueras, en un memorable debate, la falsedad de las aseveraciones independentistas; y Sociedad Civil Catalana la que organizara en Barcelona una concentración de apoyo a la Constitución con casi un millón de participantes. Al final se produjo lo inevitable: la aplicación del tan manoseado artículo 155 ante la proclamación de una esperpéntica república catalana. El resto es muy reciente y conocido. La moción de censura, justificada por la negativa de Rajoy a dimitir, debió servir para convocar inmediatas elecciones y no para instalarse en el poder. La tensión es cierto que ha bajado en Cataluña, pero gobernar con un CDR -Torra- al frente de la Generalitat resquebraja el sentido común y fractura, como en el Ulster, la sociedad catalana en dos comunidades antagónicas.

España, hoy, está en un punto de no retorno. Cuando escalas la cara empinada de una montaña, hay un momento que no tienes disyuntiva: o subes con la esperanza de coronar la cumbre o si por el contrario, acobardado, decides retroceder, tienes grandes probabilidades de despeñarte y caer en el abismo. Ahí estamos. España es uno de los países más industrializados y una de las veinte naciones de mayor PIB: somos la decimoquinta potencia económica mundial. ¿Vamos a deshacer todo esto porque a unos insensatos no les gusta esta España rica y libre? O damos un paso adelante, sin miedo, y entre todos los partidos que respetan la Constitución intentamos llegar a un acuerdo de cómo coronar la escalada iniciada en 1978; o seremos pasto de esos partidos, nacionalistas, supremacistas y excluyentes, que quieren descuartizar España para apoderarse de las migajas de lo que quede de ella y, así, poder tapar sus debilidades, complejos, y corruptelas a su antojo.

Jorge Trías Sagnier es abogado.

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